La Doncella rubia tiene quince réplicas en toda la obra, ocho de las cuales son «Bien, señorita», «Señorita», «Sí, sí, perfectamente», «La señorita está servida», «Bien, señorita», «Sí, señor», «¿Dónde pongo esto?» y «¿Necesita usted algo más?». La máxima oportunidad de lucimiento que se le ofrece son un par de titubeos en su frase más larga: «Sí, señorita, con el señor director… Pero como el señor doctor está ahí dentro… no sabía si…». Horas y horas ensayando ante el espejo para dar la dimensión adecuada a tantos puntos suspensivos. Años de estudios de arte dramático deben resumirse en esas quince frases. A ver si su próximo papel es más lucido. Vamos a darle una oportunidad a la muchacha.
—¿Has comido ya?
—Sí.
—¿Te vienes a tomar un café al bar de al lado? —Me mira como si llevara meses esperando esa proposición—. Quiero hablar un rato contigo.
—Claro. —Sonríe. Da por supuesto que hablo con segundas.
En el bar, pido café y whisky. Ella no quiere tomar nada, gracias, o mejor, sí, licor de manzana, gracias, bien frío. Tiene unos pechos enormes que intenta disimular con una camisa holgada, a cuadros, arremangada por debajo de los codos, al estilo camionero. También los pantalones vaqueros le van anchos. Me mira con descaro, con la misma intensidad con que me observaba de soslayo, en los ensayos, cuando se creía que yo no la veía. Actitud de actriz que cifra en una entrevista a solas con el director la suprema posibilidad de lucirse y hacer méritos. Tratando de mostrarse auténtica y natural, interpretará con demasiado énfasis la faceta que quiere vender de sí misma. Ya me lo sé.
Rompo el fuego, sin aliento, con el corazón en un puño:
—¿Qué te parece la obra?
No desvía la vista. Hace una mueca. Dice: «Es un clásico», y calla, como si esperase una andanada de más preguntas a las que responder telegráficamente, o como si supiera de sobras que no estamos allí para hablar de la obra.
—Dices que es un clásico como si eso fuera un defecto.
«Así que insistes». Aparta, pues, la vista. Asiente, indulgente con mi reticencia a los ataques frontales, y bebe un poco de licor de manzana. Continúa sonriendo, dando a entender que no me va a gustar lo que tiene que decirme.
—Mira: no me gustan los clásicos porque no se puede ser crítico con ellos. Si te dan cualquier libro recién publicado, tienes absoluta libertad para opinar que es un bodrio, o puedes decir simplemente que no te gusta. Y no pasa nada. A veces incluso conviene decir que no te gusta, para quedar bien, aunque te haya gustado, eso te hace parecer más inteligente. Cuando te dan a leer un clásico, en cambio, tiene que gustarte por fuerza. No puedes leerte el Ulises de Joyce y decir que es una mierda. No puedes decirlo ni en broma, ni aunque te parezca de verdad una mierda. O sea que, para mí, los clásicos, cuanto más lejos mejor. Prefiero defender mi derecho a la crítica, a la opinión personal.
Me siento desconcertado.
—Vaya —farfullo—. Últimamente, todo el mundo torpedea mis convicciones culturales.
—Es que hemos estudiado en la misma escuela de arte dramático —dice, absorta en la contemplación del licor de manzana.
Y me dirige un reojo intencionado. Yo debería preguntar: «¿Hemos?», a qué viene ese plural, a quién se refiere, con quién ha estudiado en esa escuela, pero no hace falta, los dos sabemos a quién se refiere. Es evidente que ha hablado con mi señora Linde, que ha estado conspirando. «Si te pregunta qué te parece la obra, dile que…». Le ha contado lo que hicimos en el hotel de tres estrellas. El truco del espejo. La mamada en la bañera. Si sabe todo eso, también debe de saber lo que estamos haciendo en el bar, después de comer y antes del ensayo de la tarde.
Esa ojeada traviesa la hace tremendamente atractiva, y lo sabe, y la explota. La ha practicado mucho, ante el espejo, mientras matizaba los puntos suspensivos. Sus ojos son hermosos, muy grandes y grises. Quizás hasta demasiado grandes. Como su boca, también demasiado grande, demasiados labios, demasiados dientes, tan parecida a la boca de Sarah Miles. Lleva el pelo corto, brillante como el oro, espeso, rizado, pegado al cráneo en un inútil intento por endurecer sus rasgos. Tiene cara de niña. Un poco mofletuda. Un poco porcina, tal vez. Un poco depravada, tal vez. Pecosa, con dos incisivos con los que suele acariciarse el labio inferior, como si reprimiera constantemente palabras u ocurrencias inconvenientes. ¿Por qué no me habré fijado antes en ella?
Reacciono al fin:
—¿Y en la escuela de arte dramático os enseñaban a manteneros lejos de los clásicos?
—El profesor de Historia del Teatro. —Le divierten mis aspavientos de sorpresa—. Era un chico muy tímido y no sabía cómo ganarse la simpatía de sus alumnos. Ese miedo es muy común en los profesores. La mayoría renuncia a esa simpatía ya de entrada, y suelen ponerse autoritarios y desagradables. Pero hay otros que, para seducir al auditorio, dicen lo que les parece que los alumnos quieren oír. Como leer a los clásicos es un coñazo, dicen que los clásicos son un coñazo y que más vale no leerlos. Como aprenderse los papeles es mortal, dicen que no hay que memorizar nada y que sólo es buen actor aquel que improvisa constantemente. Nada de disciplina, nada de ensayos. A todos mis compañeros, aquel pájaro les parecía un tío cojonudo.
—¿Y a ti?
—Yo me acostaba con él.
—Y, a pesar de todo, te convenció de que los clásicos son un coñazo.
—Los clásicos son marcianos. El marido de Nora hace su primera entrada en escena diciendo: «¿Es una alondra la que está gorjeando?», refiriéndose a su esposa.
—Hay que cambiar un poco esa réplica, sí —acepto, azorado.
—Y luego: «¿Es una ardilla la que está enredando?». Ese tío es un gilipollas.
—Tiene que ser un gilipollas.
—A ver cómo te las compones para que el público no se ría, o patee, o se levante y se largue, después de esas dos réplicas de Helmer.
—Será cosa de la traducción.
—Será que es un clásico. Los clásicos son clásicos porque lo dicen los libros de texto. Desde que se escribieron los clásicos, muchos otros escritores, algunos tanto o más inteligentes que los clásicos, han escrito otras cosas mejores. Han aprendido del clásico y han mejorado al maestro. A eso se le llama evolución. De lo contrario, todavía estaríamos diciendo que la Tierra es plana, porque los clásicos más clásicos decían que la Tierra era plana. Oye, pero ¿de verdad me has traído aquí para hablar de los clásicos?
—¿Para qué te parece que te he traído aquí?
Sonríe de nuevo. De aquella forma.
—Para hablarme de tu próximo montaje. A lo mejor, yo podría tener un papel importante en él.
—No sé ni cuál será mi próximo montaje.
—No seas tonto. Yo eso no tengo por qué saberlo. Háblame de tu próximo montaje. Yo soy una actriz que quiere triunfar y tú eres un director de fama. Se supone que estoy dispuesta a lo que sea con tal de conseguir un papel de protagonista a tus órdenes.
—¿Es así? ¿Lo que sea?
—Le preguntaron a una señora: «Si le diera cien millones de pesetas, ¿usted me la chuparía, señora?». Y ella, ruborizada, dijo: «Pues, la verdad, cien millones de pesetas es mucho dinero, yo creo que por cien millones de pesetas sí que lo haría…». «¿Y por quinientas pesetas?». «¡Por favor, con quién se cree que está hablando!». La respuesta: «Eso ya ha quedado claro antes, señora. Ahora estamos discutiendo el precio». —Se pone seria. Con los labios apretados, se pasa la lengua por los dientes. Suspira y me da la impresión de que, con aquel suspiro, está renunciando a algo—. No. No es así. Estoy dispuesta a hacer lo que sea, pero a cambio de nada.
Le pongo una mano en la nuca. Arquea una ceja y fuerza un gesto cómico. La beso. En seguida abre la boca y me echa los brazos al cuello. Me acaricia el pelo con manos inquietas mientras su lengua juguetea con la mía, inspecciona mi paladar, se pasea sobre mis dientes como antes se paseaba sobre los suyos. Noto su pecho voluminoso contra el mío y palpo el contraste de su cintura de avispa, los huesos de sus caderas. Escucho su respiración anhelante. Se separa y, con los ojos brillantes, gris acero, y actitud infantil ilusionada, susurra:
—¿Vamos?
—¿Adónde?
—Vivo cerca de aquí.
Vive en una casa antigua del barrio viejo, de fachada desconchada y balcones llenos de ropa tendida y jaulas de canarios cantarines.
Por el camino, me abraza por la cintura.
—¿Quieres que hablemos de lo que vamos a hacer? Suele dar buen resultado hablar de ello.
—¿Hablar? ¿De lo que vamos a hacer?
—Sí. ¿Tienes alguna perversión especial? ¿Algún capricho?
Quiero reproducir paso por paso la experiencia vivida con mi señora Linde. Esto es un exorcismo. Pienso, pues, en el espejo. Pero no sé si decirlo aún.
—Vamos —me anima con un jovial apretón cariñoso.
—Me gusta que me masturben —confieso, un poco avergonzado. De pronto, han interferido Laura y sus habilidades.
—Bien. —Ni se inmuta—. ¿A mano? ¿Con boca? ¿Con filete?
—¿Con filete?
—Una escalopa de ternera, para ser más exactos. Bien impregnada de huevo. Los que entienden dicen que el resultado es exquisito. Y, después, lo cocinan y le encuentran más sustancia. Pero eso es exclusivamente para gastrónomos.
—No, no. Yo a mano —reconozco mi clasicismo.
—Bueno. Me sé algunos trucos. Desde luego, nada de subir y bajar, ¿verdad? —Hace el gesto obsceno de tocar la zambomba—. Yo soy partidaria del movimiento circular. —Imita el movimiento que hace la muñeca para descorchar una botella de champán rebelde.
Se me está entrecortando la respiración.
—¿Tienes un espejo?
—Claro. De cuerpo entero. ¿Te gusta verte en el espejo?
—No es eso. Quiero verte a ti. Ya verás. —Le he pasado el brazo por encima de los hombros y le acaricio el cuello—. Quiero que antes tengas un orgasmo tú sola. Déjame hacer a mí.
—No sé, no sé —dubitativa—. No sé estar sin hacer nada.
Escalera estrecha y desgastada, pasamanos pegajoso. Puerta pintada de verde y, al otro lado, un espejo de cuerpo entero con el azogue estropeado en algunos puntos, adornado en su marco con ramilletes de flores secas. Es un espejo que adora a su dueña, que está acostumbrado a su imagen y la trata con mimo. Me parece apetecible, tan rubia, piel morena, ojos grises, sonrisa brillante y exultante. Me resulta tentadora, ella delante, yo detrás, la imagino desnuda, grandes tetas, sus piernas abiertas en un ángulo de ciento ochenta grados, mostrando la cara oculta de los muslos y la abertura golosa, rodeada de vello hirsuto, negro y excesivo, donde se atrafagará mi miembro henchido. Le pongo las manos en las caderas y la beso en el cuello.
—¿Este espejo servirá? —pregunta.
—Será estupendo.
—Tráelo, pues.
No se desprende de mis manos, o digamos que sabe desprenderse sin que parezca un rechazo o un alejamiento. Avanza por un pasillo decorado con reproducciones, debidamente enmarcadas, de carteles anunciadores de distintos espectáculos producidos por Diaguilev a principios de siglo. El pájaro de fuego y Petrushka, de Stravinski, Dafnis y Cloe, de Ravel, Juegos, de Debussy, todos ellos pintados por el gran Léon Bakst. Y, en lugar preferente, el cartel de El sombrero de tres picos, de Falla, pintado por Picasso.
Descuelgo el espejo y cargo con él, con mucho cuidado, a lo largo del pasillo largo y estrecho, con dos puertas cerradas (cocina y cuarto de baño, supongo), que desemboca en una gran sala conseguida a base de tirar tabiques. Una especie de comedor–dormitorio al nivel del suelo. Mesa enana, cojines en abundancia, televisor y equipo de música sobre cajas de fruta pintadas de colores vivos, y un colchón enorme cubierto por una tela con motivos de Mariscal.
Mientras busco el lugar idóneo para el espejo y lo coloco allí, junto a la cama, apoyado en un sillón de mimbre, le pregunto si vive con alguien. Me parece increíble que esté soltera y no se la vea afectada por una reciente separación.
—Vivo sola. Pero no suelo dormir sola. Tengo muchos amigos.
Entonces, deduzco, se prostituye. No es una buscona callejera, ni trabaja como masajista, pero supongo que ofrece favores sexuales a sus amigos a cambio de que cubran sus necesidades. No sé lo que debe de cobrar por su papel de Doncella, pero desde luego que no basta para vivir.
—¿Cómo te ganas la vida?
—Haciendo esto y aquello, strip–tease, baile moderno, modelo, azafata… Lo que salga.
Me apeno. Me despierta cierta repugnancia.
Mientras me respondía con indiferencia, se ha dirigido al equipo de música, se ha agachado y ha puesto un compacto. Espera, en cuclillas, hasta que empieza a sonar un blues cadencioso, marcado por un bajo y una batería machacones, cantado por una negra en cuya voz vibran risas de felicidad, y punteado por una guitarra sabia y sensual. Y ella, mi Doncella rubia, se pone en pie y se encara conmigo y mueve las caderas al ritmo pausado de la música mientras procede a desabrocharse la camisa.
—Bueno, adelante —dice—. ¿Qué es eso que me habías prometido?
Su actitud evidencia que vamos a jugar al más divertido y emocionante de los juegos.
Me acerco. Ya se ha desabrochado los botones, saca los faldones fuera de los pantalones y se quita la camisa. Usa sujetadores de la talla más grande que existe. Me fascina la delgadez de su cuerpo, la brevedad de su cintura, la suave curva de sus caderas, disimuladas aún por pantalones excesivamente grandes. Se me van las manos y la boca. Extraigo los pechos de las copas del sostén y los lamo, busco el pezón con afán de bebé hambriento. Lo mordisqueo. Hundo mi rostro entre los dos monstruos y los oprimo contra mis mejillas para perderme en aquel refugio de carne cálida y blanda. Ella me deja hacer, maternal y compasiva, mientras se desabrocha el sujetador. Luego, tambaleándose debido a mis cabezazos ansiosos, se lanza a quitarme la camisa. Podría pasarme toda una vida ensalivando aquellos pechos infinitos, pero recuerdo mis promesas, y mi propósito de reproducir la escena que me obsesiona, y me remonto en busca de sus labios como si el beso fuera trámite imprescindible que me hubiera saltado inadvertidamente. Siempre se comienza con un beso en los labios, ¿no? Nos comemos las bocas y luchamos cada uno con la hebilla del cinturón del otro, dando fuertes tirones. Nos reímos, labios contra labios, chorreando saliva. Gana ella: vence al botón, y corre la cremallera, y mete la mano en mi secreter. Me resisto, digo: «No, no, no» mientras eludo su contacto, me agacho, consigo bajarle los pantalones y las bragas más allá de las nalgas. Ella tira de mi camisa con la pretensión de quitármela por la cabeza. Tropieza con los pantalones, que le traban las rodillas, y cae sentada sobre la cama, y suelta la carcajada. Yo también me dejo caer en el suelo. Nos desprendemos los dos de tan molestas piezas de ropa, con tanta premura como si hiciéramos una carrera. Ella ya está esplendorosamente desnuda y aprovecha que yo pugno por quitarme la camisa para gatear hasta mí, introducirse entre mis piernas y, al grito de «Ahora verás», apropiarse de mi verga con los labios. Le digo, agónico, suplicante, como niño malcriado reclamando su capricho: «¡No, no, primero yo, tú has de correrte primero!». Ella me mira de soslayo, con ojos brillantes, de abajo arriba, y suelta mi sexo encendido para desafiarme, al tiempo que se pone de costado para ofrecerme el suyo:
—A ver quién llega primero.
Y se pone a la tarea con una maestría que me hace cerrar los ojos, que me debilita todos los músculos. La obedezco en un primer impulso, de cabeza a su entrepierna, y sumerjo la lengua en cavidades deliciosas. Ella es muy ruidosa con la lengua y con los labios y no sé qué demonios está haciendo pero el placer parece clavárseme en la carne, se apodera de mi cuerpo y de mi voluntad como la más traidora de las drogas e impide que me concentre en nada más. Soy incapaz siquiera de realizar una tarea tan sencilla como chupar y lamer. Tengo que abandonar y me dirijo de nuevo a su rostro, mareado, encaramado a cimas desconocidas desde las que sólo queda lanzarse de cabeza al orgasmo. No quiero. No quiero, y agarro su cabeza con las manos y la obligo a desistir, y suelta de nuevo su chupón predilecto, sonriente, muy satisfecha por la fiebre que evidentemente me está provocando. La abrazo, la inmovilizo, la beso en las mejillas carnosas, en los labios enormes, en los ojos, mientras murmuro:
—Quieta, tranquila, ¿no ves que, si me corro yo primero, te vas a perder el resto de la función?
—¿Tú crees? —se ríe. Pero no se ríe de mí.
—Soy de los que, después, se duermen.
—Te despertaré.
—Déjame a mí, por favor.
—No puedo estarme quieta. —Y es verdad: ahora son sus manos las que juguetean—. Este chisme es una provocación. ¿Por qué no te dedicas tú a lo tuyo, y yo a lo mío, y cada cual que disfrute a su aire?
—Hagamos lo del espejo —propongo.
Se incorpora. Se apoya en un codo y señala a nuestros gemelos, que nos miran desde más allá de la cama. Están desnudos, como nosotros, y trabados en un complicado nudo de carnes. A distancia, me parece más tremenda mi erección y más apetitosas sus tetas blancas y abundantes. En la imagen no siento la fiebre ni la premura, y eso también es de agradecer.
Me entretengo tanto, perdido en la contemplación de los otros, que otra vez es mi Doncella quien se adelanta. Se pone en movimiento y me empuja hacia la cama, hacia el espejo.
—Ven. Antes quiero enseñarte una cosa.
Y, como si adivinara mis pensamientos, se pone de espaldas a mí, se espatarra ante el espejo y, «ven», busca mi mango para introducírselo entre las piernas, como hizo ella, la otra, la señora Linde, aunque no para la sodomía. Y me parece milagroso, o casual, o demasiado vulgar, pienso que todo el mundo lo hace, que debe de ser una moda reciente, hubiese querido sorprenderla como la otra me sorprendió a mí, como yo sorprendí a Laura. Pero esta no hace lo que las otras, no se introduce el miembro ansioso entre los labios ansiosos, sino que lo deja fuera, erecto, y lo aprisiona entre los muslos de manera que, en el espejo, entre el vello rubio veamos asomar como suya la testa congestionada que me pertenece. Y, triunfal, anuncia:
—¿Lo ves? ¡Si tuviéramos esto, las mujeres no os necesitaríamos para nada! ¡Ya me siento realizada! ¿No has oído hablar nunca de la envidia del pene? ¿Del complejo de castración?
Y se ríe. Es una broma, pero yo me la tomo en serio. De pronto, me parece que lo entiendo todo. Evoco el ensimismamiento de la señora Linde, la forma en que se olvidó de mí en su disfrute, y recuerdo el arrebato y los espasmos de Laura, y se me ocurre que, mediante este ritual, las dos se apropian de mi verga, de mi virilidad, se convierten en hermafroditas a mi costa y pueden permitirse el lujo de olvidarse de mí, de relegarme como algo inservible. Qué gozo secreto el suyo, qué traición, qué humillación. Y me saca de mis pensamientos la rubia, mirándome a través del espejo, arreboladas las mejillas, enturbiada la mirada, desleída la sonrisa en mueca canallesca, a cuatro patas y pidiendo:
—Oye, ya que estás ahí detrás, ¿por qué no aprovechas la ocasión?
A cuatro patas, como una perra. Las tetas colgando. El culo esférico ofreciéndose a mi capricho. No, no puede ser. El chisme en mis manos es demasiado grande para tan poco orificio. Y tengo la sensación de que voy a derramarme en seguida, mucho antes de haber podido introducirlo del todo. Sé que estos procesos de penetración no son inmediatos si no se recurre a un lubricante, que se necesita más de un intento, más de una embestida. Pero ahí voy, la tentación es demasiado fuerte, ahí voy. Ella me anima:
—¿Sabes qué se dice en Las mil y una noches? Que el lingam sin duda ha sido diseñado para el culo…
—¿El lingam? —jadeo, mientras embisto, mientras golpeo y atraigo hacia mí las nalgas blancas y redondas.
—¡Eso que me estás metiendo! —me aclara, con un grito, porque yo voy progresando.
—Ya —le digo. Y empujo—. Sí. —Y empujo—. ¿Y qué? —Y ya estoy tan adentro como es posible.
—… Que ha sido diseñado para estar donde está. —Jadeo—. Que, si le correspondiera el yoni…
—¿El yoni? —Se me van los sentidos. Yo ya voy viajando en violento vaivén por su interior.
—¡El coño!
—Ah.
—Si estuviera —jadea— diseñado —jadea— para el coño… —jadea, gimotea— ¡tendría forma de hacha! —Y acaba con una exclamación impropia, inoportuna, indecente, innecesaria. ¿Para qué?—. ¡Ay, mi amor!