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Borracho, acodado en la barra del bar, insatisfecho, amargado, le digo a mi vaso que Chejov era un pelmazo y que Shakespeare está apolillado y que Cervantes y Lope de Vega son insoportables. Y me río. Me río feliz como se ríen los niños cuando juegan a decir palabrotas. «Puta, cojones, cabrón, Moliere es una mierda pinchada en un palo», y jajajá.

Hablamos de genios como los católicos hablan de santos, es cierto, y de obras de arte como ellos de milagros, y de la Posteridad como ellos del Paraíso, y de la Mediocridad como ellos del Infierno. Es cierto. Pero, sin todo eso, ¿qué sentido tiene mi vida? Mi sufrimiento al crear, mi ansia de perfección. Sin genios, sin obras maestras y sin posteridad, toda mi vida pierde sentido, se vuelve ridícula, vana. Un picapedrero es más evidentemente útil que yo. Tengo que asegurarme de que lo que hago es sublime y tiene mucho mérito (o tengo que contar con críticos cómplices que lo afirmen) para que no descubran mi parasitismo. En realidad, sólo me dedico a decir cómo tiene que moverse una serie de personas que se dedican a recitar lo que otro ha escrito. Y todo para que una multitud de fieles más o menos fanáticos, más o menos embobados por el fantasma de la cultura, compren, con sus aplausos, la sensación de ser sabios, poderosos y cultos.

Total, nada.

¿Cuántos de nosotros nos planteamos el principio básico e irrenunciable del placer?

¿Es para mí un placer este montaje estúpido y engreído con el que pretendo engañar a tanta y tanta gente? ¿Será un placer para los espectadores ver lo que ya se saben de memoria, escuchar un mensaje que quizás era nuevo cuando Ibsen lo escribió en 1879?

—Eh, tú, ponme otro whisky, ¿quieres?

En un instante de lucidez, me defiendo pensando que fue la envidia lo que hizo que mi señora Linde hablara de aquella forma. La envidia de mi bagaje cultural desde su profunda ignorancia. Y, por un momento, eso me devuelve el regocijo y la animación. Pero inmediatamente me la imagino replicándome: «¡Claro que es envidia, gilipollas! ¿Y qué? ¿Eso vuelve falso todo lo que te he dicho?», con su tono inmensamente frío e indiferente, y se desmorona de nuevo mi castillo de naipes. Hundido. Vacío. Inerme. Envidia, ¿qué cojones significa envidia? ¿Y qué si me tiene envidia? Da igual lo que ella sienta. En mi desmoronamiento, no se trata de ella, ella no es nadie, no existe, una actriz nefasta, un polvo rápido, una mamada en una bañera, ella es lo de menos. Aquí, sólo se trata de mí. De mi gilipollez, de mi envidia. De la mía y sólo de la mía. ¿A quién coño le interesa la envidia de la señora Linde?