—Necesito una muchacha sumisa para desahogarme. Una putita desobediente que necesite un correctivo.
—Tenemos lo que busca, señor.
—¿Cuánto me va a costar?
—Diez mil si la humillación sólo es erótica…
—¿Sólo erótica?
—Ya sabe… Lluvia dorada… Ya sabe. Si quiere algo físico, serán de veinte mil para arriba, depende de lo que desee.
—Digamos que pagaré cien mil. ¿Hasta qué punto podré desahogarme con ella?
—Podríamos hablar de qué es lo que más le gusta.
—¿Azotes?
—Claro que sí. Con las manos y con correa. Hasta dejar marca.
—¿Quemaduras de cigarrillos?
—Sí, señor. Eso le entraría en el precio.
—¿Pinchazos con agujas?
—No. Eso ya no, señor. Es peligroso.
—¿Por cien mil pesetas no puedo pinchar con agujas?
No tengo la menor intención de pinchar a nadie con nada. Nunca he pinchado a nadie con nada, ni sabría cómo hacerlo ni por dónde empezar.
La muchacha es muy delgada y bajita, pálida, de aspecto enfermizo, muy poca cosa. Lleva un vestido verde con patitos estampados, algo muy discreto, propio de adolescente de clase media y familia formal. Anda descalza. Mira al suelo, muy sumisa, como me prometieron, los brazos caídos a lo largo del cuerpo. Me pregunto cómo respondería a un repentino bofetón. A un puñetazo. ¿Lloraría? No me dijeron si están permitidos los puñetazos. No me atreví a preguntarlo.
—No me haga mucho daño —musita.
—¿Cómo?
—Que no me haga mucho daño. Por favor. —Le tiembla la voz—. Sé que ha pagado mucho dinero, pero no me haga mucho daño, por favor.
¿Está fingiendo? ¿Forma parte esta súplica del numerito de la sumisa? La verdad es que resulta excitante. Casi me vienen ganas de hacerle daño de verdad.
Me acerco a ella, sin decir nada, y doy unos pasos a su alrededor. Cuando estoy a su espalda, miro su reflejo en el espejo. A ella no la veo pierniabierta y penetrada. No pienso darle ese gusto. Cabizbaja, encogida, me hace pensar en una criada que, con su torpeza, termina de romper toda la cristalería de Bohemia y se sabe merecedora de cualquier castigo que le puedan infligir. Tiro de la cremallera hacia abajo y descubro una espalda huesuda, donde destacan las vértebras y los omoplatos. No lleva sujetador. Quiero ordenarle que me mire a los ojos, pero no, prefiero su humildad porque propicia la humillación. No debo permitir que disfrute de ningún placer conmigo. Yo soy el amo, yo soy quien manda aquí. Yo debo disfrutar y ella no.
Le bajo el vestido hasta la cintura. Tiene los pechos llenos y pesados, con forma de pera, como globos a medio llenar que cuelgan de su cuerpo demasiado delgado. Le rodeo el cuerpo con mis brazos, desde atrás, y me apodero de ellos y los estrujo. La muchacha cierra los ojos y levanta el rostro, apoya su cabeza en mi pecho. Parece que le gusta lo que le estoy haciendo. No quiero que le guste. Aprieto más, como cuando se exprime una esponja para sacarle hasta la última gota de agua. Ella frota su nuca contra mí, en un movimiento de negación. Me recuerda a ella, a mi señora Linde, en pleno orgasmo. Me gusta el tacto blando de estos pechos, pero no estoy dispuesto a continuar dándole gusto a la putita, así que la suelto. Sorprendida, abre los ojos un instante, casi en una protesta, ¿qué se ha creído? Le pellizco los pezones (por cierto, extraordinariamente grandes) con los dedos índice y pulgar. Se los retuerzo.
Dice «Ay» como sin querer, quedo, y parpadea de nuevo, y aprieta los ojos con expresión de sufrida mártir, entregándose a mí con una lasitud exasperante.
—Claro que voy a hacerte daño, hija de puta —le gruño al oído.
Tiene un breve estremecimiento, un tic de prevención. Exhibe los dientes apretados unos instantes. Me apetece morderle los pechos, pero me contengo. La suelto.
—Desnúdate —le ordeno.
Se pasa la lengua por los labios resecos. Suspira. Abre los ojos pero evita mirarme. Sigue arrollando el vestido hasta los pies y, al agacharse, experimento un déjá vu. La chica agachada, levantando una pierna, luego otra. Los pechos pendulantes, colgando de su cuerpo inclinado. Las bragas. Primero un pie, luego otro pie.
Erguida de nuevo, desnuda, traga saliva y me dirige apenas un vistazo a través del espejo. Parpadea con frecuencia. Me digo que es muy buena actriz. Es una profesional, cobra por esto, no puede ser una virgen inexperta. Pero merece la pena comprobarlo. Pago por ello.
Me pongo a su lado, me pego a ella. Le pongo una mano en el pubis, sobre una cabellera más que abundante que también me recuerda a mi señora Linde. Le introduzco el dedo medio. Cierra los ojos. No quiero que le guste. Me mojo el dedo. Una gota me corre por el dorso de la mano. Le meto dos dedos.
—Claro que te voy a hacer daño, perra —repito—. Te voy a rajar desde el coño hasta el cuello. Te voy a meter por ahí la pata de una silla.
Mis movimientos, en su interior, son groseros, mecánicos, de reconocimiento médico. Pero la única que puede obtener alguna satisfacción con esto es la muchacha, si se toma el debido interés. Me alejo de ella, frustrado y nervioso. Torpe, indeciso, incapaz. Menos excitado que nunca, y más iracundo de lo conveniente. Tengo la mano empapada en sus jugos. Pegajosa. Le está gustando. Imagino que se está mojando patas abajo. Le pongo la mano en los labios, para que me limpie los dedos. Y me lame, me los chupa con deleite. Estoy deseando agacharme y arrimar mi boca a su manantial, enviar a mi lengua a que investigue su gruta, pero me parecen una postura y una actitud ultrajantes para mí, y se supone que he venido aquí huyendo de la afrenta y de la vergüenza. Me está lamiendo los dedos y me gusta que lo haga. Me gustaría chuparle esos pezones tan largos, comerme esos pechos colgantes, pero sería una situación demasiado abyecta, yo dándole placer y ella retorciéndose, sonriendo y ronroneando. Si aflojase un poco, ella me devoraría.
Además, mi cuerpo no está respondiendo a la excitación que quiere transmitirle mi espíritu.
Así que me desnudo. Me gustaría tener una bañera. Yo metido en una bañera de agua caliente. Y ella aproximándose, jugueteando con mi flaccidez hasta hacerla desaparecer. La tomo de la mano y la arrastro hacia un sillón desvencijado. Me siento en él y, sin más preámbulos, le paso la mano por entre las piernas. Me embadurno de nuevo. Con la yema del pulgar le busco el clítoris, lo presiono. Introduzco finalmente el pulgar en su vagina, y el dedo medio en su otro orificio. Y aprieto con intención de hacerle daño. Le hago daño, le flaquean las piernas.
—Bésame.
Hace un esfuerzo por obedecerme. Está crispada. Le muerdo el labio inferior. Abre los ojos y quiere chillar, sorprendida y dolorida, pero mi beso la amordaza. Con mis ojos abiertos, puedo ver los suyos cerrados, su expresión sufriente y resignada, de estar ganándose el cielo. Con la mano libre, le pellizco un pezón y se lo retuerzo, y ella se retuerce entre mis brazos, y va cobrando vida mi virilidad. Me apetecería tumbarla en el suelo, penetrarla brutalmente. Pero no quiero que disfrute, no tengo la menor intención de proporcionarle un orgasmo. La agarro del pelo y la obligo a ponerse de rodillas ante mí.
—Chupa —le ordeno.
Abre la boca. Mi Doncella rubia diría que ha visto mejores erecciones entre estas piernas. Con la punta de la lengua, lame la porción de glande que asoma, buscándole cosquillas, animándolo a salir más de su escondite. El animal reacciona lentamente. La muchacha se pasa la lengua por los labios, para lubricarlos, en un gesto inconsciente de glotonería.
Le doy otro tirón de pelo. La obligo a mirarme a los ojos.
—No te enamores de mí —le ordeno—. Ni se te ocurra. Tengo esposa. Y dos hijos. Tengo la vida montada, y bien montada, y no tengo ganas de que una putilla como tú me la estropee. ¿Entendido?