Laura es la única mujer con nombre y apellidos que conozco. Las demás son sólo mujeres. Guapas o feas, mujeres. Actrices o pintoras o escultoras o decoradoras o relaciones públicas, mujeres.
Laura fue, primero, como toda hembra, una fortaleza que conquistar, un desafío. Luego, fue mujer. Más tarde, creí que se convertía en la mujer, la única, y al final se convirtió en mi mujer, mí preferida entre todas. Y ese día, con el trato constante, con la convivencia, dejó de ser mujer para ser Laura, algo más que un desafío, algo más que un contendiente para los combates sexuales, una persona que, sorprendentemente, tenía pensamientos distintos a los míos, y oponía opiniones poderosas a las mías, e imponía sus gustos extravagantes a los míos, y recibía aplausos por iniciativas que emprendía sin contar conmigo, a veces con mi explícita oposición. Una persona que se comportaba como si yo hubiese adquirido con ella algún tipo de débito que, de vez en cuando, reclamaba con indirectas y que normalmente me perdonaba con magnanimidad. Mi Laura. Cómo la odio.
Me he pasado todo el día pensando en ella, en mi señora Linde, que todavía no tiene nombre ni apellido alguno, que no pasa de ser actriz y, como actriz, no es más que el papel que representa, el de la señora Linde, y encima lo representa mal. Todo el día he dedicado a ella mis pensamientos, mis propósitos, mi futuro, cómo convencerla, elaborando discursos. «Vamos, qué pasa, ¿es que no te gustó? Si te gustó, ¿por qué te privas de una nueva sesión de placer? Y si no te gustó, ¿por qué no me das una nueva oportunidad? Hice todo lo que me pedías, quizás ahí estuvo mi error, quizás ahora me toque a mí decir lo que hay que hacer, tomar la iniciativa, ¿no te gustó que te comiera el chocho? Di, ¿no te gustó? ¿No te gustó cómo te lo comí, hasta dónde llegó mi lengua, la sabiduría que tiene para rebañar? Dicen que soy el mejor comechochos del mundo». (Tal vez no sean esos el tono ni los términos más adecuados). «¿Sabes qué estaba haciendo con mi mujer cuando esta mañana nos has sorprendido en tu camerino? ¿Y sabes en honor de quién lo hacía yo, sabes en quién estaba pensando? Pero no es lo mismo, claro. Tú eres insustituible. ¿Cuándo repetimos?».
—Hoy no.
Tal vez quería decir que sí en cualquier otra ocasión.
Todo el día pensando en ella, toda la tarde bebiendo whiskies, solo, en el pub donde todo comenzó, y llego a casa y me encuentro con que mi señora esposa, Laura de nombre, ha tomado buena nota de lo que le he dicho por la mañana. «Si no descargo ahora, esta noche me correré en seguida». Eso es una promesa. Y ha enviado a los niños a casa de mis padres, y me ha preparado un plato de gambas, rífalas y calamares con mayonesa verde, y se ha vestido y se ha maquillado para la ocasión.
Ahora está al otro lado de la mesa, con los cabellos sujetos detrás de las orejas con una diadema de brillantes, mostrando el brillo de los pendientes más caros de su joyero. En una ocasión le dije que me gustaba hacer el amor con ella cargada de joyas, le dije que era la mejor manera de amortizar el gasto, de darle al revolcón la dignidad que merecía. Una mujer desnuda cargada de oro y diamantes era el estimulo más excitante que se me antojó en aquella ocasión. Luego se me han ocurrido otros estímulos que han desplazado a los anteriores (bragas deshilachadas y sucias, por ejemplo), pero Laura tiene archivadas todas mis palabras halagadoras, las conserva dentro del joyero, dentro de la caja fuerte, ordenadas, y de vez en cuando las saca a la luz para echarme en cara la confusa maraña de mis recuerdos. Se ha pintado los ojos con discreción para volver más felina su mirada, los labios rojos para hacerlos más besadores. Vestido negro, de cuello en pico, abotonado por delante. Me encanta soltar los Motones, cinco grandes botones, cinco, de arriba ahajo, descubriendo poco a poco el escote, el enigma de la existencia o no de un sujetador sugestivo, el vientre, las bragas o no. Me encantaba cuando se lo compró, y a ella no se le olvida. Está haciendo todo lo que puede.
La odio.
He bebido demasiado, en el pub, a lo largo de toda la tarde, pensando en la otra, en ella, en la única, la mujer, la señora Linde. La afortunada que aún no tiene nombre y, por tanto, es mujer. He bebido para que el alcohol materializara ante mí su expresión de éxtasis, sus ojos en blanco, sus pechos, montañas, tesoro hecho a la medida de la palma de mis manos. He bebido mucho y ahora no tengo apetito de ninguna clase. Pero eso no me produce ninguna aflicción.
Laura pela las gambas con las manos, permitiendo que la salsa verde se deslice por su antebrazo, hacia el codo. Chupa las cabezas de las gambas, con glotonería lasciva, embadurnándose los labios recién pintados, provocando un goteo hacia la barbilla. Sonríe promesas. Yo sonrío impotencia, pero ella se niega a interpretar correctamente mi sonrisa, de manera que tendré que improvisar algo. Algo que nos deje satisfechos a los dos.
Voy pelando las gambas con los dedos, pringándome, como ella, utilizando los cinco dedos y la palma. Cinco, seis, siete gambas, pero no me las como. No me apetecen. Sólo tengo sed de vino blanco, quitapesares que se me lleve muy lejos de allí. Acabemos de una vez. Y bebo vino blanco, una copa tras otra, mareado ya, algo habrá que hacer.
Me levanto. Voy a la cocina. Abro el frigorífico. Miro en derredor. No sé lo que busco pero lo encuentro en seguida. Un manojo de plátanos de buen tamaño. Eso servirá, como sucedáneo. Me guardo uno en el bolsillo, recordando la famosa frase de Mae West («Eso que llevas en el bolsillo, ¿es una pistola o es que te alegras de verme?».), y me detengo a mitad de camino para regresar, coger un segundo plátano y metérmelo en el otro bolsillo. Y regreso allí, al comedor luciendo una sonrisa vagamente amenazante, o prometedora, «ahora te vas a enterar».
Me siento de nuevo frente a Laura. Ella me mira con insistencia. Ojos de gata. Tomo en un puñado las siete gambas peladas y las sumerjo en un bol lleno de mayonesa verde. Con el bol en una mano y un cuchillo en la otra, sin una palabra, me deslizo bajo la mesa. Laura me llama por mi nombre pero no le hago caso. A ella tampoco le hubiera gustado que me interrumpiera en mis propósitos para preguntarle qué quería. Gateo en dirección a sus piernas, a su falda ligeramente larga. De rodillas, le desabrocho un botón, luego otro, por una vez de abajo arriba. Ella me está preguntando, entre risas, qué pretendo, qué estoy haciendo. Lleva bragas negras. Le separo las piernas y, con el cuchillo, venciendo remotas tentaciones uxoricidas, rasgo la seda y descubro el triángulo de vello primorosamente recortado. Qué distinto del descuidado matorral de la otra. Me embadurno las manos de mayonesa verde y froto con ellas la cara interna de los muslos de Laura y se los separo más aún, y se los humedezco, y se los acaricio, y dejo libre el paso hacia los labios inferiores, tan hambrientos como los que arriba ingerían gambas. Estos no van a ser menos. También les doy de comer gambas. Una, dos, las empujo con los dedos pulgares, tres, cuatro, hacia adentro, cinco, seis, bien adentro, siete. Y Laura, por encima de mi cabeza, por encima de la mesa, resopla y rebulle, sorprendida y complacida. Le introduzco los pulgares empujando hasta el fondo. A continuación, obturo la abertura con esa mayonesa mezclada con perejil, pepinillos y alcaparras y, en seguida, aplico mi lengua al jugo que unta los muslos, y lamiendo y chupando llego hasta los labios verticales, y meto la lengua para buscar con avidez mi alimento. Chupo y sorbo ruidosamente, y reacciona también ruidosamente Laura. Las piernas se le mueven convulsiva e inevitablemente, me aprietan las mejillas, me sofocan con sus vaivenes. «Suelta el gemido ya, el chillido». Aparto mi boca para gritarle: «¡Empuja, joder, dame de comer, que tengo hambre!», y ella hace fuerza y, con movimientos musculares y violentos golpes de pelvis, expulsa las gambas hacia mi boca, y huelo y mastico y degluto con la impresión de que me la estoy comiendo, y Laura gimotea, solloza, golpea la mesa, mueve las nalgas haciendo mucho ruido con la silla, con los platos, con los vasos, qué sé yo lo que está haciendo por allí arriba. Y, cuando ya no puede más, se desliza por la silla hacia abajo, a mi encuentro, y cae de espaldas ofreciéndome, bajo la mesa, una visión desoladora de los estímulos que el placer ha producido en su compostura. Ha terminado de desabrocharse los botones del vestido, ha liberado sus pechos subiéndose el sujetador hacia el cuello, y se ha estado acariciando pechos y rostro, de manera enloquecida, con las manos empapadas en salsa, dejando huellas por todas partes. Las lágrimas han corrido el rímel y los dedos ansiosos han tirado la diadema quién sabe dónde, y han soltado la melena, pegoteada ahora con grumos veriles. Así cae entre mis brazos, suplicándome que entre en ella, «ven, ven». Empuño entonces uno de los plátanos y se lo introduzco con saña, aunque pienso que tal vez no haga falta el sucedáneo, porque me siento el pantalón lleno y alborotado. Protesta Laura en cuanto se da cuenta de la impostura, me arranca el plátano de la mano y lo tira lejos, y me busca a dos manos la bragueta y su contenido. Y es tal su furia, y tan instintiva mi reacción de protegerme, que los dos nos damos de cabeza contra el tablero de la mesa, y oímos que se tambalean y caen botellas y que se rompen cristales, mientras Laura hace saltar el botón y corre la cremallera y yo la ayudo a descubrir el valioso lingote. Enloquecida, embalada, trémula, busca Laura el bol que yo me he llevado bajo la mesa y con él adereza lo que en seguida se vuelve sabroso bocado. Estamos los dos febriles, enfermos, esto no puede durar mucho más. Se me ofrece abierta de par en par, incitante, y acepta al huésped deseado con calor. «Dios mío», gime y tose. Se cumple la promesa de que, después de la masturbación matutina, mi resistencia nocturna es mayor. Se prolonga el galope, con mordiscos y arañazos, se prolonga lo bastante para que yo rescate el segundo plátano del bolsillo y busque con él el orificio libre, y jadea ella que no, que no, incapaz de articular palabra, y la penetro, y se suceden los varios orgasmos que ella, una vez puesta, es capaz de experimentar. Chillidos y alegría y dolor y sudores y embestidas hasta que se rompe el dique y llega la liberadora inundación, me vacío, los espasmos, me exprime, la nada, me ordeña, los últimos gemidos, el jadeo, hasta la última gota, el desmayo.
Está ella boca arriba, abierta de piernas y manos, la impudicia más hermosa del mundo, sucia y satisfecha, y repto yo hasta el lugar donde ha quedado olvidado el primer plátano. Regreso hasta Laura de rodillas, y por sorpresa y a traición la ataco con la nueva fruta, y grita ella: «No, por favor, basta ya, por Dios», pero insisto yo en el canal tan lubrificado, la penetro, «No, basta ya», insisto con fruta y dos dedos, tres dedos, hasta que se vuelve loca y dice que le hago daño, y me da igual, y suplica piedad, y luego se ríe con alacridad demente, «estás loco», y se convulsiona en un orgasmo interminable musitando: «basta, basta, basta», y yo me siento torturador satisfecho y sudoroso y jadeante y triunfante.
Reposamos sobre la alfombra. Fumamos.
—Te quiero —dice Laura—. A pesar de todo, te importo muchísimo, hijoputa.
Y yo le digo, mirando al techo, ausente, traspuesto:
—Pues yo a ti, no. —Y noto cómo se enfría su cuerpo bajo mi mano—. No sé si te odio, pero desde luego no te amo.
Ella permanece muy quieta, expectante.
—Si eso fuera verdad, no me habrías hecho el amor como lo has hecho.
—Solo he querido dejarte buen sabor de boca. Este ha sido el último orgasmo que tenemos juntos.
Se separa de mí, rehuyendo mi contacto. Aprisiona con el sujetador los pechos desparramados. Se cierra el vestido. Lo va abotonando. Eso quiere decir que cree en mis palabras.
—Hace mucho tiempo que no te quiero —digo, mientras noto cómo se aleja definitivamente—, pero esto se está volviendo insoportable. No sé cuándo dejé de quererte. Supongo que antes de que naciera nuestro primer hijo. Discutíamos, ¿recuerdas? Debían de ser los últimos coletazos del amor. Un día me escupiste a la cara y yo te solté una bofetada. Supongo que entonces tendríamos que habernos separado para que acabara la cosa en paz. Pero nos dijeron que los hijos unen mucho y caímos en la trampa. Nada hay que desuna tanto como los hijos. Para determinados matrimonios en crisis, la prole sirve para que la esposa tenga algo con que distraerse y deje en paz al marido, una especie de separación civilizada y conceptual. Los niños traen entonces armonías a distancia, nuevas vidas con tempestades nuevas, broncas tanto o más destructivas que las anteriores pero que cada vez provocan menos angustias de separación, «por el bien de los chicos». Los hijos no salvan los matrimonios. Acaban con ellos, para crear un nuevo núcleo social, compuesto por tres o más personas y, por tanto, con una dinámica y unas finalidades completamente distintas. Así que el primer niño acabó con nuestro matrimonio. Y el segundo fue tu capricho, un capricho desesperado, una imposición que yo nunca quise aceptar. Desde entonces, estamos separados. Hace cinco años. ¿Cinco o seis? Creo que ha llegado el momento de formalizar esa separación.
Laura se ha levantado, se ha sentado en el borde de una silla y mira al suelo, el charquito verde que gotea desde el interior de su falda.
—¿Estás decidido?
—Estoy decidido.
—Estás liado con esa chica morena, ¿verdad? —No levanta la vista. Utiliza el vestido para limpiarse el sexo, para restañar la hemorragia de mayonesa verde—. La que hace de señora Linde.
Me duele mucho la cabeza, me duele tanto que me zumban los oídos, que casi no me oigo a mi mismo cuando digo:
—Si.
—Me lo imaginaba —suelta ella, con firme resignación. Finge una frialdad absoluta, pero yo sé que está destrozada.
Le grito:
—¡No puedes reprocharme nada! ¿O es que no has tenido tus líos? ¿Cuántas pollas te has comido desde que estamos casados? ¿Diez, veinte, cien? —Ella quiere pasarse la mano por la cara, pero ve que la tiene muy sucia y refrena el gesto. Le gustaría ignorarme—. ¿Me negarás que follaste con «nuestro Macbeth» en esta casa, en nuestra cama?
—No. No te lo negaré.
—¿Con él y con cuántos más? —Temo que empiece a contar con los dedos. No lo hace. Sacude la cabeza dando a entender que no merece la pena continuar hablando de ello—. ¿Peer Gynt? ¿El señor Manninigham? ¿Jimmy Porter?
—Jimmy Porter —dice ella, entre dientes, rabiosa— fue el primero en hacerme disfrutar por detrás. Llevábamos tres años de casados y tú aún tardarías otros tres en llamar a esa puerta.
Es mentira. Lo dice para joderme. Se lo ha inventado. Es imposible. En aquella época, cuando hacíamos el Mirando hacia atrás, Laura no…, yo no…
—¿Te forzó? ¿Te violó?
El actor que hizo el papel de Jimmy Porter en mi montaje de Osborne es un asqueroso, un tipo repugnante. Un día se jactó ante mí de que sólo disfrutaba del sexo con las mujeres que se le resistían. El forcejeo, la pelea, los golpes, la ropa desgarrada a zarpazos: sin esos elementos, el sexo no tenía aliciente para él. Tiempo atrás, organizaba unas orgías en las que alguien siempre terminaba encadenado.
Por eso le pregunto a Laura con inquietud si ese bruto la forzó.
Me responde con media sonrisa sarcástica.
—¿Quieres todos los detalles?
—No —digo, cuando debería haber dicho sí.
Agarro el mantel y pego un brusco tirón haciendo que la vajilla y la cubertería y las botellas se estrellen contra el suelo.
Estoy destrozado.
Me hundo.
El montaje es una mierda.
Todo se está desmoronando a mi alrededor.