Después de 3 años llegué a «regular». Eso significaba paga en vacaciones (los auxiliares no tenían paga) y una semana de 40 horas con 2 días libres. La Roca se vio también forzado a asignarme un sector permanente de 5 rutas. Eso era todo lo que tenía que controlar, 5 rutas diferentes. Con tiempo, podía conocer las cajas como la palma de mi mano, y todos los atajos y trampas de cada ruta. Cada día sería más fácil. Aquello podía empezar a ser confortable.
De todas formas, no me sentía demasiado feliz. Yo no era un hombre que buscara deliberadamente el sufrimiento, el trabajo era todavía bastante difícil, pero de alguna forma echaba en falta el viejo encanto de mis días de auxiliar, aquel no-saber-qué-coño iba a pasar a continuación.
Unos pocos regulares vinieron a estrecharme la mano.
—Felicidades —me dijeron.
—Ya —dije.
¿Felicidades por qué? Yo no había hecho nada. Ahora era un miembro del club. Era uno de los muchachos. Podía continuar allí durante años, incluso llegar a tener mi propia ruta. Recibir regalos de Navidad. Y cuando llamara diciendo que estaba enfermo, le dirían a algún pobre bastardo auxiliar:
—¿Qué le ha pasado al cartero de siempre? Llega usted tarde. El cartero de siempre nunca llega tarde.
En fin, así estaba. Entonces salió una circular diciendo que ni la gorra ni ninguna otra parte del equipo podían ponerse encima de la caja de cartero. La mayoría de los chicos dejaban sus gorras allí encima. No molestaba para nada y ahorraba un viaje al vestuario. Ahora, después de 3 años de dejar allí mi gorra, me ordenaban que no lo hiciera.
Bueno, seguía llegando con resaca y mi mente no estaba como para pensar en cosas como gorras. Así que un día después de que saliera la orden mi gorra estaba allí.
La Roca vino corriendo con la amonestación. Decía que iba contra las reglas el tener parte del equipo encima de la caja. Metí el papel en mi bolsillo y seguí clasificando cartas. La Roca se sentó en su silla, girándose de un lado a otro y mirándome. Todos los demás carteros habían puesto sus gorras en sus armarios.
Excepto yo y otro tipo, un tal Marty. Y La Roca se había acercado a Marty y le había dicho:
—Bueno, Marty, ya leíste la orden. Se supone que tu gorra no debe estar encima de la caja.
—Oh, lo siento, señor. Es la costumbre, ya sabe. Lo siento —había contestado Marty, quitando su gorra de la caja y subiendo corriendo a dejarla en su armario.
A la mañana siguiente me olvidé de nuevo. La Roca vino con la amonestación.
Decía que iba contra las reglas el tener parte del equipo encima de la caja.
Me la metí en el bolsillo y seguí clasificando cartas.
A la mañana siguiente, cuando entré, pude ver a La Roca observándome. Me observaba de forma muy deliberada. Estaba esperando a ver qué hacia con la gorra. Le dejé esperar un rato. Entonces me quité la gorra de la cabeza y la puse encima de la caja.
La Roca vino corriendo con su amonestación.
No la leí. La tiré a la papelera, dejé la gorra donde estaba y seguí con el correo.
Pude oír a La Roca con la máquina de escribir. Había rabia en el sonido de las teclas.
¿Dónde habrá aprendido éste a escribir a máquina?, me preguntaba.
Volvió de nuevo. Me entregó una segunda amonestación.
Le miré.
—No tengo por qué leerla. Ya sé lo que dice. Dice que no he leído la primera amonestación.
Tiré la segunda amonestación a la papelera.
La Roca volvió corriendo a su máquina de escribir.
Me entregó una tercera amonestación.
—Mire —le dije—, ya sé lo que dicen todos estos papeles. El primero era por tener mi gorra sobre la caja. El segundo por no leer el primero. Este tercero es por no leer ni el primero ni el segundo.
Le miré y entonces dejé caer la amonestación en la papelera sin leerla.
—Puedo tirar estas cosas tan rápido como usted las escriba. Puede continuar durante horas, y muy pronto uno de los dos va a empezar a caer en el ridículo. Me refiero a usted.
La Roca volvió a su silla y se sentó. No escribió más. Simplemente se quedó allí observándome.
Al día siguiente no fui. Me quedé durmiendo hasta mediodía. No avisé por teléfono.
Luego bajé hasta el Edificio Federal. Les conté a lo que iba. Me pusieron delante de una vieja muy flaca. Tenía el pelo gris y un cuello muy estrecho que de repente se doblaba por la mitad, lo cual le hacía inclinar su cabeza hacia delante; se quedó mirándome por encima de sus gafas.
—¿Si?
—Quiero dimitir.
—¿Dimitir?
—Sí, dimitir.
—¿Y es usted un cartero regular?
—Sí —dije.
—Tsch, tsch, tsch, tsch, tsch, tsch, tsch —se puso a hacer este sonido con sus labios secos.
Me entregó los papeles necesarios y yo me senté a rellenarlos.
—¿Cuánto tiempo lleva en el Servicio de Correos?
—Tres años y medio.
—Tsch, tsch, tsch, tsch, tsch, tsch, tsch, tsch —siguió—, tsch, tsch, tsch, tsch…
Y eso fue todo. Volví a casa con Betty y descorchamos la botella.
Poco podía imaginarme que un par de años después volvería allí como empleado y que me pasaría cerca de 12 años jorobándome doblado sobre un taburete.