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Pero entonces empezó a llover de nuevo. La Roca me destinó a una cosa llamada Colecta Dominical, y si estáis pensando en que tenla algo que ver con la Iglesia, olvidadlo. Cogías en el garaje Oeste una furgoneta y una carpeta. En la carpeta te ponían las calles, a la hora en que debías estar allí y como llegar al siguiente buzón de colecta. Como: Beecher a las 2:32 p. m. y Avalon, 13 D2 (lo que quería decir tres manzanas a la izquierda y dos a la derecha) a las 2:35 p. m. y tú te preguntabas cómo podías recoger el correo de un buzón, luego atravesar cinco manzanas en 3 minutos y volver a vaciar otro buzón. A veces te llevaba más de minutos solamente dejar vacío un buzón. Y en las carpetas habían errores. A veces confundían un callejón con una calle y otras veces una calle con un callejón. Nunca sabías dónde estabas.

Era una de esas lluvias continuas, no fuerte, pero que nunca paraba. La zona por la que estaba conduciendo era nueva para mí, pero al menos habla bastante luz para leer la carpeta. Pero a medida que iba oscureciendo se iba haciendo más difícil leer (con la bombillita del interior de la furgoneta) o localizar los buzones. También estaba creciendo el agua en las calles, y varias veces, al bajarme, me había llegado por encima del tobillo.

Entonces se fundió la bombillita de la cabina. No podía leer la carpeta. No tenía la menor idea de dónde estaba. Sin la carpeta era como un hombre perdido en el desierto. Pero la cosa aún no era tan trágica, todavía no. Tenía dos cajas de cerillas y antes de ir a cada nuevo buzón, encendía una cerilla, memorizaba las direcciones y conducía hasta allí. Por una vez, había vencido a la adversidad, con Jonstone allí arriba en el cielo, mirando hacia abajo, contemplándome.

Entonces doblé una esquina, salté para vaciar un buzón y cuando volví, vi que la carpeta. ¡HABÍA DESAPARECIDO!

Jonstone que estás en los cielos, ¡ten piedad! Estaba perdido en la oscuridad y la lluvia. ¿Era yo realmente el idiota? ¿Tenía la culpa de las cosas que me ocurrían?

Era posible. Quizás yo fuese un subnormal que bastante suerte tenía con estar vivo.

La carpeta estaba pegada al salpicadero. Supuse que debía haber salido volando de la furgoneta en el último giro brusco que hice. Salí de la furgoneta con los pantalones enrollados hasta las rodillas y empecé a vadear por un río de agua de dos palmos de profundidad. Estaba oscuro. ¡Nunca encontraría la maldita cosa!

Seguí caminando, encendiendo cerillas, pero nada, nada. Se había ido flotando a la deriva. Al doblar la esquina tuve el sentido suficiente para mirar hacia dónde se movía la corriente y seguirla. Vi un objeto flotando, encendí una cerilla ¡Y ALLÍ ESTABA! La carpeta. ¡Imposible! Me dieron ganas de besarla. Regresé vadeando hasta el camión, subí, me bajé las perneras de mis pantalones y ajusté bien la carpeta al salpicadero. Por supuesto iba retrasado, pero al menos había recuperado su sucia carpeta. No estaba perdido en los suburbios de ninguna parte. No tendría que llamar a un timbre y preguntarle a alguien el camino de vuelta al garaje de la Oficina de Correos.

Ya vela a algún gilipollas sonriendo sardónicamente desde su puerta calentita.

—Bueno, bueno. ¿Usted es un empleado de correos, no? ¿No sabe cómo volver a su propio garaje?

Así que seguí conduciendo, encendiendo cerillas, saltando sobre remolinos de agua y vaciando buzones. Estaba cansado, mojado y resacoso, pero normalmente solfa estar así y podía vadear la fatiga tal como vadeaba las corrientes de agua. Pensaba continuamente en un baño caliente, en las bonitas piernas de Betty y, algo que me hacía seguir, en la imagen de mí mismo en un sillón, con una copa en la mano, y el perro levantándose para acercarse a mí, mientras yo le daba palmaditas en la cabeza.

Pero quedaba mucho. Las escalas en la carpeta parecían interminables, y cuando por fin se acabaron y dije «Ya está», arrancando el papel de la carpeta, vi que detrás había otra lista de paradas.

Con la última cerilla llegué a la última parada, deposité el correo en la estafeta indicada, y era un buen cargamento, y después regresé al garaje Oeste. Estaba en el extremo Oeste de la ciudad y por aquella zona la tierra era muy blanda, el sistema de drenaje no podía con el agua y cada vez que llovía durante un rato tenían lo que se llama una «inundación». Exacto.

Yendo hacia allí, el agua iba alcanzando más y más altura. Vi coches medio sumergidos y abandonados por todas partes. Muy bestia. Todo lo que quería era sentarme en ese sillón con el vaso de whisky en mi mano y contemplar el culo de Betty meneándose por la habitación. Entonces me encontré en un semáforo con Tom Moto, uno de los otros auxiliares de Jonstone.

—¿Por qué camino vas? —me preguntó Moto.

—La distancia más corta entre dos puntos, según me enseñaron, es una línea recta —le contesté.

—Mejor que no lo hagas —me dijo—. Conozco esa zona. Parece un océano.

—Tonterías —dije—, todo lo que hace falta es un poco de cojones. ¿Tienes una cerilla?

Encendí un cigarrillo y lo dejé en el semáforo.

¡Betty, nenita, ahí voy!

Sí.

El agua se hizo más y más profunda, pero las furgonetas de correos tenían buena altura de ruedas. Tomé el atajo a través de la zona residencial, a toda velocidad, haciendo volar el agua a mi alrededor. Seguía lloviendo, muy fuerte. No había ningún coche a la vista. Yo era el único objeto móvil.

Un tipo que estaba de pie en su porche me gritó riéndose:

—¡EL CORREO HA DE LLEGAR SIEMPRE!

Le insulté y le enseñé el dedo tieso.

Me di cuenta de que el agua estaba creciendo por encima del suelo de la furgoneta, haciendo remolinos alrededor de mis zapatos, pero seguí conduciendo. ¡Sólo faltaban 3 manzanas!

Entonces la furgoneta se paró.

Oh, oh. Mierda.

Intenté volverla a poner en marcha. Arrancó una vez, pero luego se caló. Después ya no respondió de ningún modo. Me quedé allí sentado mirando el agua, debía tener más de 80 centímetros de profundidad. ¿Qué debía hacer? ¿Seguir allí sentado hasta que enviaran una escuadrilla de rescate?

¿Qué decía el Manual de Correos? ¿Dónde estaba? No había conocido a nadie que hubiera visto jamás ninguno.

Cojones.

Cerré la furgoneta, me metí las llaves en el bolsillo y me metí en el agua, que me llegaba casi por la cintura, empezando a vadear hacia el garaje Oeste. Estaba todavía lloviendo. De repente el agua subió aún más. Me di cuenta de que estaba andando por un jardín al tropezar con una cerca. La furgoneta estaba aparcada en mitad del césped frontal de una casa.

Por un momento pensé que nadar sería más rápido; luego pensé, no, parecería ridículo. Conseguí llegar hasta el garaje, y me fui al despacho del encargado. Allí estaba yo, todo lo mojado que podía estar, y él me miró.

Le lancé las llaves de la furgoneta y las de contacto. Luego escribí en un pedazo de papel: 3435 de Mountview Place.

—Su furgoneta está en esta dirección. Vayan a recogerla.

—¿Quiere decir que la dejó allí fuera?

—Quiero decir que la dejé allí fuera.

Me fui y luego me quedé en calzoncillos y me puse delante de una estufa. Coloqué mi ropa junto a la estufa. Entonces miré al otro lado de la sala, y allí, junto a otra estufa, estaba Tom Moto en calzoncillos.

Los dos nos reímos.

—Es un infierno ¿no? —dijo él.

—Increíble.

—¿Crees que lo planeé La Roca?

—¡Demonios, sí! ¡Hasta se encargó de poner la lluvia! —¿Te has quedado atascado ahí fuera?

—Ya lo creo —dije.

—Yo también.

—Escucha, chico —le dije—, mi coche tiene 12 años. Tú tienes uno nuevo. Estoy seguro de que el mío estará calado. ¿Te importaría empujarme para que arranque?

—De acuerdo.

Nos vestimos y salimos. Moto se había comprado un coche nuevo tres semanas antes. Esperé a que su motor arrancara. Ni un sonido. Oh, Cristo, pensé.

El agua llegaba a los guardabarros.

Moto salió.

—No hay manera Está muerto.

Probé con el mío sin la menor esperanza. Hubo un poco de acción por parte de la batería, un pequeño chispazo, un gruñido ronco. Pisé el acelerador y probé de nuevo. Arrancó. Lo dejé rugir. ¡VICTORIA! Dejé que se calentara. Luego me puse a empujar el coche de Moto. Lo empujé durante kilómetro y medio. El cacharro ni siquiera echó un pedo. Lo empujé hasta un garaje, lo dejé allí y, cogiendo las calles más altas y secas, regresé al culo de Betty.