Insisto con el dedo en el botón del portero automático hasta que al fin responde su voz:
—¿Quién?
Le digo:
—Ábreme. Soy yo. Por favor. —Y repito—: Por favor.
Me tambaleo. Estoy borracho. Sólo quiero poner mi cabeza sobre sus pechos desnudos y llorar un rato.
Duda. Noto cómo duda, adivino su cara de fastidio. O tal vez su sonrisa malvada, la satisfacción sádica mientras me hace esperar, desesperar. Zumba al fin el cerrojo. Entro.
En el ascensor me digo que no podrá hacerse atrás, que lo difícil era que me permitiera el acceso a su casa a las cuatro de la madrugada pero, una vez allí, una vez arriba, no podrá negarse a mis deseos. Aunque la haya arrancado del mejor de los sueños y esté enfurecida conmigo. Yo ya estoy dentro. Ya empiezo a estar dentro.
Me espera con la puerta abierta, envuelta en un deshilachado albornoz, despeinada, con sonrisa y mirada radiantes. Resplandece con insólita alegría.
Pero tanta exultación no está dedicada a mí. Tengo la sensación de que está mirando, a través de mi cuerpo, algo formidable que queda a mi espalda. Sus ojos vivísimos continúan mirando hacia su interior, reflejando pensamientos secretos que no tiene la menor intención de compartir. Y reconozco esa distanciación brechtiana, pragmática, despiadada, y en ella encuentro el diagnóstico de mi enfermedad. Dios mío, era eso.
Pienso que ha esnifado coca. Pienso que ha estado haciendo el amor. Que eso que amazacota sus cabellos es sudor de sexo.
—Hombre, qué alegría verte por aquí —dice, en broma, por decir algo, para demostrarme que es feliz.
—Quiero hablar contigo.
—¿Hablar?
Es evidente lo que insinúa. Todo es demasiado evidente.
—Quiero hacer el amor contigo —digo, ronco.
—Estoy acompañada —dice.
No me lo pienso ni un segundo:
—No me importa.
Ella no ha dejado de sonreír. Era la respuesta que me pedía y que esperaba. En cuanto la oye, se abre el albornoz, descubriéndome su oscura desnudez, y dice:
—Pasa.
Cubro la distancia que me separa de ella, aprisiono sus mejillas entre mis manos y la beso en la boca con avidez. Todo está resultando demasiado fácil, pero no importa. Ya es mía. Ya nada me importa. Ella se aparta de mí, avara, casi melindrosa. Me abraza por la cintura y me ofrece la cobertura de su albornoz. Me invita a caminar por un pasillo oscuro, lleno de muebles demasiado grandes, con los que inevitablemente topamos, que huele a polvo en suspensión y a rincones sucios. Llegamos a un dormitorio sin ventanas, donde hace un calor agobiante. Luz roja. Lamparilla cubierta por una camisa que proporciona a la estancia sombras de puticlub. Ropa por el suelo. Y el mulato echado boca arriba sobre la cama, los pies apoyados en el suelo, desnudo, vencido, musculoso, sudoroso, el pene largo, húmedo y desmayado entre los muslos.
—¿No te importa que esté él?
Le digo que no. O lo murmuro, o lo farfullo, con la boca llena de su pecho. Ya me estoy quitando la chaqueta. Ya estoy cubriendo a mi señora Linde con mi saliva, y ella no reacciona todavía. Me acaricia la cabeza y me mira como se mira a un niño entregado a sus juegos inocentes, y me quito camisa y pantalón y calzoncillos, y calcetines, y pego mi piel sudada por el bochorno exterior a su piel empapada de amores, mientras hurgo entre sus labios con la lengua, mientras le mordisqueo los lóbulos de las orejas y el cuello, y pego mi erección a su vientre, prometiendo convulsiones y orgasmos sin fin.
Entonces rebulle el mulato y dice ella:
—Mira. Tenemos visita.
Se desprende de mí otra vez, supongo que para dar las explicaciones pertinentes, supongo que para pedirle al otro que abandone la habitación, pero se quita el albornoz y me da la espalda, y se arrodilla entre las piernas velludas, entre los pies que su hombre apoya en el suelo. Y se apodera de aquel sexo en reposo y se lo mete en la boca con el afán del yonqui al clavarse la jeringa. El mulato ronronea: «Oh, no, Dios, no».
Yo me arrodillo detrás de ella, y la abrazo, coloco mis manos sobre sus pechos y la beso en la nuca y en los hombros. Me excitan los sonidos líquidos de succión, y el gemido que surge de la garganta del mulato en plena resurrección. Ella se encuentra en cuclillas, como rana a punto del salto, y envío una mano investigadora entre sus piernas. Su postura favorece que me encuentre con una boca muy abierta, con un charco expectante de placer. Escarbo en su interior y me parece observar que ella me lo agradece. Mueve leve y lentamente las caderas. Casi por casualidad, encuentro la otra puerta de acceso, más estrecha y contraída, e introduzco en ella el dedo pulgar. Le hice lo mismo a la puta sumisa, y le hice daño, y ahora también me apetece hacer daño. Y estoy pensando en ello cuando cesa el chupeteo y oigo la orden áspera de mi señora Linde: «Métemela, cabrón, métemela, qué esperas». No sé a quién se dirigía pero los dos hombres nos damos por aludidos. El mulato se pone en movimiento. Yo estoy alarmado porque mi erección no me parece suficiente. Saco los dedos empapados y los introduzco en lugar del pulgar. Primero dos, luego pruebo de meterle tres. He visto revistas y películas donde la gente metía manos enteras en lugares como este. Y, mientras acaricio vísceras con una mano, con la otra procedo a excitarme, alternando el sistema de Laura (base del glande) con el de Elena (tapón rebelde de champán), en busca de una dureza satisfactoria, tan satisfactoria al menos como la que entreveo en el vientre del mulato. Se acoplan ellos dos ante mis ojos, y yo continúo con mi ajetreo, con tres dedos aprisionados en ella y la otra mano empeñada en forjar mi acero. Gime ella, ensartada por el mulato, se convulsiona. «Métemela, cabrón, métemela», repite, urge, y ahora ya no hay duda de a quién se dirige. Decido que ya soy bastante mayor para complacerla y saco mis dedos, dispuesto a sustituirlos. Pero, en ese instante, hay un cambio de ritmo, los actores se mueven, varía el cuadro plástico. El mulato hace mutis por la derecha, ella parece caerse de la cama y se queda de rodillas, con la mejilla contra el suelo, el culo alto, ofrenda absoluta, la mano izquierda chapoteando entre sus muslos, y yo no estoy a punto todavía, por todos los santos, no estoy a punto pero embisto con la resolución heroica de un miembro débil pero esforzado, morcillón pero voluntarioso, y gruñe ella: «Métemela, métemela, vamos, vamos, qué esperas», exigente y egoísta, y lo desea tanto que su supuesta humillación no sería tal, que mi placer no sería mío, una vez más consigue que se cambien las tornas y me ponga a su servicio, al servicio de sus deseos.
Y, de pronto, el mulato entra en mí.
¿Cómo puede haberme sorprendido, por el amor de Dios? Tiene que haberme lubricado un poco, tiene que haberme embadurnado con vaselina, hurgado con su dedo. Y yo debería haber notado sus caricias, sus prolegómenos. ¿Estaba demasiado distraído, dedicado a mi señora Linde? ¿O lo notaba y me negaba a mí mismo el placer que venía de manos, de dedos, de un hombre?
No lo sé, el caso es que ni siquiera me duele.
A traición, aprovechando mi postura desprevenida e ingenua, siento la irrupción, sin prolegómenos, lenta pero imparable, me siento lleno, hinchado, dolorido de cuerpo y alma, luminoso de vergüenza y, automáticamente, como para completar la maldición, potente. Como si me hubieran insuflado virilidad ajena por la retaguardia, lo que hasta entonces escaseaba supera todas las previsiones, y me veo empalado, petrificado, las piernas flexionadas a medias, con la herramienta más potente de mi vida apuntando al orificio más ansiado y más ansioso de mi vida, y me veo caer en él, empujado por manos enormes y embestidas terribles, estocadas que me atraviesan y entran en el cuerpo de ella por delegación, y grita ella respondiendo a las acometidas del otro, y trato yo de adaptarme al galope como si cabalgara montura desconocida, y recibo en mis nalgas el placerdolor del atacante, sudoroso y pestilente, rugiente y feroz, y reboto dentro de la señora Linde, que arrastra la mejilla por el suelo, que chapotea en su propia salsa con mano frenética, que goza como yo jamás había visto gozar a mujer alguna, gemidos y golpes, gemidos y gritos y blasfemias despertando ecos en toda la casa. Y noto una descarga ardiente en mis entrañas, la droga más terrible que jamás probé, descarga que me pasa a la sangre, que me encabrita el corazón y me incendia el rostro, y hace que se me salten las lágrimas al mismo tiempo que mi propia descarga inunda a la mujer deseada, nunca tan odiada, nunca tan odiosa, juego de placeres y degradación, y ella grita con rabia y mueve las nalgas como si mis zumos fueran combustible para sus motores, abrazado yo a su espalda, llenos los dos de néctar de vida que nos desborda por los poros en forma de sudor, que lubrifica nuestras pieles y las hace resbaladizas, o pegajosas, asquerosas y atractivas a la vez.