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Me cambiaron la ruta otra vez. La Roca siempre me ponía en rutas duras, pero de vez en cuando, debido a inevitables circunstancias, se vela forzado a asignarme alguna menos criminal. La ruta 511 era bastante sencilla, y allí estaba yo pensando de nuevo en almorzar, el almuerzo que nunca podía zamparme.

Era un barrio residencial de verdad. Sin casas de apartamentos. Sólo casa tras casa con céspedes bien cuidados. Pero era una ruta mueva y yo me preguntaba continuamente, mientras caminaba, dónde estaría la trampa. Hasta el tiempo era agradable.

¡Dios mío, pensaba, voy a conseguirlo! ¡Un buen almuerzo y volver a mi hora! La vida, al fin, era soportable.

Aquella gente ni siquiera tenía perros. Nadie se asomaba a esperar el correo. No había oído una voz humana desde hacía horas. Quizás hubiera alcanzado mi madurez postal, fuese esto lo que fuese. Seguía mi camino, eficientemente, casi con dedicación.

Recordaba a uno de los carteros más viejos señalándose el corazón y diciéndome:

—Chinaski, algún día te atrapará ¡y te atrapará de aquí!

—¿Un infarto?

—Dedicación al servicio. Ya verás. Te enorgullecerás de ello.

—¡Cojones!

Pero el hombre lo decía sinceramente.

Pensé en él mientras seguía mi paseo.

Entonces apareció una carta certificada con acuse de recibo.

Subí y llamé al timbre. Una mirilla se abrió en la puerta. No podía ver la cara.

—¡Carta certificada!

—¡Apártese! —dijo una voz de mujer—. ¡Apártese para que pueda ver su cara!

Bueno, ya está, pensé, otra chiflada.

—Mire, señora, usted no tiene que ver mi cara. Sólo dejaré esta notificación en el buzón y usted podrá recoger su carta en Correos.

Traiga su documentación.

Dejé la notificación en el buzón y empecé a salir del porche.

La puerta se abrió y ella salió corriendo. Llevaba uno de esos camisones transparentes y no llevaba sostén. Sólo unas bragas azul oscuro. Tenía el pelo despeinado y erizado hacia afuera como si quisiera escapar de ella. Parecía que tenía puesta alguna especie de crema en la cara, especialmente debajo de los ojos.

La piel de su cuerpo era blanca como si nunca hubiese visto la luz del sol y su rostro tenía un aspecto insano. Su boca colgaba abierta. Llevaba un toque de lápiz de labios y tenía unas buenas tetas.

Capté todo esto mientras se abalanzaba sobre mí. Yo estaba metiendo la carta certificada de nuevo en la saca.

Ella gritó:

—¡DEME MI CARTA!

—Señora, tendrá que… —dije yo.

—Agarró la carta y se fue corriendo hacia la puerta, la abrió y entró.

¡Maldición! ¡No podías volver sin la carta certificada o el recibo firmado! Los cabrones siempre pedían firmas para todo.

—¡EH!

Fui tras ella y metí el pie en el quicio de la puerta justo a tiempo.

—¡EH, MALDITA SEA!

—¡Váyase! ¡Váyase! ¡Es usted un obseso sexual!

—¡Mire, señora! ¡Trate de comprender! ¡Tiene que firmarme el recibo de esa carta!

¡No se la puedo dar así! ¡Está usted robando el correo de los Estados Unidos!

—¡Váyase, maníaco!

Apoyé todo mi peso contra la puerta y entré de un empujón. Estaba oscuro. Todas las persianas estaban bajadas.

—¡NO TIENE DERECHO A ENTRAR EN MI CASA! ¡SALGA!

—¡Y usted no tiene derecho a robar el correo! ¡O me devuelve la carta o me firma el recibo, entonces me iré!

—¡Está bien! ¡Está bien! Firmaré.

Le señalé dónde tenía que firmar y le di un bolígrafo. Miré sus tetas y el resto del cuerpo y pensé, qué pena que esté chiflada, qué pena, qué pena.

Me devolvió el bolígrafo y el papel firmado con un simple garabato. Abrió la carta y empezó a leerla mientras yo me disponía a irme.

Entonces se cruzó delante mío en la puerta, con los brazos extendidos. La carta estaba en el suelo.

—¡Obseso, obseso, obseso! ¡Ha venido aquí para violarme!

—Mire, señora, déjeme…

—¡SE LE VE LA MALDAD ESCRITA EN LA CARA!

—¿Cree que no lo sé? ¡Ahora déjeme salir!

Con una mano intenté apartarla a un lado. Me clavó las uñas en una de las mejillas, bien. Solté la saca, se me cayó la gorra y mientras me ponía un pañuelo para limpiarme la sangre, ella me lanzó otro zarpazo y me rasgó la otra mejilla.

—¡TU, ZORRA! ¡QUÉ COÑO PASA CONTIGO!

—¿Lo ve? ¿Lo ve? ¡ES USTED UN MANÍACO!

Estaba pegada a mí. La agarré por el culo y pegué mi boca a la suya. Notaba sus tetas pegadas contra mi cuerpo. Ella apartó su cabeza hacia atrás.

—¡Violador! ¡Violador! ¡Maníaco violador!

Bajé con mi boca y agarré una de sus tetas, luego pasé a la otra.

—¡Violación! ¡Violación! ¡Me están violando!

Tenía razón. Le bajé las bragas, me desabroché la cremallera y se la metí, luego la llevé en volandas hasta el sofá. Caímos sobre él.

Levantó sus piernas bien alto.

—¡VIOLACIÓN! —gritaba.

Acabé, me abroché la cremallera, recogí el correo, y salí, dejándola mirando lánguidamente el techo…

No pude almorzar, y aun así llegué tarde.

—Lleva 15 minutos de retraso —dijo La Roca.

Yo no dije nada.

La Roca me miró.

—Dios todopoderoso. ¿Qué le ha pasado a su cara? —preguntó.

—¿Qué le ha pasado a la suya? —respondí.

—¿A qué se refiere?

—Olvídelo.