Nos gustaba hablar de cuando nos conocimos, y nos formábamos la imagen falsa de dos adolescentes inexpertos en sus primeros ejercicios sexuales. En realidad, para entonces los dos estábamos ya casados. Nuestra iniciación fue adúltera, furtiva y vergonzante. Laura y su marido y yo y mi esposa coincidimos en la ceremonia de entrega de no sé qué premios de publicidad, o de cine, o de televisión, y simpatizamos de inmediato. Laura y mi mujer habían sido compañeras de estudios, en la Facultad de Filosofía y Letras, y guardaban muy buen recuerdo la una de la otra. El marido de Laura era productor de publicidad, un tipo muy ingenioso y brillante, que en un principio me llegó a subyugar más que su esposa.
Cenamos juntos un sábado y, durante la cena, quedamos en ir al día siguiente a no sé qué espectáculo imprescindible y, a la salida del espectáculo, decidimos ir juntos a esquiar el fin de semana siguiente. Disfrutamos juntos de aquella temporada de esquí y, luego, instauramos una cena semanal, y Laura y mi esposa se iban de compras y yo y el productor de publicidad jugábamos a squash.
Laura escribió la versión de Les noces de Fígaro que monté yo. Primero monté su versión y luego, mucho más tarde, la monté a ella.
Ninguno de los dos recuerda cuál fue el que se descalzó en el transcurso de una cena y puso su pie sobre el pie del otro y lo dejó allí un rato, como un simple e inofensivo apretón reconfortante y cómplice. Si fue Laura, durante la cena siguiente se llevó una sorpresa al notar que yo tomaba la misma iniciativa colocándole el pie entre los muslos. Me miró desde el otro lado de la mesa, sin sorpresa, y apretó los muslos, acogiendo mi caricia calurosamente.
Tardamos mucho en revolver juntos unas sábanas. Yo llegué a creer que no lo haríamos nunca. Mi primer orgasmo con ella fue en una fiesta a la que no había podido asistir mi mujer y, durante la cual, su marido se emborrachó hasta el delirio. Nos encontramos sentados el uno junto al otro, en un sofá, en un rincón olvidado y, mientras hablábamos de nonadas, tomé su mano, se la besé y la coloqué sobre mi sexo ansioso. Me dijo: «Tengo que llevarlo a casa», refiriéndose a su marido. Le di a entender, sólo con la mirada, que me parecía una excusa torpe, un rechazo que enaltecía mis celos. «Tengo que dedicarme a él, hoy no puedo estar por ti». Estaba a punto de manifestar mi contrariedad cuando me desabrochó la bragueta y me masturbó. Obedeció, sumisa, mis instrucciones. «No, así no, así». Aprendía de prisa. Y no parecía dispuesta a pedir nada a cambio. Mirábamos a derecha e izquierda, temiendo que alguien entrara en la estancia y nos sorprendiera. Se nos olvidó el beso en la boca.
La segunda vez fue en el cine. Habíamos ido solos, ella y yo, porque ponían una película muy rara «que no debía de interesar a nuestros cónyuges pero que, a nosotros, nos serviría para poner en orden algunos elementos de nuestro próximo montaje». «Límpiame», le pedí por primera vez, como lo pediría a partir de entonces siempre que necesitaba el calor de su mano. Dios mío, qué bien lo hacía. Qué bien lo hace. Nunca podré prescindir de su mano de experta ordeñadora.
De vez en cuando, me preguntaba yo qué placer debía de experimentar ella al masturbarme. Me parecía demasiado generosa y me ponía en evidencia, ante mí mismo, como aprovechado egoísta. Quería darle algo a cambio y no sabía qué, y permitía que la idea me obsesionara e interfiriera cuando recreaba sus manipulaciones, en su ausencia. Cuando le pregunté, me dijo que se masturbaba a solas, luego, pensando en mí. Alguna vez probé a meter la mano bajo su falda y su braga y estimular su botón sensible, pero se resistió. Dijo: «No te esfuerces, no hace falta, yo ya sé ser feliz».
Continuamos yendo al cine sin nuestros cónyuges. Elegíamos películas que ellos no irían a ver jamás y que nosotros sólo podíamos soportar con la excusa de un futuro montaje, que se suponía que habíamos de escribir juntos. Así, asistimos a cataclismos estrepitosos y exasperantes de Terminators y Aniquilators y Junglas de Cristal Uno, Dos, Tres, de los que salíamos con dolor de cabeza y taquicardia. Alguna vez nos metimos en algún cine X, pero no nos gustó la experiencia. Los hombres y mujeres que se entrelazaban en la pantalla, entre gritos y susurros, aceleraban mis erecciones y se apropiaban de mi orgasmo, y volvían pedestre una experiencia que en otras circunstancias resultaba sublime. El mérito y la satisfacción de verdad estaban en conseguir eyaculaciones gloriosas e interminables enfrentado a la torpe estolidez de filmes pensados para jóvenes norteamericanos descerebrados.
Está claro que, en lugar de ir a ver aquellas películas, podríamos habernos metido en un hotel para compartir placeres, pero ni siquiera consideramos esa posibilidad. Era como si hubiéramos descubierto una nueva forma de amor, una forma propia cuyo secreto sólo conocíamos nosotros, porque la habíamos descubierto nosotros, que se adecuaba a nuestras necesidades y que nos proporcionaba un bienestar que ninguna otra práctica podía suplir. Por un tiempo, pensé, incluso deseé, que nuestras relaciones se limitarían a aquellas aberraciones cinematográficas. La penetración y el orgasmo compartido en la cama serían privativos de mi legítima esposa (una forma de fidelidad) y con Laura me limitaría a la masturbación manual y clandestina. Ojalá que nada cambiara, que no se estropearan las cosas, ojalá que Laura nunca se me pervirtiera abriéndose de piernas. Fantasías. Tanta felicidad nunca puede ser eterna.
Un día, por sorpresa, me encontré siguiéndola escaleras arriba, en dirección a su piso, estupefacto, víctima de una encerrona del estilo de «Vamos a buscar unos jerséis, que más tarde refrescará». Nuestros respectivos se quedaron en el coche y allí estaban esperando mientras nosotros subíamos al piso, Laura y yo solos, con las entrepiernas vibrantes y expectantes, el susto acelerando corazones, adrenalina vivificante corriendo por todo el cuerpo y entorpeciendo nuestras mentes. Teníamos que hacerlo, no cabía la menor duda, «algo rápido», era inevitable, aunque no me podía imaginar dónde. Nos veía, ridículos, en las sillas del comedor, una junto a la otra, los dos frente al televisor para remedar lo mejor posible nuestro habitual teatro de operaciones. Ella masturbándome en su propia casa, en su propia cama, quizá chupándomela con voracidad (por primera vez me permití ese devaneo, la imaginé usando la boca en lugar de la mano y tuve una especie de mareo), y su marido y mi mujer abajo, en el coche, hablando de esto y de aquello.
Algo sospeché. Creo que algo sospeché. No era normal aquella situación. Laura había dicho: «Ven, creo que encontraré algo de tu talla» y yo había bajado del coche y la había seguido como si fuera lo más normal del mundo. ¿Acaso no íbamos juntos al cine? Me sentí incómodo al dejar a mi mujer en el coche, a solas con el marido cornudo, pero atribuí esa sensación a la excitación del adulterio. «Tenemos que hacerlo. Algo rápido». Su marido no había dicho: «Deja, ya voy yo». Qué raro. Yo no miré a mi mujer, pero tal vez ella me mirase como preguntando: «¿Dónde vas?». Laura me había invitado. Negarme a ir hubiera sido una grosería. Creo que sospeché algo, pero no sé qué, en todo caso la sospecha no tuvo ningún poder disuasorio.
Temblábamos al cerrar la puerta. Laura pegó su pecho al mío y me ofreció su boca abierta. Y yo vi las maletas en el recibidor.
—¿Y eso? —La sospecha se volvía certeza.
—Mi marido. Se va. Lo sabe todo.
Me besó en los labios, me los lamió, me besó en el cuello, bajo la oreja. Me abrazaba con toda la calidez de su cuerpo ávido. Como, en experiencias anteriores, su mano se adaptaba a mi falo y, con su apretón, le daba consistencia y razón de ser, igual su cuerpo y sus brazos se apoderaron de mí y me privaron de toda razón de vivir que no fuera aquel allí y aquel entonces. Como, en experiencias anteriores, aquella palma en la que yo había escupido me lubricaba la cabeza de la verga, despertando sensaciones de placer punzante e insoportable en su cuello y en el frenillo, así me lubricó cuello y mejillas y labios y ojos y frente con su lengua ansiosa, y me fundí.
Su marido lo sabía todo. Si lo sabía todo, se lo diría a mi esposa, tal vez se lo había dicho ya, tal vez se lo estaba diciendo en aquellos precisos instantes, en el coche. «¿Sabes lo que están haciendo Laura y tu marido?». La boca de Laura venciendo sobre la mía, su lengua trenzándose con la mía, nuestros cuerpos pidiendo a gritos, a llamaradas, satisfacción inmediata.
—Vamos. —Laura se separó de mí, me sonrió. Era su gran día. «Vamos a ver si encontramos algo de tu talla». La encerrona. Manteniéndose frente a mí, embellecida por la excitación animal, me tenía sujeto de las manos y me arrastraba hacia el interior de su casa, que pronto sería la mía—. Dice mi marido que tu mujer la chupa de maravilla. Ahora verás cómo la chupo yo.
Mirada destructiva, la de Laura. Mirada arrasadora. Adiós a mi esposa, adiós a mi matrimonio, adiós a mi vida, adiós a las masturbaciones cinematográficas. Al llegar al dormitorio, Laura se abrió la blusa, se abrió de piernas y una nueva vida se abría ante mí. Yo no tenía elección. No hubiera soportado la soledad después de aquella ruptura brutal, involuntaria y traumática. No hubiera podido vivir solo.
Tuve miedo de que el cuerpo no me respondiera en aquellas turbulentas circunstancias. Por eso, en medio de las primeras efusiones, le ordené que se abandonara a mí, que quería proporcionarle un orgasmo en solitario como ella me había proporcionado tantos, «quiero sentir cómo te estremeces antes de estremecernos juntos».
Se abrió la puerta del futuro, en un ángulo de ciento ochenta grados, tan abierta como era posible, echada Laura boca arriba sobre la cama, las piernas dobladas, los pies apoyados en el suelo, científicamente calculado todo para que mi lengua entrase tanto como fuera posible. Qué corta es la lengua para estos menesteres, qué insuficiente para la penetración, por mucho que abras la boca, por mucho que con la boca abarques toda la abertura del sexo y que te esfuerces hasta que te duelen las comisuras y la garganta como si alguien tirase de tu lengua con unas tenazas.
Así, postrado de rodillas, viví la primera invasión, el primer estremecimiento, sus primeros gritos, el sabor embriagante de sus primeros jugos.
Se abrió la blusa, se abrió de piernas y una nueva vida se abría ante mí. Se abrió la puerta del futuro, en un ángulo de ciento ochenta grados, y entré en ella emocionado aún por la nostalgia de lo que fue y ya no era, prometiéndome que en nuestras relaciones futuras siempre habría un resquicio para la masturbación de sus dedos sabios, y me prometí que yo también aprendería a «limpiarla», porque amor con amor se paga, con la misma habilidad enloquecedora con que ella me «limpiaba» a mí.