Cada ruta tenía sus trampas y sólo los carteros regulares las conocían. Cada día era una maldita cosa nueva, y tenías que estar siempre listo para alguna violación, asesinato, perros, o alguna locura de cualquier clase. Los regulares no te contaban nunca sus pequeños secretos. Ésa era la única ventaja que tenían, aparte de conocerse su ruta a ciegas, con la consiguiente facilidad para ordenar sus cajas de correo. Era la muerte para un empleado nuevo, especialmente para uno que se pasaba la noche bebiendo, se iba a la cama a las 2 de la mañana, y se levantaba a las 4:30 después de follar y cantar prácticamente durante toda la noche, bueno, lo que se podía.
Un día estaba en la calle y el reparto estaba yendo bien, aunque la ruta era nueva para mí, así que pensé, Cristo, quizá por primera vez en dos años pueda tomarme el almuerzo.
Tenía una resaca terrible, pero todo siguió yendo bien hasta que llegó un puñado de correspondencia dirigida a una iglesia. En la dirección no venía el número de la calle, sólo el nombre de la iglesia y el bulevar al que daba. Subí, resacoso, los escalones. No pude encontrar ningún barzón ni a nadie. Sólo algunas velas encendidas. Pequeños cuencos para mojar los dedos y el púlpito vacío contemplándome, y todas las estatuas, de color rojo pálido, y azul y amarillo. Las claraboyas cerradas, la mañana apestosa y tórrida.
Oh, Cristo, pensé.
Y salí fuera.
Di la vuelta a la iglesia hasta un lateral y encontré unas escaleras que bajaban. La puerta estaba abierta y bajé. ¿Qué fue lo que descubrí? Una fila de retretes. Y duchas. Pero estaba oscuro. Todas las luces estaban apagadas. ¿Cómo demonios esperaban que un hombre pudiese encontrar un buzón en la oscuridad? Entonces descubrí el interruptor de la luz. Lo presioné y las luces de la iglesia se encendieron, dentro y fuera. Entré en la siguiente habitación y encontré ropas de cura extendidas en una mesa. Había una botella. De vino.
Cogí la botella y eché un buen trago, dejé las cartas sobre los ropajes y volví hacia los retretes. Apagué las luces y eché una cagada en la oscuridad mientras fumaba un cigarrillo. Pensé en darme una ducha, pero podía ver los titulares: CARTERO SORPRENDIDO BEBIENDO LA SANGRE DE CRISTO Y DUCHÁNDOSE, EN UNA IGLESIA CATÓLICA ROMANA.
Así que, finalmente, no tuve tiempo de almorzar y, cuando volví, Jonstone redactó una amonestación por haber llegado 23 minutos tarde.
Descubrí tiempo después que el correo de la iglesia se dejaba en la casa parroquial que había en la esquina. Pero al menos ya conozco un sitio donde cagar y ducharme cuando vengan malos tiempos.