Hubo otro pastor alemán. Era un verano abrasador y vino SALTANDO desde un patio trasero y entonces se ABALANZO volando por el aire. Sus dientes chocaron, fallando por un pelo en seccionarme la yugular.
—¡OH, CRISTO! —chillé—. ¡OH, DIOS MÍO! ¡ASESINO! ¡ASESINO! ¡SOCORRO!
¡ASESINO!
La bestia se revolvió y saltó de nuevo. Le pegué en la cabeza en pleno vuelo con la saca del correo, haciendo volar cartas y revistas. Estaba preparándose para abalanzarse otra vez cuando dos tipos, los dueños, salieron y lo agarraron.
Entonces, mientras me miraba y gruñía, me agaché y recogí las cartas y revistas que tenía que repartir en la siguiente casa.
—Malditos hijos de puta, están locos —les dije a los dos tipos—, ese perro es un criminal. ¡Desháganse de él o apártenlo de la calle!
Me hubiera pegado con ellos, pero el perro seguía gruñendo y debatiéndose entre los dos. Me fui al porche siguiente y volví a ordenar el correo sobre las rodillas.
Como de costumbre, no tuve tiempo de comer, y aun así regresé con cuarenta minutos de retraso.
La Roca miró su reloj:
—Llega 40 minutos tarde.
—Tú no llegarás nunca —le dije.
—Eso le va a valer un expediente.
—Cómo no, Roca.
Ya tenía el impreso en la máquina de escribir y lo estaba rellenando. Mientras yo estaba sentado ordenando el correo y sellando los recibos, se levantó y me tiró el papel delante de las narices. Estaba harto de leer sus expedientes de amonestación, y sabía por mi viaje a la central que cualquier protesta era inútil. Sin mirarlo, lo arrojé a la papelera.