Estaba de nuevo con resaca y estábamos pasando otra ola de calor, una semana a 40 grados todos los días. Seguía bebiendo cada noche, y por las mañanas temprano estaba La Roca y la imposibilidad de todo.
Algunos de los chicos llevaban salacots africanos con una tela para hacer sombra, pero yo iba siempre igual, lloviera o hiciera sol, con vestidos harapientos y unos zapatos tan viejos que los clavos me pinchaban continuamente los pies. Ponía pedazos de cartón, pero sólo ayudaban temporalmente, al poco tiempo los clavos se me comían de nuevo las plantas de los pies.
El whisky y la cerveza corrían fuera de mi, hechos una fuente en mis axilas, y yo continuaba con esta carga a mis espaldas, coma una cruz, sacando revistas, repartiendo miles de cartas, tambaleándome, soldado a los rayos del sol.
Una mujer me gritó:
—¡CARTERO! ¡CARTERO! ¡ESTO NO ES PARA AQUÍ!
Me di la vuelta. Ella estaba una manzana más abajo y yo ya iba retrasado.
—Mire, señora, deje la carta en el buzón. ¡La cogeré mañana!
—¡NO! ¡NO! ¡QUIERO QUE LA COJA AHORA!
La agitaba aparatosamente en el aire.
—¡Señora!
—¡VENGA A POR ELLA! ¡NO ES DE AQUÍ!
Oh, Cristo.
Dejé caer la saca. Me quité después la gorra y la arrojé contra la hierba. Se fue rodando hasta la calzada. La dejé y regresé andando hasta donde estaba la señora.
Media manzana.
Llegué y le arranqué la carta de la mano, me di la vuelta y regresé.
¡Era un folleto de publicidad! Correo de 4.ª categoría. Algo acerca de unas rebajas de ropa.
Recogí mi gorra y me la puse. Volvía colocar la saca sobre el lado izquierdo de mi columna y me puse a caminar. Cuarenta grados.
Pasé por delante de una casa y una mujer salió corriendo detrás mío.
—¡Cartero! ¡Cartero! ¿No tiene ninguna carta para mí?
—¿Qué le hace suponerlo?
—Porque mi hermana me ha llamado por teléfono y me ha dicho que iba a escribirme.
—Señora, no tengo ninguna carta para usted.
—¡Sé que la tiene! ¡Sé que la tiene! ¡Sé que está ahí dentro!
Empezó a agarrar un puñado de cartas.
—¡NO TOQUE EL CORREO DE LOS ESTADOS UNIDOS, SEÑORA! ¡HOY NO HAY NADA PARA USTED!
Me di la vuelta y me alejé.
—¡SÉ QUE TIENE MI CARTA!
Otra mujer estaba de pie en su porche.
—¿Llega tarde, no?
—Sí, señora.
—¿Qué le ha pasado al cartero de siempre?
—Se está muriendo de cáncer.
—¿Muriendo de cáncer? ¿Harold se está muriendo de cáncer?
—En efecto —dije.
Le entregué la correspondencia.
—¡FACTURAS! ¡FACTURAS! ¡FACTURAS! —gritó ella—. ¿ESO ES TODO LO QUE PUEDE TRAERME? ¿ESTAS FACTURAS?
—Sí, señora, eso es todo lo que puedo traerle.
Me di la vuelta y seguí andando.
No era culpa mía que usasen el teléfono y el gas y la luz y comprasen todas sus cosas con tarjeta de crédito. Encima, cuando les llevaba las facturas me gritaban a mí, como si yo les hubiera pedido que instalasen un teléfono, o tuviesen un televisor de 350 dólares sin tener dinero para pagarlo.
La siguiente parada fue un edificio de dos pisos, bastante nuevo, con diez o doce apartamentos. Los buzones estaban en fila bajo el porche. A1 fin un poco de sombra. Metí la llave en el buzón y lo abrí.
—¡HOLA, TÍO SAM! ¿QUÉ TAL ESTAMOS HOY?
Aullaba. No me esperaba aquella voz detrás mío, me cogió desprevenido. El tío me había chillado, y yo estaba resacoso, me encontraba nervioso. Pegué un salto del susto. Era demasiado. Saqué la llave de la cerradura y me di la vuelta. Todo lo que pude ver fue una puerta con una cortina. Alguien estaba allí detrás. Invisible y climatizado.
—¡Maldito cabrón! —dije—. ¡No me llames Tío Sam! ¡No soy Tío Sam!
—¿Oh, eres uno de esos tíos chulitos, eh? ¡Por dos perras saldría y te zurraría la badana! —dijo la voz.
Cogí mi saca y la arrojé al suelo. Cartas y revistas salieron volando por todas partes. Tendría que reordenar todo el cargamento. Me quité la gorra y la estampé contra el cemento.
—¡SAL DE AHÍ, HIJO DE PUTA! ¡OH, DIOS TODOPODEROSO! ¡SAL DE AHÍ! ¡SAL, SAL DE AHÍ!
Estaba dispuesto a matarle.
Nadie salió. No se oyó un solo sonido. Miré la puerta con la cortina. Nada. Era como si el apartamento estuviera vacío. Por un momento pensé en entrar. Luego me di la vuelta, me agaché y comencé a reordenar el correo. Era una tarea dura sin una caja de clasificación. Veinte minutos más tarde tenía todo ordenado. Metí algunas cartas en el buzón, dejé las revistas en el suelo del porche, cerré el buzón, me volví y miré de nuevo la puerta con la cortina. Seguía sin oírse nada.
Acabé la ruta, caminando, pensando, bueno, telefoneará y le dirá a Jonstone que le he insultado. Cuando llegue será mejor que esté preparado para lo peor.
Abrí la puerta y allí estaba La Roca en su escritorio, leyendo algo.
Me quedé allí de pie, mirándole, esperando.
La Roca me miró, luego volvió a bajar la vista hacia lo que estaba leyendo.
Yo seguí allí plantado, aguardando.
La Roca siguió leyendo.
—Bueno —dije finalmente—, ¿qué pasa?
—¿Cómo que qué pasa? —La Roca levantó la mirada.
—¡SOBRE LA LLAMADA TELEFÓNICA! ¡HÁBLEME DE LA LLAMADA TELEFÓNICA! ¡NO SE QUEDE AHÍ SENTADO COMO SI NADA!
—¿Qué llamada telefónica?
—¿No ha recibido una llamada telefónica acerca de mí?
—¿Una llamada telefónica? ¿Qué ha pasado? ¿Qué ha estado haciendo ahí fuera?
¿Qué ha hecho?
—Nada.
Me alejé y dejé la saca.
El tipo no había llamado. No había tenido valor. Probablemente pensó que yo volvería a por él si telefoneaba.
Pasé junto a La Roca al volver hacia la caja.
—¿Qué ha hecho ahí fuera, Chinaski?
—Nada.
Mi conducta había confundido de tal manera a La Roca, que se olvidó de decirme que había llegado con 30 minutos de retraso y amonestarme por ello.