8

Laura, a mi lado, lee Los perros negros, de Ian McEwan, porque yo se lo recomendé. Todavía compartimos la casa, todavía compartimos el lecho. Es ridículo.

—He encontrado ya un apartamento —miento—. Me trasladaré a primeros de mes.

—Ah, bien, me alegro —responde ella, sin abandonar la lectura, y su actitud indiferente se me antoja de lo más mordaz.

Me enfrasco en la contemplación del periódico. Me empeño en recrear, con mi imaginación y mi memoria, el encuentro con ella. Ella es todavía la señora Linde. Me niego a darle un nombre, a llamarla por su nombre, para no romper ningún ensalmo. Me estoy comportando de forma supersticiosa.

Los dos entrando en la habitación del hotel de tres estrellas. No recuerdo cómo era la habitación, mis ojos sólo la atendían a ella. Sólo sé que la estancia me pareció muy pequeña y, más tarde, el edredón muy pesado. Sólo tenía ojos para ella, que se volvía hacia mí con esa mirada de soslayo que luego repetiría junto a la bañera, que luego repetiría en el escenario, cuando acudí a ella y se apartó los cabellos para ponérselos detrás de la oreja. En aquel momento, el reojo me pareció travieso y generoso. Me pareció una invitación. Le puse mi mano izquierda en la nuca, bajo la coleta, y la besé. Invadí su boca con mi lengua y mi saliva, y ella correspondió. Llevé mi mano derecha a su cintura. La introduje bajo la camiseta rosa descolorida, mal lavada, y me apoderé de un pecho libre, de pezón erecto.

¿Por qué tengo tantas ganas de repetir mi experiencia con ella? ¿Por qué no me busco a alguien con quien sustituirla? ¿Por qué no hago caso, de una vez, de las miradas insinuantes que me dirige la chica que hace de Doncella, esa rubia tetuda y descarada?

De pronto, me sorprendo muy excitado, con la necesidad de envergar inmediatamente. Miro a Laura de reojo. Me pregunto cómo reaccionaría si supiera lo que me está sucediendo. Siempre fuimos muy liberales. Aquel tío que hacía el papel de Jimmy Porter, ¿cómo se llamaba? Alguna vez me había montado Laura alguna escena de celos, pero nunca llegó la sangre al río. Ahora lo entiendo todo. Jimmy Porter le dio por el culo tres años antes que yo. El guarro de Jimmy Porter. Y yo ni olérmelo. Y todavía se permitía hacerme escenas de celos. Aquella vez que, borracho y torpe, me llevé del vernissage a la pintora alemana y tardé dos días en aparecer por casa. Estaba seguro de que Laura me exigiría el divorcio, llegué dispuesto a pedirle perdón de rodillas y resultó que lo único que le preocupaba era el qué dirán. En la discusión que siguió, prácticamente vino a decirme que me daba libertad de hacer lo que quisiera con otras mujeres siempre y cuando supiera guardar las apariencias. Probablemente, no era eso lo que sentía. Aunque en aquella época Jimmy Porter se entregara a toda clase de aberraciones con ella. Probablemente estaba guardando las formas al decirme todo aquello, formas de gente civilizada, progresista, liberal, con el único objeto de conservarme a mí, la estabilidad del hogar y de una calidad de vida que tanto nos había costado alcanzar. Jimmy Porter sodomizándola, sometiéndola a toda clase de vejaciones, y ella diciéndome que guardara las formas.

En otra ocasión, más sincera, me dijo que o todos moros o todos cristianos. Literalmente, que si yo sentía curiosidad por saber cómo la chupaban otras mujeres, ella también tenía deseos de conocer otros sabores genitales. ¿En qué estaría pensando, si por aquel entonces ya lo había hecho todo con Jimmy Porter? El plural me sugería multitud de genitales, cada uno ocupando un acceso distinto. Por delante, por detrás, por la boca. Tal vez dos en cada orificio, si es que eso era posible, mientras ella masturbaba a dos manos, a dos pies. Y yo, iluso, que me ofendí y me negué. Se me subió la sangre a la cabeza sólo de pensar que Laura podía darle un beso con lengua a otro tipo. Dios mío, qué ridículo. La amenacé. Gritamos mucho. Qué comedia, por favor. Lloramos. Llegamos a un pacto. Ni tú ni yo. Nos queríamos y era una insensatez continuar poniendo en peligro nuestra felicidad y todo lo que habíamos construido juntos. Simples palabras, claro. En aquella época, yo tenía un lío con una actriz, frívola y cómoda, francamente confortable, un lío que podía haber llegado a ser eterno. Era Lady Macbeth. Nos encontrábamos de vez en cuando, casi casualmente, hacíamos unas cuantas marranadas divertidas y luego vivíamos nuestras vidas sin más problemas. Un asunto así no se echa por la ventana de buenas a primeras. Era demasiado gratificante, demasiado sencillo, demasiado inofensivo. Supongo que Laura pensaría lo mismo de su amante de entonces, puesto que me había confesado que había estado liada con Macbeth. Yo creía que un asunto así incluso era sano para la vida conyugal. Era tan espontáneo, tan inocuo, que no se le podía llamar adulterio y, a la vez, servía de vacuna contra cualquier otra clase de relación peligrosa. Eso pensaba yo. Probablemente, si hubiera continuado mis relaciones con la cómoda Lady Macbeth, no habría ocurrido lo que ocurrió con la señora Linde.

Pienso en lo que harían Laura y Macbeth y me sobreviene una erección importuna. Con la vista fija en una noticia sin sentido del periódico, recurro de nuevo a la memoria y a la imaginación. Paso de los ofensivos orgasmos de Laura con otros al beso ansioso, en el hotel de tres estrellas, a las babas mezcladas y las lenguas entrelazadas, a mi mano, que abandonaba la teta hecha a la medida de mis dedos para bajar por la cintura, acariciar el vientre, introducirse bajo el elástico de la falda y el elástico de la braguita y encontrar al fin la espesa mata de vello y la humedad de otros labios. Ella no reaccionó, de momento, si no es separando ligeramente los muslos para favorecer la exploración de mis dedos.

Cuando aparté mi boca de la suya, expelió aire con un suspiro que hacía presagiar gemidos apasionados. Le mordisqueé el cuello y murmuré, cerca de su oreja:

—Déjame hacer. Quiero que tengas un orgasmo tú sola, tú primero. Déjame hacer.

Me arrodillé, y tiré de su falda y de sus bragas. Le quité yo las bragas, en actitud de adoración, de forma que la imagen de ella quitándoselas, inclinada, pendulando sus pechos libres, es pura imaginación, o confusión, o quién sabe si premonición. Se liberó ella de la camiseta por la cabeza, con gesto resuelto y atrevido, mientras yo la empujaba suavemente hacia la cama. Se sentó en ella, y se dejó caer de espaldas con perezoso abandono, en generosa oblación. Yo, siempre de rodillas, puse mis hombros bajo sus muslos y ataqué con la lengua la dulce abertura de olor acre y embriagador. Gimió cuando lamí, de abajo arriba, de arriba abajo, sorbiendo sus jugos, lubricando con los míos. Se estremecía, movía las caderas con vaivén instintivo, animal. Le metí la lengua, y la sentí insuficiente para aquellas profundidades, y traté de imprimirle toda la imaginación, la agilidad y la movilidad de que fui capaz. Aun así, me pareció que ella se impacientaba y exigía más. Me veo ridículo, con la lengua fuera, la punta de la nariz hincada en su clítoris, el cuello estirado, de cabeza en su entrepierna, sofocándome en su sexo. Ella vibrando de placer, enajenada, lejana, del lado de allí, y yo solo, en esta orilla, afanándome como un esclavo para conseguirle placer. ¿Qué placer obtiene el que obsequia con un cunnilingus? Me veo abyecto y degradado, y no recuerdo que jamás anteriormente me hubiera visto en posición ni situación semejantes. Me parece que encuentro respuesta a los enigmas que se me plantean: la solución está ahí, en mi abyección, en mi sumisión. Por eso, ella se había permitido empezar a dar órdenes de inmediato. Por eso la obedecí sin rechistar. Me había dominado. No sé cómo, pero había conseguido que yo le ofreciera mi cuello, y me lo había pisado, había puesto en cuestión mis creencias, mi trabajo, había precipitado el fin de mi matrimonio, y un mes después no había levantado aún su bota de mi cabeza. Ella gimoteaba, gritaba, pedía más y más, y yo, temeroso de que mi lengua no le proporcionara todo lo que ella esperaba, retrocedí, puse las manos contra la cara interior de sus muslos, se los separé e introduje los dos pulgares a la vez, a fondo. Experimentó una especie de sacudida eléctrica que se extendió, a través de mis dedos y de mis brazos, hasta el centro de mi organismo. De pronto se tensaban mis calzoncillos y mis pantalones como nunca lo habían hecho. Solté mi presa, con miedo de que protestara, o me riñera, o me agrediera. Empecé a desnudarme de prisa, torpemente. Se incorporó como impulsada por un resorte, irradiando energía y calor su cuerpo delgado, y fue entonces cuando me ordenó:

—Descuelga ese espejo. Ponlo ahí. Quiero verme. Quiero que nos veamos.

Enardecido, salto de la cama. En el dormitorio no tenemos espejo, de modo que voy al cuarto de baño y descuelgo el que hay allí. En mi precipitación, derribo los frascos que se alinean en la repisa, y unos caen en la pila del lavabo, y otros se estrellan contra el suelo. Regreso apresuradamente al dormitorio donde Laura, sorprendida, me pregunta:

—¿Pero qué estás haciendo?

«Espera, ponte así», me había dicho ella, mi perversa y dominante señora Linde.

—Espera, ponte así —le digo a Laura.

Ella quiere resistirse, «¿pero estás loco?, ¿pero no estamos separados?, ¿no dices que no me quieres?».

—Vamos, vamos. Mira cómo estoy.

Me he quitado el pijama. Muestro de forma ostentosa mi espolón engarabitado, y bailo para que se mueva de un lado a otro. Ella sonríe. Tristemente, pero consigo hacerla sonreír. Se me ocurre que estos días ha llorado nuestra separación en secreto y en silencio, nunca lloraría en mi presencia ni a gritos; pienso que la separación es traumática para ella, y que ahora corre el riesgo de hacerse ilusiones.

Es cruel apartar de un tirón la ropa de la cama, es cruel abalanzarme sobre ella y besarla en el cuello y en los labios como un poseso. Pero ella me acoge, y abre la boca y mezclamos alientos y jadeos, y echa el libro a un lado y se me ofrece, generosa, imprudente. Es cruel quitarle el camisón y hacerla disfrutar de la suavidad de su piel contra la mía.

—No, no, no. Espera, ponte así. Mira. Yo me echo boca arriba aquí y tú de cara al espejo, mirándote al espejo…

—Pero yo quiero mirarte a ti. Quiero verte la cara.

—Haz lo que te digo, por favor. Dame la espalda. Mírate en el espejo. Acaríciate los pechos.

Laura descarada, desnuda, pierniabierta, penetrada, disfrutando ante el espejo, y yo a su espalda, lejano, ausente, moviendo la cabeza en un intento grotesco de contemplar el espectáculo, como el señor bajito que, en un desfile, ha tenido la desgracia de ir a parar detrás de otro, mayor que él en estatura y dignidad.

—Pero es que así no te veo. Es como si me estuviera masturbando, yo sola…

Y yo dejo caer la cabeza sobre la almohada y mirando al techo me vacío, me vacío, y me parece, iluso, que ahora ya lo entiendo todo.