11

Estoy soltando demasiados disparates en público. Le sugerí a Nora que cambiáramos su texto y su actuación al principio. Lo arreglaríamos de forma que contara que, para salvar a su marido de la enfermedad mortal que lo aquejaba, entró a trabajar en un burdel donde se sometía a las vilezas más terribles. Sugerí que explicara con detalle cómo los hombres hacían sus necesidades sobre ella, cómo la obligaban a aparearse con animales para excitarse y masturbarse ante ella y terminar eyaculando en su boca. («Derrámate en mi boca»). La actriz que hacía de Nora no sabía si yo hablaba en broma o si me había vuelto loco de atar. Me organizó un escándalo y me envió al cuerno y dijo que, si mis sugerencias llegaban a oídos de algún crítico, podía considerarme hundido para siempre. Supongo que ha contado mis desvaríos a toda la compañía porque, desde ese momento, me ha parecido observar que todos me miran con aprensión, que se someten a mis órdenes con mal disimulada reticencia, que ya no hacen preguntas ni aportan ideas. Como si creyeran que la obra va a ser un fracaso y aceptaran colaborar en ella sólo por ganar dinero, dispuestos a pasar el mal trago cuanto antes, y seguros de que la crítica me atribuirá a mí, y sólo a mí, toda la responsabilidad. Supongo que ya van diciendo por ahí que no lo ven claro, que no saben lo que me pasa, y cosas por el estilo.

Es desesperante.

—No sé si te das cuenta de que yo, aquí, tengo la autoridad. ¡Tengo un poder! ¡Si a mí me da la gana, te vas a la calle! ¿Me oyes? Yo encuentro una señora Linde como tú, o mejor, en menos de veinticuatro horas. Y además me la chupará cuando yo se lo pida. Eres consciente de eso, ¿no? ¡Di! ¿Eres consciente o no?

—Claro que soy consciente de eso.

Me telefonea a casa, esta misma noche. Me pilla por sorpresa, cocinando, sumido en un silencio morboso frente a una Laura que no sabe qué decir ni dónde mirar.

—¿Diga? Ah, eres tú…

—Eso de que te ibas a buscar otra señora Linde, ¿iba en serio?

—¡Claro que no!

—¿Estoy despedida de la compañía?

—No, mujer. Era una forma de hablar.

—Era una forma de hablar mal, en todo caso.

—Sólo trataba de convencerte para que me concedieras unos minutos a solas. En el hotel de tres estrellas. Prometiste que me dirías cuándo y todavía no te he oído.

—De momento, dejemos las cosas claras. ¿Sigo siendo yo tu señora Linde o no?

—Sí, sí. Ya te digo que sí.

—Entonces, tendremos ocasión de vernos en el teatro. Ya hablaremos.

—Espera, espera.

Cuelga.

Sobre una cama de hierro, desnuda y abierta a mis caprichos, atadas las muñecas y los tobillos a los barrotes. Me vengo de sus evasivas con un falo gigantesco que le desgarra la piel para poder entrar en ella. Y ella llora y chilla, gimotea sin placer mientras yo le reviento los pezones quemándolos con brasas de cigarrillos, o le deformo sus tetas sublimes con la ayuda de unas tenazas. Luego me masturbo sobre su boca, sobre sus ojos. Invito a una pandilla de gamberros para que se masturben todos a la vez sobre aquel rostro vulgar y tosco, cada vez más hermoso. Una gran jeringa metálica, como las que usaba la Inquisición en sus interrogatorios de brujas, cargada de agua hirviendo. «Ahora aprenderás, hija de puta».

Se me acerca el mulato, muy decidido. Yo hago como que no lo veo. Me dispongo a pasar de largo, pero me agarra de la manga. Tiene mucha fuerza. Sus dedos se me clavan en el bíceps.

—¿Qué quieres? —le suelto, un poco agresivo.

Sonríe.

—Deja en paz a la chica, ¿vale? —No deja de sonreír—. Búscate otra, o pórtate como la gente, ¿vale?

—¿Pero a qué viene esto? ¿Qué hago yo?

—Nada. No haces nada. No has hecho nada, ni volverás a hacer nada —como una maldición—. ¿De acuerdo?

Cinco skinheads locos y asesinos, ansiosos de ver su sangre brillante. Los invito a una fiesta. Y, de postre, señora Linde encadenada. «Es toda vuestra, muchachos, desahogaos, quiero ver cómo os la folláis todos a la vez. Por delante, por detrás, por la boca. Y a ver si encontráis más agujeros donde metérsela. Vamos. Todos a la vez. Habrá un premio para el más imaginativo».

¿Por qué tuvo que compararme con un tratante de esclavos?

En el escenario se hunde la obra en cuanto ella avanza en dirección a Nora y dice: «Buenos días, Nora. Por lo visto, no me reconoces».

En el patio de butacas, me hundo yo, con la mano en el bolsillo, toqueteándome disimuladamente, ajeno a todo lo que no sea mi sexo.