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—¡Chinaski! ¡Coja la ruta 539!

La más dura de la estafeta. Casas de apartamentos con innumerables buzones con los nombres medio borrados, o sin nombres siquiera, bajo la luz de miserables bombillitas en oscuros corredores. Viejas en las puertas, de un lado a otro de las calles, haciendo la misma pregunta como si fueran una sola persona con una sola voz:

—¿Cartero, tiene alguna carta para mí?

Y te daban ganas de gritar:

—¿Señora, cómo coño voy a saber quién es usted o quién soy yo o quién es nadie?

El sudor corriendo, la resaca, la imposibilidad de cubrirlo todo, y Jonstone allí con su camisa roja, sabiéndolo, disfrutando, pretendiendo que lo hacía para reducir gastos. Pero todo el mundo sabía por qué lo hacía. ¡Oh, qué buen hombre era!

La gente. La gente. Y los perros.

Dejadme que os hable de los perros. Era uno de esos días con una temperatura de casi 40 grados y yo estaba haciendo el recorrido, sudando, enfermo, al borde del delirio, resacoso. Me paré en un pequeño edificio de apartamentos con los buzones abajo, a lo largo del corredor. Abrí con mi llave. No se oía una mosca. Entonces sentí algo que me hurgaba en la entrepierna, iba subiendo hacia arriba. Miré y vi un pastor alemán, bien crecido, con su hocico debajo de mi culo. Con un movimiento de mandíbulas me podía arrancar las pelotas. Decidí que aquella gente se iba a quedar sin recibir el correo aquel día, y quizás para siempre. Hostia, lo que quiero decir es que aquel bicho no paraba de hundir el hocico por allí. ¡SNUFF! ¡SNUFF!

¡SNUFF!

Volví a poner el correo en el capazo de cuero y luego muy lentamente, mucho, di medio paso hacia atrás. El hocico me siguió. Entonces di un paso completo lento, muy lento. Luego otro. Luego me quedé quieto. El hocico quedó fuera. Estaba allí delante mío, mirándome. Quizá no había olido nunca nada igual y no sabía bien lo que hacer.

Me alejé sin prisas.