Una mañana temprano estaba clasificando en la caja junto a G. G. Así era como le llamaban: G. G. Su nombre real era George Greene. Pero durante años se le había llamado simplemente G. G. Había empezado de cartero a los veintipocos años y ahora andaba ya por los sesenta. Había perdido la voz. No hablaba. Graznaba. Y cuando graznaba, no decía gran cosa. No era apreciado ni despreciado.
Simplemente estaba allí. Su cara se había arrugado en extraños surcos y pliegues de carne poco atractivos. En ella no brillaba ninguna luz. No era más que un viejo tipejo que hacía su trabajo: G. G. Sus ojos parecían dos estúpidos pegotes de barro asomándose por las bolsas imprecisas de sus párpados. Era mejor no pensar en él, ni mirarle.
Pero G. G., debido a su veteranía, tenía una de las mejores rutas, por el distrito más lujoso. Las casas eran antiguas, pero enormes, la mayoría de dos pisos: Con amplios jardines de césped, cortado y regado por jardineros japoneses. Allí vivían varias estrellas de cine, un dibujante famoso, un escritor de éxito, dos ex gobernadores. En aquella zona nadie te hablaba nunca. Jamás veías a nadie. Sólo podías ver a alguien al principio de la ruta, donde las casas eran de menos lujo y los niños te molestaban. G. G. era soltero. Y tenía un silbato. Al comienzo de la ruta, se plantaba en la carretera, sacaba su silbato, que era bastante grande, y soplaba, silbando en todas las direcciones. Era para que los niños supiesen que estaba allí.
Llevaba dulces para ellos. Y los niños venían corriendo y él repartía los dulces mientras bajaba por la calle. El bueno de G. G.
Me enteré de esto de los dulces la primera vez que hice la ruta. A La Roca no le gustaba asignarme una tan fácil, pero a veces no tenía más remedio. Así que iba caminando por allí y entonces salió un niño y me dijo:
—¿Eh, dónde está mi caramelo?
Y yo dije:
—¿Qué caramelo, niño?
Y el niño dijo:
—¡Mi caramelo! ¡Quiero mi caramelo!
—Mira, niño —dije—, debes estar loco. ¿Te deja tu madre andar por ahí solo?
El niño se quedó mirándome de forma extraña.
Pero un día G. G. se metió en problemas. El bueno de G. G. Conoció a aquella niñita nueva del vecindario y le dio algo de dulce, diciendo:
—¡Vaya, eres una niña muy guapa! ¡Me gustarla tenerte para mí solo, nena bonita!
La madre lo había estado escuchando por la ventana y salió chillando, acusando a G. G. de corrupción de menores. No sabía nada de G. G., así que cuando le vio dar el dulce a la niña y hacer aquel comentario, le pareció un escándalo.
El bueno de G. G. Acusado de corrupción de menores.
Entré y oí a La Roca hablando por teléfono, tratando de explicarle a la madre que G. G. era un hombre decente. G. G. estaba sentado frente a su caja, como en trance, hundido.
Cuando La Roca acabó y colgó, le dije:
—No debería disculparse con esa mujer. Tiene una mente sucia y retorcida. La mitad de las madres americanas, con sus grandes y preciosos coños y sus preciosas hijitas, la mitad de las madres americanas tienen mentes sucias y retorcidas. Dígale que se meta la lengua por el culo. A G. G. no se le puede poner la picha dura, usted lo sabe.
La Roca meneó la cabeza:
—No, ¡el público es dinamita! ¡Auténtica dinamita!
Eso es todo lo que pudo decir. Ya había visto antes a La Roca postrándose y suplicando y dando explicaciones a cada majadero que llamaba acerca de cualquier tontería…
Estaba clasificando junto a G. G. en la ruta 501, que no era demasiado mala. Tenía que pechar con una buena cantidad de correo, pero era posible, y eso daba una esperanza.
Aunque G. G. conocía su caja de arriba a abajo, sus manos se iban haciendo cada vez más lentas. Simplemente había manejado demasiadas cartas en su vida, y su cuerpo, con sus sentidos adormecidos, se estaba finalmente rebelando. Varias veces durante la mañana le vi vacilar. Se paraba y se tambaleaba, entraba como en un trance, luego se recuperaba y ordenaba algunas cartas más. A mí no es que me cayese particularmente bien. Su vida no había sido muy valiente y se había ido convirtiendo en algo así como una masa de mierda. Pero cada vez que vacilaba, algo me estremecía. Era como un fiel y pundonoroso caballo que no pudiese seguir por más tiempo. O un viejo automóvil que se rindiese finalmente, una mañana.
El correo era pesado y, mientras observaba a G. G., sentí temblores de muerte. ¡Por primera vez en más de 40 años podía retrasarse en el reparto matinal! Para un hombre tan orgulloso de su empleo y su trabajo como G. G., aquello podía resultar una tragedia. Yo me había retrasado muchas veces en el reparto matinal, perdiendo la furgoneta, y había tenido que llevar las sacas de correo en mi coche, pero mi actitud era bastante diferente.
Vaciló de nuevo.
Por Dios, pensé, ¿es que nadie más que yo se da cuenta?
Miré a mi alrededor, nadie hacía caso. Todos, en alguna u otra ocasión, habían manifestado su afecto por él. «G. G. es un buen tipo». Pero el «viejo buenazo» se estaba hundiendo y a nadie le importaba. Finalmente, tuve menos correo frente a mí que G. G.
Quizás le pueda ayudar ordenando sus revistas, pensé. Pero vino un empleado y echó más correo delante mío, volviéndome a quedar a la altura de G. G. Iba a ser duro para los dos. Vacilé por un momento, luego apreté los dientes, estiré las piernas, encogí el estómago como alguien al que acabaran de darle un puñetazo y agarré un puñado de cartas.
Dos minutos antes de la hora de reparto, tanto G. G. como yo teníamos nuestro correo ordenado, nuestras revistas clasificadas y en la saca, así como el correo aéreo. Los dos íbamos a conseguirlo. Me había preocupado inútilmente. Entonces se acercó La Roca. Traía dos fajos de circulares. Le dio uno a G. G. y el otro a mí.
—Tienen que repartir esto —dijo, luego se fue.
La Roca sabía que no tendríamos tiempo de ordenar esas circulares antes de la hora del reparto. Fatigadamente corté los cordones que ataban las circulares y empecé a clasificarlas en la caja. G. G. permaneció allí sin moverse, mirando su fajo de cartas.
Entonces dejó caer la cabeza, dejó caer la cabeza sobre sus brazos y empezó a llorar sordamente.
Yo no podía creerlo.
Miré a mi alrededor.
Los otros carteros no prestaban atención a G. G. Estaban con sus cartas, atándolas, hablando entre sí y riéndose.
—¡Eh! —dije un par de veces—. ¡Eh!
Pero no miraban a G. G.
Me acerqué a G. G., le puse la mano en el hombro:
—G. G. —dije—. ¿Puedo hacer algo por ti?
Se levantó de un salto y salió corriendo hacia la escalera de los vestuarios. Le vi subir. Nadie pareció darse cuenta. Ordené unas cuantas cartas más, luego me dirigí también hacia las escaleras.
Allí estaba, con la cabeza hundida en los brazos sobre una de las mesas. Sólo que ya no lloraba sordamente. Ahora estaba gimiendo y sollozando. Todo su cuerpo se estremecía con espasmos. No podía parar.
Volví a bajar las escaleras, pasé a los carteros y llegué hasta el escritorio de La Roca.
—¡Eh, eh, Roca! ¡Por Dios, Roca!
—¿Qué pasa? —preguntó él.
—¡A G. G. le ha dado un ataque! ¡A nadie le importa! ¡Está allá arriba llorando!
¡Necesita ayuda!
—¿Quién está ordenando su ruta?
—¿A quién le importa eso? ¡Le digo que está enfermo! ¡Necesita ayuda!
—¡Voy a buscar a alguien que se encargue de su ruta!
La Roca se levantó de su escritorio, dio unas vueltas mirando a sus carteros como si debiera haber algún cartero extra en algún sitio. Entonces volvió a su escritorio.
—Mire, alguien tiene que llevar a ese hombre a casa. Dígame dónde vive y yo mismo lo llevaré en mi coche, luego repartiré el correo.
La Roca levantó la mirada.
—¿Quién está ordenando su caja?
—¡Oh, al carajo mi caja!
—¡VAYA A ORDENAR SU CAJA!
Entonces se puso a hablar con otro supervisor por teléfono:
—¿Hola, Eddie? Escucha, necesito que me envíes un hombre…
No habría dulces para los niños aquel día. Volví a mi sitio. Todos los otros carteros se habían ido. Empecé a ordenar las circulares. Sobre la caja de G. G. estaba su paquete de circulares sin desatar. Estaba otra vez retrasado. Había perdido la furgoneta. Cuando volví aquella tarde, La Roca me hizo un expediente de amonestación.
Nunca volví a ver a G. G. Nadie supo lo que le pasó. Tampoco nadie volvió a mencionarle. El «viejo buenazo». El hombre con dedicación. Degollado por un puñado de circulares de un supermercado local, con su oferta: un paquete de un famoso detergente de regio al presentar el cupón con cada compra superior a dólares.