Las voces de la gente eran iguales, no importaba dónde llevaras el correo, siempre oías las mismas cosas una y otra vez.
—¿Llega tarde, no?
—¿Qué le ha pasado al cartero de siempre?
—¡Hola, Tío Sam!
—¡Cartero! ¡Cartero! ¡Esto no es para aquí!
Las calles estaban llenas de gente pánfila y demente.
La mayoría vivía en bonitas casas y no parecía que traba casen, y tú te preguntabas cómo lo habían logrado. Había un tipo que no te dejaba poner el correo en su buzón. Salía a la calle y te veía llegar desde dos o tres manzanas más allá. Se quedaba allí quieto y extendía la mano.
Les pregunté a algunos carteros que hacían habitualmente esa ruta:
—¿Qué le pasa a ese tío que se queda quieto en la calle y extiende la mano?
—¿Qué tío que se queda quieto y extiende la mano? —contestaron ellos.
Todos tenían también la misma voz.
Un día que hice aquella ruta, el tío-que-extendía-la-mano estaba media manzana más arriba. Estaba hablando con un vecino, entonces desvió la vista hacia mí, que estaba a más de una manzana de distancia, y supo que tenía tiempo para volver y esperarme en su sitio. Cuando me dio la espalda, empecé a correr. No creo que nunca hubiera repartido el correo tan rápido, a toda mecha, sin parar ni hacer pausa, iba a joderle. Tenía la carta medio metida por la hendidura de su buzón cuando se dio la vuelta y me vio.
—¡OH NO NO NO! —gritó—. ¡NO LA META EN EL BUZÓN!
Corrió como un loco calle abajo hacia mí. No podía ni verle los pies. Debió recorrer cien metros en 9 segundos.
Puse la carta en su mano. Le vi abrirla, caminar hacia el porche, abrir la puerta y entrar en su casa. Alguien tenía que explicarme aquello.