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El cartero favorito de La Roca era Matthew Battles. Battles jamás se presentaba con una sola arruga en la camisa. De hecho, todo lo que llevaba era nuevo, parecía nuevo. Los zapatos, las camisas, los pantalones, la gorra. Sus zapatos relucían realmente y nada de su ropa parecía que hubiera pisado todavía una lavandería.

Una vez que una camisa o un par de pantalones se arrugaban o manchaban un poco, los debía tirar.

La Roca nos decía a menudo mientras pasaba Matthew:

—¡Bueno, esto es un cartero!

Y lo decía en serio. Sus ojos casi se estremecían de amor.

Y Matthew trabajaba en su caja, erecto y limpio, lozano y bien dormido, con sus zapatos brillando victoriosamente, clasificando las cartas en la caja con alegría.

—¡Tú eres un cartero de verdad, Matthew!

—¡Gracias, señor Jonstone!

Una vez a las 5 de la mañana entré y me senté a esperar detrás de La Roca.

Parecía un poco hundido dentro de la camisa roja.

Moto estaba a mi lado. Me dijo:

—Cogieron a Matthew ayer.

—¿Que le cogieron?

—Sí, robando en el correo. Ha estado abriendo cartas para el Templo de Nekalayla y sacando dinero. Después de 15 años en el trabajo.

—¿Cómo le han cogido? ¿Cómo lo descubrieron?

—Las viejas. Las viejas mandaban cartas a Nekalayla con dinero y no recibían ninguna respuesta de agradecimiento. Nekalayla se lo comunicó a la Oficina de Correos y la Oficina puso sus ojos en Matthew. Le sorprendieron abriendo cartas abajo en el retrete, sacando el dinero.

—¿Con las manos en la masa?

—En pelotas. Le pillaron a plena luz del día.

Me eché hacia atrás.

Nekalaya había construido este gran templo y lo había pintado de un color verde espantoso, supongo que le recordaría al dinero, y tenía una oficina con un personal de 30 o 40 personas que no hacían nada más que abrir sobres, sacar cheques y dinero, anotar la cantidad, el remitente, la fecha y cosas así. Otros se ocupaban de enviar libros y panfletos escritos por Nekalayla, y su foto estaba en la pared, una gran foto con ropajes religiosos y larga barba. También había un cuadro muy grande suyo en lo alto de la oficina, observando.

Nekalayla aseguraba que una vez, mientras caminaba a través del desierto, se había encontrado con Jesucristo y que Jesucristo se lo había contado todo. Se habían sentado los dos en una roca y J. C. le había iluminado. Ahora él pasaba los secretos a todo aquél que pudiese pagarlos. También daba una misa todos los domingos. Sus ayudantes, que también eran sus discípulos, tenían que fichar en relojes de control.

¡Sólo había que imaginarse a Matthew Battles intentando burlarse de Nekalayla, el hombre que había estado con Cristo en el desierto!

—¿Se lo ha dicho alguien a La Roca? —pregunté.

—¿Estás bromeando?

Seguimos allí sentados alrededor de una hora. La caja de Matthew fue asignada a un auxiliar. Al resto se les asignaron otros trabajos. Me quedé solo, sentado detrás de La Roca. Entonces me levanté y me acerqué a su escritorio.

—¿Sr. Jonstone?

—¿Sí, Chinaski?

—¿Qué le ha pasado hoy a Matthew? ¿Está enfermo? La cabeza de La Roca cayó hacia abajo. Miró el papel que tenía en su mano y pretendió que lo seguía leyendo.

Volví a sentarme en mi sitio.

A las 7 de la mañana La Roca se dio la vuelta.

—No hay nada hoy para ti, Chinaski.

Me levanté y fui hacia la puerta. Me paré en el umbral.

—Buenos días, señor Jonstone, que tenga un día feliz. No contestó. Bajé hasta una tienda de licores y compré media pinta de whisky Grandad para el desayuno.