Recuerdo que se le marcaba la línea de las bragas bajo el vestido ajustado. Recuerdo la mínima señal de sus pezones en la camiseta. Recuerdo la firme curva que subraya sus posaderas, sobresaliendo bajo los pantaloncitos cortos, cuando los lleva. Asienten sus pechos cuando corre.
Pregunto por ella y me dice Krogstad, el actor sarasa, que no ha llegado todavía.
—La espero en su camerino —digo.
Me asomo al camerino. Prendo la luz. El espejo, el vestido de la señora Linde, azul y blanco, a medio hacer.
Me había asomado al camerino, días atrás, con el mismo saborcillo erótico lubricándome el paladar, con esa semierección, gravidez deliciosa en la bragueta. Ella estaba buscando no sé qué en su bolso enorme y policromo, descubrió mi contemplación y la calibró con parpadeo de hastío. ¿O fue una invitación, un «entre, entre» que significaba todos los «entreentres» del mundo?
Sobre el respaldo de una silla, unas bragas Blancas, con listas azules, muy gastadas, muy lavadas.
La recuerdo quitándose las bragas. Primero una pierna, luego la otra. Inclinada hacia el suelo, los pechos desnudos pendulaban. Mis manos querían ir a ellos. Fueron a por ellos.
Me siento en la silla. Cojo las bragas. Me miro en el espejo. En el espejo está ella, pierniabierta, ciento ochenta grados de la cara oculta de los muslos, los dos inferiores amoldándose, golosos, a mi encantado entrante. Por primera vez me doy cuenta de que estoy obsesionado. El sexo cargado de sexo. Ella me hace temblar. Para neutralizar tanto deseo, figuro lo que ocurriría si apareciera su esquela mortuoria en los periódicos. «Entregó su alma al Señor… Descansa en paz…». Nada. No pasaría nada, sentiría un poco, claro está, mera pose ante los periodistas, «muy afectado por la muerte de una colaboradora tan próxima», pero nada más. A la salida del cementerio, los supervivientes de la compañía irnos a cenar, y luego de copas, «algo hay que hacer». Tal vez fuera el momento de acercarme a la rubia que hace de Doncella. La he sorprendido un par veces mirándome con intención. Tiene unos pechos muy grandes. Una buena sustituta de mi señora Linde.
Vuelven mis pensamientos a mi brujita, que me tiene poseído. Mi señora Linde. Mi putita. No conozco a sus padres, no sé cómo se lleva con ellos, ni si tiene hermanos, ni cuándo los vio por última vez, no sé cuántos novios habrá tenido, ni a cuántos abortos se habrá visto obligada, ni cuáles son sus ambiciones, ni su filosofía de la vida, ni cuál es el libro que está leyendo, ni su película preferida, no sé nada de ella, nada. No guardaría ningún luto por ella, sería absurdo. «El muerto al hoyo y el vivo al bollo». «Bollo», pienso, y pienso «bollera» y me estremezco. «Muerto», pienso, y pienso en mi propia esquela, «descansa en la paz del Señor el famoso director de escena», y la veo bailando sobre mi tumba, haciendo un strip–tease sobre mi lápida, riéndose, borracha e impúdica, y me estremezco.
El actor sarasa le da la bienvenida a alguien. «Hola, cariño, cómo tú por aquí», y dos besitos, «muá, muá» y me parece percibir un tono de mordacidad femenina en sus frases, y me pongo alerta. La mujer recién llegada pregunta por mí. No es ella, no es mi señora Linde. Se acerca el taconeo por el pasillo.
—Hola, ¿qué haces aquí?
Qué hago en el camerino de una de las actrices.
Cierro el puño, ocultando en él las bragas. Me viene a la mente la fugaz visión de las nalgas breves y mullidas que han contenido.
Es Laura, mi mujer.
—¿Y tú? ¿Qué haces aquí?
—Venía a pedirte dinero.
—Ven.
Le pongo una mano en la nuca, la beso en los labios, la invado con la lengua y la saliva. Intuyo sus ojos atónitos, el beso amordaza la exclamación de pasmo, contengo la resistencia de su brazo. Me pego a ella. Insisto en el beso. Suelto las bragas, a su espalda, y caen al suelo en un silencio cómplice. Con la mano libre, tomo su diestra y la llevo a mi bragueta.
—Mira —susurro.
Se ríe, traviesa, como en las mejores épocas.
—¿Pero qué te pasa? —cuchichea, maravillada—. ¿Qué te ha dado?
—Libérame —le suplico, ansioso, echándole el aliento a su oído—. Límpiame.
—¿Aquí? —Alarmada.
Me siento. Hago que ella ocupe otra silla, a mi lado. Como cuando tonteábamos, adúlteros, en los cines. Agarro el vestido de la señora Linde, de raso azul y blanco, tiro de él y lo coloco sobre mi bragueta. En el cine, años atrás, poníamos el abrigo, el jersey, la gabardina. Con el antebrazo derecho, atraigo el rostro de Laura hacia el mío. Resuello junto a su oído:
—Si no descargo ahora, esta noche me correré en seguida. Por favor.
—Pero qué te ha dado.
No se resiste. Nunca ha sido amiga de garrulerías, comprende las cosas a la primera y le gustan ese tipo de sorpresas. Me desabrocha la bragueta. Yo la beso en el cuello, sofocando en él mi vergüenza y mi mentira. Huele a un perfume agridulce que se queda entre el paladar y la nariz. Empuña mi verga, ya desarrollada, hinchada y rebelde. La mano, emocionada y experta, comprueba su consistencia. Luego surge de entre los pliegues del vestido de la señora Linde y la palma se ofrece a mi saliva. Escupo en ella, la lamo, y no sé si eso es un símbolo, y la mano desaparece otra vez bajo la tela azul y blanca, de raso brillante.
He aleccionado a Laura en el arte de la masturbación hasta convertirla en una experta. Al principio, sólo entendía de menear la piel arriba y abajo, dando fuertes, torpes y dolorosos tirones, tal vez porque había aprendido de los gestos groseros de los hombres, o porque creía que debía remedar el vaivén del coito. Yo le enseñé las primeras caricias que consiguen la dureza total imprescindible, y le mostré cómo debía descapullar, con cuidado, como se abre una caja de contenido misterioso y valioso. La mano húmeda debe dedicarse en exclusiva al glande, abarcándolo, humedeciéndolo como lo harían los jugos íntimos de una mujer, y debe dejarlo palpitar en el nuevo recipiente, cálido, mojado y prieto. Nunca podrá ser la mano sustitutiva de la dulce gruta, sexo refugio del sexo, la mano es otra cosa y debe aprender a ser otra cosa, ni mejor ni peor, otra caricia, otra experiencia, tan irreemplazable como la penetración. El pulgar y el índice en torno a la base del glande, conscientes de que el punto más sensible es el frenillo que une la piel móvil y protectora a la cabeza exaltada. Esta es la mecánica, la materia. El espíritu procede, como todos los espíritus, de la imaginación. Al sujeto paciente corresponde invocar imágenes excitantes, ya sean imágenes simples, como pechos femeninos o vaginas abiertas, o sonrisas, o miradas, o desnudos deseables, o bien imágenes complejas, como orgías multitudinarias, o rituales sádicos, o crípticos y privados recuerdos de infancia. En este preciso momento de embriaguez, evoco los primeros conatos con ella, mi señora Linde, nuestros primeros forcejeos. Sus órdenes. «No, espera, ponte así». «No, ponte así. Y mira el espejo». Descarada, desnuda, pierniabierta, penetrada en la imagen del espejo que me había hecho descolgar y colocar contra la pared, frente a la cama. Sus piernas abiertas en un ángulo de ciento ochenta grados, mostrando la cara oculta de los muslos y la abertura golosa, rodeada de vello hirsuto, negro y excesivo, donde se atrafagaba mi miembro henchido. Ella vencida y encabritada, echando la cabeza atrás, arqueando atrás el cuerpo, ofreciendo a mis manos sus pechos llenos y enhiestos. Ella y yo camino del orgasmo. Su grito.
—Oh, perdón —dice, apareciendo de pronto en la puerta.
Ella, mi señora Linde, la legítima ocupante del camerino.
Creo que era eso lo que yo andaba buscando.
Laura exhala un gritito. Se pone muy colorada y deja de manipular. Ella ya no está ahí. Laura me recrimina con mirada traviesa, sin congoja alguna, en el fondo contenta, como yo, de haber sido sorprendida. La ojeada de la intrusa no ha dejado lugar a dudas: ha adivinado lo que estábamos haciendo. Aprisiono mi ardor bajo el elástico del eslip, me abrocho, sintiéndome más potente y más macho que nunca. Salimos del camerino, Laura y yo, marido y mujer, vergonzantes, como adolescentes pillados en falla.
—Si quiere —dice la señora Linde, hablando con mi esposa pero mirándome a mí—, puede lavarse las manos ahí mismo.
Entonces, suavemente, en secreto, descargo todo mi placer dentro de los pantalones.