Nos abre la puerta Laura, alta y delgada, morena de rayos UVA, con los cabellos castaños sueltos, dignísima, cargada de oro y diamantes. Desnuda. Tiene los pechos pequeños y algo caídos, pero el pezón oscuro situado en el hemisferio norte, apuntando al frente, contrarresta un poco la sensación de gravidez. Caderas puntiagudas, vello recortado con primor. Una vez le recortaron el vello del pubis dándole forma de corazón. Piernas largas. Está orgullosa de su cuerpo y le gusta lucirlo. Muy seria, da media vuelta y nos premia con la visión de su espalda, de sus nalgas prietas, de su caminar pausado y seguro aprendido en tantas y tantas pasarelas. Nos precede hacia el salón.
La Doncella rubia me mira con centelleo regocijado. Caminamos detrás de Laura.
He dejado entornada la puerta del piso.
Me temo un contraste violento entre la distinguida estilización de mi esposa, un poco ajada por los años, y la juventud descarada, casi grosera, exuberante y fresca, de mi Doncella rubia.
Llegamos al salón. Minimalista. Mesas de grueso cristal sobre patas niqueladas, metacrilato, halógenos, alfombra de color tostado. Originales de Tàpies, Cuixart y Appel. Litografías dedicadas de Barceló y Arroyo. Y un póster del MOMA, reproducción de Braque, dedicado por el falsificador David Stein, que jura ser el autor del original.
Laura se ha sentado, hierática y muy posiblemente incómoda, en el sillón de piel de búfalo. El color de su piel hace juego con el color de la tapicería. Cruza las piernas.
—¿Queréis tomar algo? —dice, muy seria, dando por supuesto que no.
Yo digo: «Sí, gracias, whisky, pero no te molestes, ya me lo sirvo yo mismo». Y me levanto, y me dirijo al mueble bar con el solo propósito de observar la escena desde otros puntos de vista. Soy una cámara sobre el travelling.
La Doncella rubia sonríe con toda su boca de Sarah Miles.
—Yo me llamo Elena —dice, de pronto. Al oír el nombre, me sobresalto. Luego, recordaré que la Doncella de Ibsen se llama Elena. Nora, al final del segundo acto, la llama así: «Y unas pocas almendras, Elena», dice. «Mejor dicho, muchas. ¡Por una vez!».
—Yo me llamo Laura —responde Laura. Sabe disimular bastante bien su incomodidad. Consigue dar la imagen de la anfitriona amable, a pesar de su desnudez—. Trabajas en la obra, ¿verdad?
—Un pequeño papel.
—Ya crecerá —dice Laura, muy seria.
Elena, la Doncella rubia, me mira. Yo bebo whisky, indiferente. Se prolonga el silencio.
—¿Qué te parece? ¿Me desnudo?
—Claro. A eso hemos venido.
—Ah, no sé. Tú eres el director. —Se dirige a Laura—: ¿Qué te gusta hacer? —Se quita el jersey por la cabeza. Lleva un sujetador blanco. Sus tetas son formidables. Excesivas. Me recuerda a Nana, aquel personaje de Zola, la mantenida que triunfó en París con sus desnudos orgullosos, que fundió con sus caprichos tantas fortunas de tantos nobles y a la cual sus competidoras, envidiosas, llamaban «la ramera gorda». De pronto, su exuberancia me parece una afrenta ante la sobria elegancia de Laura—. ¿Te gusto?
Laura se ahorra una respuesta que Elena tampoco esperaba. Se está desabrochando la falda con total desparpajo, la deja caer al suelo. Lleva bragas blancas, de algodón, sin adornos de ningún tipo. Hoy, posiblemente al poder compararlos con los de Laura, le veo los muslos demasiado gruesos. Dentro de unos años, tendrá problemas de gordura. Se quita las bragas sin perder la compostura, con gracia de bailarina de strip–tease. Se acerca a Laura, que continúa inmóvil en el sillón, petrificada. Está pasando el peor momento de su vida. No es verdad que asistiera a las fiestas de Jimmy Porter, no es verdad que haya tenido experiencias lesbianas. Me lo dijo, o permitió que yo lo entendiera así, sólo por complacerme, para retenerme, porque creía que eso era lo que yo quería oír. Y por el mismo motivo se somete hoy a este ritual vejatorio, para conservarme, para salvar nuestro matrimonio. Más relajada, más elástica, Elena se acuclilla ante ella para mirarla a los ojos poniéndose a su misma altura. Yo admiro sus nalgas lunares, astrales.
—No me has dicho qué te gusta hacer —dice Elena, ya en voz baja, tierna, ignorándome. Laura descruza las piernas. Elena le pone las manos en las rodillas—. Eres hermosa, ¿sabes?
Con la boca, busca la boca de Laura. Se acomoda como puede en el brazo del sillón y, de pronto, ya han caído en un profundo beso y la mano de Elena ya acaricia el sexo de mi esposa. Me acerco, curioso, para ver sus lenguas ansiosas, para observar la crispación de Laura bajo las caricias y regodearme con ello. Elena le mete dos dedos tan profundamente como puede y, conservando el pulgar sobre el clítoris, imprime a su brazo un delicado movimiento de vaivén. Luego, saca los dedos húmedos y con ellos unta los pezones de Laura, para chupetearlos a continuación como si los hubiera aderezado con un líquido dulcísimo. Así consigue que Laura levante las manos de los brazos del sillón y amase los pechos de Elena, aún con cierta torpeza. A Elena le gusta. Y no me gusta que le guste. Elena se arrima mucho más a la otra, se trenzan sus piernas y, de pronto, sus cuerpos son uno solo desperezándose sobre el sillón.
—Quiero más pasión —exijo, en el tono perentorio que suelo emplear en el escenario. Hitchcock dijo que los actores son ganado y me gusta explotar esa teoría de vez en cuando—. Más pasión. Chúpale las tetas, Laura. No estés tan pasiva. Vamos. Apearos de ese sillón. Estaréis más cómodas. Poneos sobre esta mesa…
Me obedecen lentamente, perezosas, como si estuvieran empezando a disfrutar y mis indicaciones fueran interferencias molestas. No quiero que disfruten tanto. No me siento lo bastante excitado todavía y tengo prisa por estarlo. Hago que se acuesten sobre el cristal de la mesa de café. «Está frío». «¡No importa, haz lo que te digo!». Y me echo en el suelo, y las veo en contrapicado, desde debajo de la mesa, las carnes aplastadas contra el cristal. Me regodeo con eso un momento, «Vamos, vamos, métele los dedos. Mueve el culo, mueve el culo», pero es cierto que en tan pequeña superficie tienen poca movilidad, así que, en seguida, les ordeno que bajen al suelo.
—Ponte de cuatro patas, Elena, con el culo hacia aquí. Así. Y tú, Laura, ven, échate en el suelo, boca arriba. Introdúcete entre sus piernas. Así. Ábrete más de piernas, Elena, que te vea bien, sepárate los labios. Ahora, métele la lengua, bien larga, Laura. Agárrate a su culo para izarte, coño. Y tú bájate un poco más, Elena. Lámela, Laura, lámela. Y tú mueve el culo, Elena, mueve el culo. Métele el dedo en el culo. No, tú no. Bueno, sí, si puedes también, por qué no. Las dos. Vamos, vamos, mueve el culo. ¿Os gusta? Os gusta, ¿verdad?
No tendría que gustarles. Quiero pensar que no les está gustando mucho. Alguien me comparó alguna vez con un tratante de esclavos. Noto a Laura tensa todavía, y a la Doncella rubia se la ve esforzada y voluntariosa, con cierta desesperación en la mirada, expresión de puta inexperta que ya no sabe qué hacer para satisfacer al cliente exigente. Ninguna de las dos ha tenido hasta el momento espasmos muy notables. Suspiran y cierran los ojos para concentrarse en el placer, pero se han quedado en la fase de los susurros y no han llegado todavía a la fase de los gritos. Yo, en cambio, creo llegado el momento de pensar en mí. Mis pantalones ya están suficientemente llenos, de manera que libero mi erección y, sin dejar de impartir instrucciones, «ve a sus pechos, Laura, así, cómetelos, cómetelos, y levanta la rodilla, para que Elena se frote en ella, vamos, frótate, más, más», me acerco a la mano derecha de Laura, «ahora no uses esta mano, que la necesito» y escupo en ella, y la lamo, y no sé si hay algún símbolo en ello, y de rodillas deposito en ella mi cetro para que mi esposa practique sus artes masturbatorias. No le hace falta descapullar porque ya estoy a punto. Su mano húmeda se dedica en exclusiva al glande, lo abarca, lo humedece, lo encierra en el puño cálido y prieto. Inicia el movimiento, presionando en la base del glande, siempre consciente de que el punto más sensible es el frenillo que une la piel móvil y protectora a la cabeza exaltada. Y, mientras se retuerce y ronronea, cada vez más exigente, bajo las caricias de Elena, consigue el milagro de duplicar mi erección, de instalarme una enloquecedora promesa de placer en el vientre, abriéndome las puertas del cielo. Pero eso no es nada, comparado con las delirantes sensaciones que me procuró Elena, mi Doncella rubia, con su auparishiaka. De manera que prescindo en seguida de la mano mojada y experta de mi santa esposa y gateo hasta la boca de Elena para introducir en ella mi lingam. Tiembla mi voz mientras continúa dando órdenes para que no paren, para que no paren, «besaos en la boca, en la boca, acuéstate ahora junto a Elena, Laura. Cómetela, cómetela. Poneos así, ahora, sexo contra sexo, abríos de piernas, unid los vértices, así, sexo contra sexo, permitid que vuestros jugos se mezclen, chapoteen», y la boca y la lengua y los dientes y la magia de la Doncella rubia entran en acción y consiguen que me funda, como ya ha sucedido en varias ocasiones, días atrás. El placer se me clava en la carne, se apodera de mi cuerpo y de mi voluntad como la más traidora de las drogas, me envuelve como un torbellino. No sirvo para nada, me mareo, al borde de no sé qué abismos y, al fin, reprimiendo a duras penas una mezcla de sollozo y risa demente, recupero el miembro frenético y descargo mi dicha sobre el rostro atormentado de Laura, y un poquito también sobre las mejillas rotundas de Elena, ensucio imágenes y recuerdos, provoco muecas y risas falsas, y no permito que se detengan:
—¡Continuad, continuad!
Me apoyo, exhausto, en el sillón de piel de búfalo y las contemplo unos minutos, mientras se normaliza mi respiración, con beatífica indiferencia. Enfundo mi armamento. Noto cómo se afanan las dos. Posiblemente, después de ver que yo ya he conseguido lo que quería, persiguen sus orgasmos para terminar cuanto antes con esta situación incómoda. Me levanto. Le paso a Elena el auricular del teléfono:
—Métele esto. Le gustará.
Elena penetra a Laura con el auricular del teléfono y Laura se arquea como si estuviera sufriendo una sacudida eléctrica. Yo salgo del salón. En el vestíbulo están esperando, impacientes, aquel actor que hizo de Jimmy Porter y aquel amigo suyo de las melenas. Sonríen, nerviosos.
—Ahí las tenéis. Excitadas como perras.
—¿Saben que estamos aquí?
—Claro que no. Ese es el juego.
—¿Y querrán…?
—Y, si no quieren, las convencéis. Puede que ofrezcan resistencia. —Sonríen, ilusionados—. La casa es vuestra. Mis mujeres son vuestras.
Salgo dando un portazo. Y, con el ruido del portazo, cae sobre mí la depresión post–coitum, que nunca había conocido. O tal vez no sea la depresión del orgasmo sino la depresión del suicidio. Por fin, mi cerebro recupera su funcionamiento correcto y las palabras suicidio y autodestrucción se imponen a cualquier otra. Acabo de romper para siempre con Laura, que es todo mi pasado, y eso me parece una locura. Pero también acabo de romper para siempre con Elena, mi Doncella rubia, que era todo mi futuro, y eso todavía es peor. Acabo de sacrificar todas mis esperanzas en aras de una diosa cruel y estúpida que me tiene poseído. A ella y a sus críticas destructivas he sacrificado también mi obra artística, mi trabajo. Desde que la conocí, mi destino sólo está marcado por la Muerte del Tarot, el cambio brusco, el salto a lo desconocido, la inmersión. La próxima vez que vea a Elena, si es que la veo, me pegará un puntapié en los huevos. Me pregunto por qué he roto también con ella y la respuesta (porque en seguida encuentro respuesta, porque necesito las respuestas, porque ha llegado el día de las respuestas) se me hace obvia.
Era demasiado buena para mí.
Me meto en el primer bar y me tiro de cabeza a un lago de whisky.
Pienso que Ibsen es insoportable, aburridísimo, pasado de moda, un coñazo, un anacronismo, y me río. Me río como un loco, yo solo con mi whisky.