Estoy obsesionado. Enfermo.
Sus piernas abiertas en un ángulo de ciento ochenta grados, mostrando la cara oculta de los muslos y la abertura golosa, rodeada de vello hirsuto, negro y excesivo, donde se atrafagaba mi miembro henchido. «No, ponte así». Descarada, desnuda, pierniabierta, penetrada en la imagen del espejo que me había hecho descolgar y colocar contra la pared, frente a la cama. Se me van los ojos hacia todos los escotes de las mujeres que se cruzan conmigo en la calle o que me saludan, o que se sientan frente a mí en un restaurante. Actitud de viejo lúbrico e impotente. ¿Por qué? ¿Tan hermoso es el busto de ella, de mi señora Linde? Escotes en pico, atrevidos y reprimidos a la vez, escotes redondos que aprisionan pechos excesivos y producen una regocijante sensación de ahogo y de reventón inminente, ranuras profundas asomando entre puntillas, camisetas ajustadas que, en relieve, delatan diferentes tipos de sujetadores, o modelan pechos desnudos resaltando fielmente el pezón. Se me van las manos, ansío posarlas sobre ese muestrario infinito de tetas, tiemblo enfebrecido, anhelo amasarlas, pellizcarlas, se me hace la boca agua cuando pienso en devorarlas a dentelladas. Pero, detrás de esa obsesión, no se encuentra ninguna de las mujeres desconocidas. Las mujeres desconocidas no existen. No despiertan nada en mí. Detrás de mi delirante necesidad, sólo se encuentra ella, mi señora Linde, mi única obsesión. Me pregunto por qué y no obtengo respuesta y eso aumenta mi desazón. Necesito saber qué ocurrió durante nuestro encuentro, qué cosa relacionada con sus pechos se refleja ahora en todos los pechos del mundo. Y, en mi búsqueda, me sumerjo en reflexiones absurdas, más desasosegadoras todavía.
Estoy metido en mi coche, con el motor en marcha para poder disfrutar del aire acondicionado y, sin embargo, mantengo abierta una ventanilla por la que entra el calor bochornoso del atardecer, ganando la batalla al progreso. Un sudor pegajoso, probablemente ajeno a la temperatura ambiente, se desliza por mis sienes y por mi espalda, mientras yo trato de concretar cuál es el placer exacto que nos produce amasar o pellizcar un pecho femenino, o mientras reconstruyo detalle a detalle, obsesivamente, nuestro encuentro en el hotel de tres estrellas, para dilucidar de dónde sale mi súbita y maníaca adoración de tetas. Pasa una muchachita de pechos prominentes y puntiagudos. Misántropo y furtivo, deseo que corra para ver cómo saltan alegremente debajo de su blusa. Calculo cómo se amoldarían a mí mano, si cabrían en la palma cómodamente o si tendría que alargar los dedos para abarcarlos del todo Si desaparecerían, fláccidos y arrugados, en mi puño o si opondrían resistencia de globo, mullido y duro a la vez. Asienten los pechos de ella cuando corre, salta de alegría. Asienten. Consienten. El placer de sobar tetas no se encuentra únicamente en el tacto sino, sobre todo, en el efecto que provoca en la mujer acariciada. El suspiro, el gemido, la mirada que se enturbia, el músculo que cede. No es la pura sensación táctil, sino la sensación de triunfo, de dominio, que produce en el acariciador. «Ya eres mía». Ella está a tu merced. La mujer cierra los ojos, cae, se entrega, se desmaya, muere entre tus manos, muere ensartada al fin, cae bajo el vencedor. Tal vez por eso la mayoría de los hombres nos resistimos a demostrar nuestro gozo durante el orgasmo, nos endurecemos y gruñimos como gruñe el macho de la manada al derrotar al rival.
Porque el gemido y el desmayo son signos de derrota.
¿Quién habla de combate?
Yo. Yo hablo de combate. Pero pienso, quiero pensar, que nada de todo eso sucedió con ella. Con ella, todo fue especial. Se acariciaba los pechos cuando se reflejaba en el espejo y yo la penetraba, ignorado, a su espalda; se los acariciaba cuando galopaba sobre mí y se le venció la cabeza hacia atrás, aparentemente rendida y debilitada por el placer. Me asusta la súbita sospecha de que tal vez nunca llegué a tocar sus pechos. Me tranquilizo aduciendo que sin duda los acaricié porque siempre suelo hacerlo. Me gusta tocar tetas. Me gusta morderlas y babearlas. Me gusta masturbarme con ellas y correrme muy cerca del rostro de mi compañera de juegos. Pero no hice nada de eso con ella, con la muchachita tosca y torpe y desdeñosa, con mi desafortunada señora Linde. ¿Qué hice con ella? Tengo que reconstruir nuestro encuentro, detalle por detalle. La entrada en el vestíbulo del hotel, el rostro sarcástico del recepcionista de edad provecta, «¿y no llevan equipaje?». No parecíamos un matrimonio. Ella demasiado joven y yo demasiado viejo, nuestras ropas no podrían haber compartido jamás un mismo armario. Y no es normal que un matrimonio se aloje en un hotel de su misma ciudad de residencia (como podía comprobar cualquiera a la vista del DNI), a las cuatro y cinco de la tarde. Más detalles, más detalles. El traje negro o gris marengo del recepcionista, su corbata gris perla, de seda, su camisa blanca. Qué tonterías. Qué importa eso. Lo que debo reconstruir es la entrada en el dormitorio, el primer beso a solas, los primeros toqueteos a solas. Descubro con zozobra que no recuerdo absolutamente nada de lo sucedido. Los primeros escarceos, el momento siempre fastidioso dedicado a quitarnos la ropa. ¿Ella quitándose las bragas, quizá? ¿Los pechos colgando cuando se agachó para sacar primero un pie, y luego otro, de las bragas? ¿Eso lo vi o me lo imagino? Interfiere la imagen del forcejeo con el mulato de vestuario, el mulato del pendiente, el mulato musculoso que yo siempre hubiera jurado que era maricón. Él la agredía con sonrisa congelada, ella le sujetaba las muñecas, como para impedir que las manos llegaran hasta sus pechos. Forcejeaban y se reían, y a mí eso me pareció el inicio de una inevitable relación salvaje. Mi imaginación prolonga la escena hasta las últimas consecuencias. Hasta que el mulato vence y acorrala a mi muchachita contra la pared, y consigue arrimar su bragueta hinchada al vientre plano de ella. Mi imaginación desdichada delira y ve una mano pugnando con una cremallera y la aparición de una tranca descomunal e inagotable. Ella celebra aquella visión haciendo una o con los labios y desorbitando los ojos, como cuando vio mi sexo, poco antes de ensartarse en él (lo hace siempre, lo hace con todos). Aquella expresión tan traviesa, tan seductora, tan sabia, tan falsa, tan de puta complaciente pero cansada. Se abre de piernas la señora Linde, que no lleva bragas, y se encarama en el mástil, voluntaria para la cofa, para gritar el tierra a la vista, como la Schneider se encaramó hace años en el Brando, y lo rodeó con sus piernas. O bien se pone de rodillas mi chiquilla y se come con afán el ariete de carne y sangre. Y tal vez el mulato, gilipollas y cabrón, tal vez, la agarra de la nuca, de la coleta, y tira de ella para mirarla a los ojos color de miel y para escupirle a la cara:
—No te enamores nunca de mí.
Gilipollas y cabrón.
«Entendido».
Los labios gruesos rodearon mi glande y se amoldaron a su base como solían hacerlo los dedos de Laura. Y la lengua buscó el frenillo, porque para eso está el frenillo ahí debajo, al alcance de lenguas sabias, y se me derritieron las vísceras, se me puso esa cara de marmolillo embobado que suele ponérseme en esas circunstancias, y me diluí en el agua de la bañera.
Sale del teatro, de la mano del mulato gilipollas y cabrón. «No, espera, ponte así». La llamo. «Ven un momento». Y viene. Se inclina, en el exterior bochornoso, se acoda en la ventanilla abierta y mete la cabeza en el interior donde casi no se advierten los efectos del aire acondicionado. Mis ojos se clavan en su escote sin sujetador y se pierden entre carne libre y curvas irresistibles. Ella vencida y encabritada, echando la cabeza atrás, arqueando atrás el cuerpo, ofreciendo a mis manos sus pechos llenos y enhiestos. «Mira el espejo».
—Sube —digo, ronco. Carraspeo. Repito—: Sube.
—Es que me esperan —se resiste, sin entonación, como si estuviera sobre el escenario.
—Tengo que hablar contigo, coño. Sube. Que subas.
Me la llevaré a un descampado y la violaré.
—¿Pero qué quieres?
Sólo tengo que decirle «Quiero follar contigo, ¿qué pasa?, ¿no te gustó la otra vez?». Pero digo:
—Que subas, coño. Monta. —Acciono la manija de la puerta.
Con el peso de su cuerpo, consigue devolver el cerrojo a su sitio. Da muestras de gran paciencia ante mis aviesas intenciones.
—¿Has bebido? —pregunta.
—Si. —Es evidente.
—Pues ya hablaremos mañana, anda.
Quiere incorporarse. La sujeto de la muñeca.
—¡Espera, joder!
Me mira. «Ni se te ocurra». El mulato es dos veces más grande que yo. Si me pone la mano encima, me descuartizará.
Cavo mi propia tumba:
—Te quiero. Me he enamorado de ti.
Y ella me tira de cabeza a la fosa.
—No seas gilipollas.
Es la desolación absoluta. Su rostro desaparece de mi vista. Puedo ver sus pechos firmes a través de la camiseta.
Dios mío, si a esta obsesión no se la puede llamar amor, ¿entonces a qué? Si esta crisis, esta enfermedad no es amor, entonces no merece la pena haber vivido. Si Shakespeare, Chejov y Lope de Vega no me están esperando en alguna especie de paraíso, todo lo que estoy haciendo es vano, ridículo y absurdo ¿Por qué lo hago? ¿Por qué me dedico a lo que me dedico?
¿Por dinero? ¿Sólo por el puto dinero? ¿Por los aplausos? ¿Sólo por los aplausos de cuatro idiotas que no entienden nada?
La verdad es que estoy borracho y no soy dueño de mí.
Ella se abraza a la cintura del mulato y se van los dos alegremente, casi dando saltos de felicidad. Yo pongo en marcha el coche y deseo estrellarme cuanto antes, salir despedido a través del parabrisas, la cara convertida en una pulpa sangrienta.