Su padre me odiaba de veras. Pensaba que yo iba detrás de la pasta. Yo no quería su maldito dinero. Y ni siquiera quería a su maldita y preciosa hija.
La única vez que le vi fue cuando entró en el dormitorio una mañana hacia las 10.
Joyce y yo estábamos en la cama, descansando. Afortunadamente acabábamos de terminar.
Le miré desde debajo del borde de la colcha. Entonces no pude evitarlo. Le sonreí y le hice un guiño.
Salió de la casa corriendo, gruñendo y maldiciendo.
Haría todo lo posible para echarme.
El abuelete era más tranquilo. Fuimos a su casa y yo bebí whisky con él y escuché sus discos de cowboys. Su vieja era simplemente indiferente. Ni me apreciaba ni me odiaba. Se peleaba mucho con Joyce y yo me puse de su lado alguna que otra vez. Eso hizo que me apreciara un poco más. Pero el abuelete era un tipo frío. Creo que estaba en la conspiración.
Habíamos estado comiendo en un café, con todo el mundo encima nuestro en plan adulador. El abuelete, la abuelita, Joyce y yo.
Luego subimos en el coche y nos pusimos en marcha.
—¿Has visto alguna vez un búfalo, Hank? —me preguntó Abuelete.
—No, Wally, nunca.
Le llamaba «Wally». Como viejos compadres de whisky. Y una leche.
—Tenemos unos cuantos allí.
—Pensaba que estaban extinguidos.
—Oh, no, tenemos docenas de ellos.
—No lo creo.
—Enséñaselos, Papi Wally —dijo Joyce.
Zorra estúpida. Le llamaba «Papi Wally». Él no era su padre.
—Esté bien.
Fuimos por un camino hasta llegar a un campo vallado. El suelo era irregular y no podías ver el otro lado del campo. Era muy amplio y tenía millas de largo. No había nada más que hierba verde.
—No veo ningún búfalo —dije yo.
—El viento viene de la derecha —dijo Wally—. Sólo tienes que subir allí y caminar un poco. Tienes que andar un poco para verlos.
No había nada en el campo. Pensaban que eran muy graciosos, burlándose de un pisaverde de la ciudad. Salté la valla y empecé a andar.
—Bueno, ¿dónde estén los búfalos? —grité.
—Están allí. Sigue andando.
Oh, demonios, querían jugar a la vieja broma de darse el piro. Malditos pueblerinos. Esperarían hasta que yo estuviera alejado y entonces se largarían riendo. Bueno, allá ellos. Podía volver caminando. Me servida para descansar de Joyce.
Fui metiéndome en el campo, caminando deprisa, esperando a que se fueran. No los oí marcharse. Me metí más, luego me di la vuelta, hice bocina con las martas y les grité:
—¿BUENO, DÓNDE ESTÁN LOS BÚFALOS?
La respuesta vino de detrás mío. Pude oír sus patas en el suelo. Había tres de ellos, grandes, justo igual que en las películas, y estaban corriendo. ¡Estaban viniendo DEPRISA! Uno llevaba algo de ventaja sobre los otros. No habla duda sobre cuál era su objetivo.
—¡Oh, mierda! —dije.
Me di la vuelta y comencé a correr. Aquella valla parecía muy lejana. Parecía imposible de alcanzar. No podía perder tiempo mirando atrás. Eso podía significar la ruina. Iba volando, con los ojos como platos. ¡Cómo me movía! ¡Pero ellos ganaban terreno! Podía sentir el suelo temblando a mi alrededor mientras ellos golpeaban la tierra con sus zancadas, alcanzándome. Les podía oír resoplando, podía oír sus babeos. Con el resto de mis fueras me lancé y salté la valla. No trepé por ella, volé por encima. Y aterricé con la espalda en una zanja, mientras uno de estos bichos asomaba su cabeza por encima de la valla, mirándome.
En el coche estaban todos riéndose. Pensaban que era la cosa más graciosa que habían visto nunca. Joyce se reta con más fuerza que nadie.
Las estúpidas bestias dieron algunas vueltas y luego se fueron.
Salí de la zanja y subí al coche.
—Ya he visto a los búfalos —dije—, ahora vámonos a tomar una copa.
Se rieron durante todo el camino. Se paraban y luego alguien volvía a empezar y los otros le seguían. Wally tuvo que parar una vez el coche. No podía conducir.
Abrió la puerta y se tiró por el suelo carcajeándose. Hasta la abuela se tronchaba, junto con Joyce.
Más tarde la historia se corrió por el pueblo y tuve que abandonar mis paseos.
Necesitaba un corte de pelo. Se lo dije a Joyce.
Ella dijo:
—Vea una peluquería.
—No puedo —dije—. Es por los búfalos.
—¿Tienes miedo de esos hombres de la peluquería?
—Es por los búfalos —dije yo.
Joyce me cortó el pelo.
Hizo un trabajo horrible.