Si alguien me pregunta qué me parece mi propio montaje y me pide una respuesta sincera, tendré que decirle que es una memez, que no tiene ningún sentido, que parece dirigido por un imbécil, que los actores vagan por el escenario pendientes de que los ilumine la Virgen de Lourdes, que hemos profanado a un clásico de manera imperdonable.
Afortunadamente, nadie me lo pregunta.
Han asistido al ensayo el gerente del teatro, el jefe de producción, el presidente del Patronato, un crítico de renombre y un representante del Ayuntamiento.
El representante del Ayuntamiento se ha ido antes de terminar el ensayo.
El presidente del Patronato ha comentado, a la salida, con sonrisa ambigua:
—Está muy bien, está muy bien. No sabría cómo definir este montaje. Mezcla de teatro clásico y de experimentación onírica. A esa actriz, a la que hace de Nora, ¿cómo se llama?, nunca la había visto actuar de una forma tan…, tan… inexpresiva e impresionista a la vez. Me atrevería a decir que es una innovación inexpresivista, ¿no le parece?
Reclamaba la opinión del crítico de renombre. El crítico de renombre ha dicho:
—Es arriesgado, sí. —Y nada más. Eso quiere decir que, en cuanto se siente ante su máquina de escribir, está dispuesto a hacerme pedazos.
—No te preocupes —me ha dicho el jefe de producción—. En las dos semanas que quedan, vamos a intensificar los ensayos. —Porque no se puede aplazar el estreno, claro—. Quizás aún tengamos tiempo de sustituir a la señora Linde.
—¡No! —exclamo con demasiado énfasis—. La señora Linde, no.
Arquea las cejas como diciendo: «Pues tú verás lo que haces». Debe de creer que somos amantes.
Nunca me he sentido tan al borde del fracaso.