10

Lleva un vestido negro, de escote redondo. La falda, muy corta, apenas le cubre el comienzo de los muslos. Me figuro que la siento sobre mis rodillas, que basta con apartar un centímetro su braguita, en caso de que la lleve, para entrar en ella sin que nadie se aperciba. Me imagino un coito inmóvil y secreto, los dos mirando a cualquier parte, disimulando, su mano temblando en mi hombro.

No puedo pensar en otra cosa. Estoy convencido de que su belleza aumenta día a día desde que estuvimos en el hotel de tres estrellas. He llegado a suponer que se embellece a propósito, que se depila las cejas, que se maquilla cuidadosamente, que se somete a cuidados faciales, a quién sabe qué milagrerías que hacen más altivo su busto, más respingonas sus nalgas y más largas sus piernas. Todo para fastidiarme a mí, para restregarme por las narices lo que con mi estupidez me perdí.

—Vamos, ¿qué te pasa?

—Nada.

—¿Es que no te gustó?

—Claro que me gustó.

—Entonces, ¿por qué no quieres repetir?

—Yo no digo que no quiera repetir.

—Bueno, pues vamos.

—Digo que ahora no.

—¿Cuándo?

—No sé.

—Di un día. Una hora.

—No lo sé. No me atosigues.

No puedo pensar en otra cosa. Cuando hablo con ella, no puedo levantar la vista de su escote. Si lleva blusa, tengo que hacer esfuerzos desesperados para no abrírsela de un tirón, haciendo saltar botones y desgarrando los ojales, para no descubrir sus tetas y comérmelas a bocados.

—¿Cómo va todo? ¿Bien?

—Bien.

—He visto que ya dominas el texto.

—¿Crees que lo voy haciendo bien?

—Muy bien.

—Eso me parecía, porque ya no me gritas.

—¿Continúa sin gustarte la obra?

—Me parece una carcamalada.

—Dios mío.

No sé lo que entenderá ella por carcamalada, pero en los últimos días, desde el patio de butacas, tengo la sensación de que la obra se hunde estrepitosamente. Nora es una histérica, caprichosa y estúpida, demasiado convincente al principio, cuando era capaz de hacer cualquier cosa por su marido, y demasiado alborotada al final, cuando por una nadería es capaz de echar toda su vida por la borda. Yo mismo ya no entiendo la obra. Me parece pasada de moda, elemental, mil veces superada por mil obras mejores escritas después, tal vez por autores que aprendieron de Ibsen, y que se lo deben todo a Ibsen pero que, ya sea por una cuestión de talento o de cronología, o porque sencillamente Ibsen había escrito lo que escribió, han tenido la oportunidad de tratar el mismo tema con mayor valentía, complejidad y profundidad. Me siento arbitrario e ignorante, he comenzado a introducir cambios estrafalarios en el montaje.

Yo apoyado en el quicio de la puerta de su camerino y ella peinándose. Figura que he venido a comentarle algo de su interpretación. Cualquier nadería. Si fuera sincero, ya habría prescindido de ella hace tiempo. Ella ni me escucha. Por fin, después de marcar una pausa, después de admirar su figura en el espejo, sus tetas libres bajo la camiseta, sus labios abultados, su mirada indiferente, me atrevo a soltar:

—Los clásicos son inmutables, eternos y sublimes porque hablan de sentimientos eternos, inmutables y sublimes.

—¿Ah, sí? —responde ella sin interés, con sonrisa socarrona y triunfal.

—Puede cambiar la sociedad, la moda, las personas, la época —declaro con aplomo—, pero los sentimientos siempre son los mismos. El amor, el odio, el miedo, los celos…

—Quizá —me corta, impaciente (y ahora sé que me he puesto a prueba, que he sido muy atrevido, que me he arriesgado demasiado)—. Yo no estoy tan segura. En todo caso, esos mismos sentimientos se viven de manera diferente. ¿Tú crees que tiene idénticos sentimientos un homosexual de hoy en día que uno de hace cincuenta años, cien años, que uno de la antigua Roma? Es imposible. ¿Crees que se enamora exactamente igual una jovencita de veinte tacos de nuestros días que una de hace doscientos años? ¿Te enamoras tú igual que un tratante de esclavos del siglo XVIII? —¿Por qué me compara con un tratante de esclavos?—. ¿Crees que el miedo que puedas sentir tú es parecido al miedo de un campesino medieval que vivía entre la guerra y la peste? Es absurdo. ¿Crees de verdad que tu mundo y el mundo de Shakespeare tienen algo que ver? Todo cambia. Continuamente. No hay nada inmutable y eterno. A los clásicos, como a Dios, nos los inventamos y los tenemos de referencia para mitigar el miedo a la nada, al vacío, a la muerte. Son los dioses de los ateos, los santitos de los santurrones modernos. Hablamos de amor, odio, celos, miedo, veneración, admiración, para entendernos… —pienso que la quiero y la odio y tengo celos de ella y la temo, y la venero y la admiro, me fascina todo lo que pueda decirme, me tiene poseído—, pero no existe un concepto preciso y único para cada sentimiento. Cada cual ama como quiere y como puede, y odia como no le queda más remedio, y se horroriza como le sale, y se compadece de lo que no puede evitar que le apene. Tú amas a tu manera y yo amo a la mía. Tú llamas amor a una cosa y yo a otra, probablemente muy distinta. Ponemos nombres a los sentimientos para hacernos la ilusión de que los controlamos y de que todos somos iguales, y de que nos quieren del mismo modo que nosotros queremos, pero eso no es verdad. ¿Te quiero? ¿Qué significa te quiero?

¿Se está vengando por lo que yo le dije? Qué ridículo estuve con aquella frase sin sentido. Le pedí que no se enamorara de mí y ella me está demostrando que ni siquiera sé lo que significa la palabra enamorarse.

Insisto. No puedo evitarlo. Tembloroso, insisto:

—Oye: ¿podemos hablar un rato a solas?

—Claro.

—No. Aquí, no.

—¿Dónde?

—¿Qué te parece el hotel del otro día?

Sonrisa enigmática.

—¿De qué hablaríamos?

—No hablaríamos.

—Está bien. Me lo pensaré.

—¿Y cuándo me dirás que sí?

—No sé. Ya veremos.

—Vamos, no juegues conmigo.

—Si no juego.

—Tengo muchas ganas de ti. Vamos. Dame otra oportunidad.

—¿Y tu mujer?

—Me divorcio de ella.

—No digas tonterías. Qué cosas tienes.

Tengo ganas de gritarle: «Oye, hija de puta, que de mí no se ríe nadie», que es mi manera de decir: «Por favor, no me dejes, dame otra oportunidad», pero no lo hago. Y la veo alejarse de mí, del brazo de su mulato zumbón y hermafrodita, meneando el culo los dos, dedicándome el meneo a sabiendas de que me pone cachondo su desdén.