Capítulo 7

Regresó a tiempo para calmar los temores de Demelza, y poco antes de las ocho llegaron Dwight y Carolina.

Después de la visita de su tío, Carolina tenía una visión más equilibrada de las cosas. Pese a todo lo que habían convenido, la joven había estado decidida a explicarle inmediatamente su encuentro con Dwight; pero cuando vio a su tío comprendió cuan grave era su dolencia, y prefirió guardar silencio. Demelza se mostró expansiva y excitada; y a medida que la cena avanzó, su actitud ayudó a Carolina a sentirse más cómoda.

Demelza dijo:

—Pero Dwight, ¿cuánto tiempo se ausentará? ¿Aún no lo sabe? Es un asunto que a todos nos importa.

—El cirujano naval no es carne ni pescado… pero según oí decir puede entenderse que mi nombramiento se extiende a dos años, o a toda la duración de la guerra, lo que represente menos tiempo.

—¿Y si la guerra se prolonga aún más?

Dwight vaciló. Carolina dijo:

—Continuará prestando servicio. Mi intuición me dice que su conciencia no le permitirá retirarse.

Dwight sonrió.

—Por una vez, exageras mi conciencia. Desde que volví a encontrarme con Carolina, mi patriotismo se ha debilitado rápidamente.

Demelza dijo:

—Pero no tendrán que esperar hasta entonces; es decir, hasta que Dwight abandone la Marina…

—No. Creo que ella se casará conmigo… supongo que querrá hacerlo… durante mi primera licencia. Puede ser dentro de tres meses o seis, nadie lo sabe…

—¿Y hasta entonces? —preguntó Ross a Carolina—. ¿Qué hará entretanto?

—Viviré un tiempo con el tío Ray. Después, quizá regrese a Londres.

—Preferiría que te quedes aquí —dijo Dwight—. Se respira un aire puro, y Londres no conviene a tu salud.

—Oh, sí, como sabrá —dijo Carolina a Demelza—, dedicó la primera mañana de nuestra reconciliación a auscultarme. ¡Por Dios, me pareció más embarazoso que una caricia conyugal!

Dwight se puso rojo.

—Tonterías. Carolina, oyéndote cualquiera diría que fue mucho peor. Dediqué menos de media hora, y en presencia de tu doncella…

—Oh, sí, estaba mi doncella, de modo que fue todavía más incómodo. ¿Qué seducción puede ejercer una mujer sobre un hombre que ya le examinó las amígdalas y los dientes, y le contó las costillas a la luz del día?

Dwight bebió un trago de vino.

—Bien, si quieres saberlo te lo diré. Me pareces más seductora que todas las mujeres que he conocido. Te amo, y estoy fascinado por todo lo que haces, ¡y toda la atención médica que pueda dispensarte o dispensarme no me curará jamás de eso!

Era una novedad ver a Carolina incapaz de hallar una respuesta apropiada, y para salvar el momento difícil Ross dijo:

—Después que Dwight se haya ido, y mientras viva en casa de su tío, espero que vendrá a comer con nosotros una o dos veces por semana. Le ayudará a pasar el tiempo.

—Después que Dwight se haya ido, a veces me despertaré y me preguntaré si toda esta semana no ha sido un sueño. Creo que tendré que venir aquí para que me tranquilicen. Abrigo la esperanza de que mi tío mejore, y yo pueda decirle la verdad.

—Si hay dificultades, venga a vernos —dijo Ross—. Podemos alojarla tanto tiempo como sea necesario.

Carolina miró a Demelza antes de contestar.

—¿Su marido la está comprometiendo demasiado?

Demelza dijo:

—Bien, no más de lo que yo estoy dispuesta a aceptar y a cumplir desde mañana mismo.

Ahora, Carolina sonrió y desvió la vista.

—Estuve hablando con Ross. Fue simplemente un capricho. De todos modos, quizá esta guerra termine la semana próxima, y en ese caso no necesitaré abusar de la bondad que ustedes me demuestran. En Plymouth la esposa del posadero estuvo hablando de ciertos festines sacrílegos que los franceses celebran en Notre Dame. Todo tiene un aire muy decadente, y supongo que contribuirá a corromper a las fuerzas armadas… y sobre todo a la Marina.

—El año próximo, una vez que ya navegue los mares, se operará un cambio —dijo Dwight—. En todo caso, los piojos verán la diferencia.

A las nueve y media los cantores de villancicos llegaron de la iglesia de Sawle, y Demelza recordó muchas otras navidades… seis años atrás, en Trenwith, los Treneglos habían llegado inesperadamente con George Warleggan, y Elizabeth había cantado, y también lo había hecho la propia Demelza, y había saboreado oporto por primera vez, y le había encantado el aroma y el gusto del licor, y sus efectos, a pesar de que estaba mareada, porque su embarazo de Julia ya llevaba cuatro meses. Y luego, dos años más tarde, Demelza estaba sola en la casa, y habían llegado los mismos cantores —aunque formaban un grupo muy reducido— y ella los había invitado a pasar, y había simpatizado con sus problemas, y la única razón de su nerviosismo era su nueva jerarquía, y la ansiedad de comportarse bien; y no había previsto, ni siquiera soñado que dos semanas después Julia estaría muerta, y la propia Demelza sería una inválida debilitada y sin fuerzas. Y los naufragios durante las grandes tormentas de enero, y Ross, en peor estado aún que ella, espiritualmente más agobiado, amargado y sin rumbo, que había descendido a la playa; y la turba de mineros que peleaban y saqueaban.

Esta noche, el coro trajo a todos sus miembros, y el grupo parecía hallarse en buena forma. Lo dirigía el tío Ben Tregeagle, inmune al paso del tiempo, con su aire agitado sus rizos finos y oscuros, y Mary Ann Tregaskis, y Char Nanfan, y Johnny Kimber, y Betty Carkeek, cuyo marido había muerto en la refriega con los aduaneros; e incluso Sue Baker acompañó el canto sin sufrir uno de sus ataques.

Después que el coro se marchó los cuatro se sentaron alrededor del fuego durante media hora más, bebiendo té y comiendo torta casera. Finalmente, Demelza se disculpó, y Ross la siguió poco después, de modo que los amantes quedaron solos.

Ross se dirigió a la mina, y estuvo ausente un rato. Cuando regresó, Demelza aún estaba en la cocina, y le comunicó que Carolina acababa de acostarse. Ross entró en la sala, y encontró a Dwight que se disponía a retirarse.

Ross dijo:

—Pensamos que desearían estar unos minutos a solas.

—Gracias… Y gracias también por muchas otras cosas.

—No muy importantes.

—No es frecuente que un hombre pueda reparar los errores que otro comete. Quiero decirle que…

—No lo intente. A veces, un rostro impertérrito es una gran ventaja. Y a decir verdad, es fácil aprender el gesto. Aproveche todo lo posible su felicidad, mientras la tiene al alcance de la mano.

—Eso haré. Carolina…

—Cuanto mejor conozco a Carolina, más la aprecio. —Ross se sirvió una copa de brandy, pero la dejó sobre la mesa, sin beber. No deseaba ingerir más licor—. Sólo esta semana comencé a comprenderla. Usted dispone de una vida entera para hacerlo, y me imagino que no le sobrará el tiempo. Es una mujer que siempre disimulará su bondad, como si esta la avergonzara. Lo felicito por la inteligencia que demostró eligiendo a una esposa tan excepcional.

Dwight meneó la cabeza.

—Ojalá fuese mi esposa. Ahora daría años de mi vida por un mes en tierra. Pero esta vez no podré apremiarla… ¿Demelza simpatiza con ella?

—Por supuesto.

—Lo pregunté por una razón especial. Confío en que no ocurrirá nada de lo que temo, pero bien puede ser que no disponga de una vida entera para apreciar a Carolina. En la guerra no es raro que la gente reciba heridas. No quiero mostrarme sentimental, pero tal vez ella necesite toda la amistad y la ayuda que ustedes puedan proporcionarle, incluso si nos casamos, en su condición de joven viuda…

—¿Y cree que podemos fallarle?

—No… no.

El fuego estaba bajo, y necesitaba más leña. Había que alimentarlo para que durase toda la noche.

—En muchas cosas no puedo responder por Demelza. Pero en esto sí.

Después que Dwight se retiró, Ross se dirigió a la leñera en busca de varios troncos. Cuando regresó al salón, descubrió que Demelza estaba allí. Se hallaba de pie, frente al espejo, arreglándose los cabellos. Sus codos se movían ágilmente.

Vio a Ross por el espejo.

—¿Está todo arreglado?

—Sí, todo está bien.

—Confío en que Carolina no necesitará nada. John dejó mucha leña para su hogar, pero creo que ella no la necesitará. ¿Te gustó Londres?

—Bastante, siempre que se trate de una visita. Debes venir conmigo la próxima vez.

Demelza bajó los brazos y se apartó para permitirle que echara los troncos al fuego.

—Me gustaría saber por qué el tiempo es más frío en Londres. Hace cuatro años que aquí no nieva… Si Julia hubiese vivido, ahora tendría casi seis años.

Ross levantó el atizador y comenzó a extender y alisar los restos del fuego de la noche.

—Lo sé… Y tú… Apenas tienes veinticinco años.

—¿Parezco mucho más vieja?

—No, a menudo más joven. Pero comenzaste a vivir tan joven, y tuviste experiencias… A veces siento que tienes la misma edad que yo. En seis años y medio hemos compartido muchas cosas.

—Y perdido mucho.

—Perdimos a Julia. Nada de todo lo demás es irreparable.

Ella se encogió de hombros. Era un gesto medio de abandono, pues estaba mirándolo. De pronto, ambos comprendieron que ese era el momento en que él debía sobrepasar el terreno un tanto neutro del compañerismo. Algo que había ocurrido esa noche de pronto había dejado un hueco.

Demelza dijo:

—De modo que saliste de Trenwith con la camisa intacta.

—Sí… En las últimas semanas, sobre todo desde que fui a Londres, he llegado a comprender que esta enemistad permanente es absurda, y que su veneno influye principalmente sobre el hombre que la siente. No es un descubrimiento original, y quizá no siempre podré tenerlo en cuenta, pero vale la pena considerarlo. Hoy dije a George que debíamos tratar de vivir sin rencor.

—¿Y qué dijo él?

—Nada específico; pero supongo que cuando salga de su asombro verá que es razonable.

—¿Y Elizabeth?

—Ah… Acerca de ella no estoy seguro. —Afirmó mejor las dos piernas, y luego, siempre en cuclillas, elevó los ojos hacia su esposa. Esa noche, el rostro delgado e introspectivo tenía una expresión menos defensiva—. Demelza, quería hablar contigo acerca de ella.

—No, prefiero no abordar ese tema.

—Creo que debes hacerlo. Antes de viajar, no pensaba así. Pero no hay otro camino.

—Ross, olvidé todo el asunto. Todo ese período. Nos hará daño evocarlo. Preferiría mucho más no volver a rozar el tema.

—Lo sé, pero… en realidad, no podemos olvidarlo ¿verdad? A lo sumo… no le hacemos caso, miramos en otra dirección.

Ella se apartó del fuego para darse un respiro, enderezó una cortina, apagó tres velas dispuestas sobre una mesita, de modo que los muebles que estaban al fondo del cuarto hundieron sus superficies en las sombras. Con aire distraído comenzó a sacudir un almohadón.

Ross dijo:

—Quiero asegurarte que Elizabeth ya no significa nada para mí.

—Ross, no digas eso. No quisiera que digas más de lo que sientes…

—Pero te aseguro que así lo siento…

—Sí, ahora. Pero llegará el momento, quizá el mes próximo quizá el año próximo…

Él la interrumpió:

—Ven aquí, Demelza. Siéntate, ¿quieres? Escucha lo que tengo que decirte.

Después de un momento, ella accedió.

Ross dijo:

—Estás tan ansiosa de mostrarte justa, de no engañarte, de hacer en todo lo mejor posible… Pero en realidad lo tienes todo… ¿Querrás creerme?

—¿Tengo derecho a creer eso?

La luz de las velas y el fuego parpadearon sobre el rostro de Ross.

—Sí. Ojalá pudiese explicar cuál es mi situación frente a Elizabeth. Pero creo que en cierto modo debes entenderme. Amaba a Elizabeth antes de conocerte. Ha sido un… un vínculo constante toda mi vida. ¿Sabes lo que se siente cuando uno ha deseado algo y nunca lo tuvo? Su verdadero valor puede ser reducido o nulo; pero eso no importa. Lo que importa es su valor aparente, que siempre es grande. Lo que sentí por ti siempre fue mensurable, comparable, algo humano y parte de mi vida corriente. Lo otro, mi sentimiento por Elizabeth, no era así. Por eso, lo que hice… lo que ocurrió en mayo, si pudiera haber ocurrido en un vacío, sin dañar a nadie, de ningún modo lo lamentaría.

—¿No? —dijo Demelza.

—No. Porque gracias a ese episodio llegué a identificar cosas, las mismas que sin duda debí conocer sin necesidad de la experiencia, gracias al sentido común y a la percepción; pero lo cierto es que no sabía a qué atenerme. Una es que si uno lleva una relación idealizada al nivel de una relación común, no siempre es esta la que queda en desventaja. Después de esa noche, durante un tiempo pareció que todo estaba dando vuelta… durante un tiempo nada me pareció claro. Y cuando comencé a ver claro, el sentimiento seguro y evidente fue que a quien amaba de veras era a ti, y no a ella.

Demelza estaba inmóvil, los párpados pálidos, el ceño mostrando una expresión concentrada. Él no pudo adivinar que Demelza estaba luchando con extraños demonios, su mente y sus sentimientos divididos: por una parte, luchando para evitar la capitulación demasiado fácil, hacia la cual la impulsaba su corazón; por otra, contemplando el amor que él le ofrecía ahora, y comprobando, perversamente, que no bastaba, que como factor único y aislado no era suficiente.

—¿Puedo preguntarte algo?

—Naturalmente.

—Dime, Ross, ¿cómo llegaste a sentir eso? ¿Qué te convenció? Quiero decir que la experiencia en sí misma mal puede haber sido desagradable.

—¿Qué experiencia?

—Con Elizabeth.

—No… lejos de ello. —Vaciló, un tanto desconcertado—. Pero yo no buscaba simplemente un placer. Yo estaba… creo que en lo esencial estaba buscando el equivalente de lo que había encontrado en ti, y no estaba allí. Para mí, no estaba allí.

—Quizá habría llegado con el tiempo. Quizá, Ross, no perseveraste.

Él la miró con sequedad.

—¿Hubieras preferido que lo hiciera?

—Bien, no conozco los detalles de tu… aventura, pero me parece que no eres muy justo con Elizabeth. Por lo menos… no simpatizo mucho con ella, pero no es una mujer liviana. Supongo que la sorprendiste. No se asombraría saber que al principio trató de ser fiel a su nueva promesa. No sé cuánto tiempo estuviste con ella, o con qué intensidad la amaste, pero yo diría que hay situaciones en las cuales ella puede parecer más atractiva.

—¿Ahora estás defendiendo a Elizabeth?

—Bien, sí… o no. Creo que estoy defendiendo a las mujeres. En verdad, Ross, ¿acaso todos los hombres no tratan a todas las mujeres como a seres inferiores, como a un ganado que se toma y se deja a voluntad? Yo… me alegro mucho de que esta noche me prefieras, y confío en que siempre lo harás. Pero creo que es injusto juzgar y condenar a una mujer sobre la base de un encuentro casual. No me gustaría que me juzguen así. Aunque, a decir verdad, creo que me han juzgado de ese modo, hace muy poco tiempo.

—¿Qué quieres decir?

Demelza vaciló, un poco insegura ahora del abismo que se abría ante ella, y de pronto súbitamente segura de que, aunque no estuviese planeado, era el momento de la prueba decisiva.

—Si hemos de hablar de eso, debo decirte algo. A menudo pensé hacerlo, pero no me pareció que fuera importante si yo ya no te interesaba. Pero ahora, si lo que dices es cierto, si lo dices realmente en serio…

—Por supuesto, hablo en serio.

—En ese caso, debo decirte, antes de que sigamos, que en mi última visita a casa de los Bodrugan tuve una aventura… aunque no concluyó del mismo modo que la tuya. Fui… te imaginas cuál era mi estado de ánimo cuando fui a esa fiesta. Fue apenas cuatro días después de tu visita a Elizabeth. De buena gana me hubiera vengado de ti del único modo que estaba al alcance de mis posibilidades. Y según ocurrieron las cosas, tuve oportunidad de hacerlo. Malcolm McNeil estaba allí.

—¿McNeil? —preguntó Ross—. Él…

—Sí. Mantuvimos cierto galanteo durante la velada. Y después vino a mi cuarto.

Ross la miró.

Demelza dijo:

—No debes criticarlo, porque si vino fue en vista de que prácticamente lo invité. Pero cuando llegó y comenzó a hacerme el amor, me pareció menos atractivo que lo que yo estaba dispuesta a tolerar. Desconozco qué normas he creado en ti, pero sé que norma creaste en mí. De modo que en definitiva no quise saber nada con él. El encuentro no concluyó de un modo tan feliz como el tuyo con Elizabeth. Estaba muy enojado.

—Dios mío. Me lo imagino.

—Ya lo ves. Tomas partido por el hombre, del mismo modo que yo lo tomé por Elizabeth…

—No es así. Si alguna vez vuelvo a encontrarme con ese cerdo licencioso…

—Pero no es justo criticarlo. Si quieres encolerizarte con alguien, debes hacerlo conmigo…

Ross se puso de pie y caminó lentamente por la habitación. Se detuvo, con las manos a la espalda, viendo sin leer los títulos de los libros de su estantería. Después de un rato dijo:

—No comprendo. ¿Ocurrió algo entre tú y McNeil? ¿Sentías algo por él?

—Antes creí que sentía algo; pero no es el caso ahora.

—Algo… —Los sentimientos perturbaban el equilibrio normal de Ross—. Sin embargo, le otorgaste la libertad de entrar en tu dormitorio, de tocarte…

—¿Imaginas lo que yo sentía entonces? Me habías abandonado por Elizabeth.

—De modo que te arrojaste a los pies del primer hombre que apareció…

—No fue el primero, Ross. Por lo menos el cuarto.

Las miradas de los dos chocaron. Hubo un silencio terrible.

Él dijo con voz muy sorda:

—Santo cielo, no admiro tu franqueza, después de tanto tiempo.

—Tal vez no debí decírtelo, pero no me agrada ser deshonesta. Si nosotros queremos mantener un sentimiento sincero y honesto…

—Sincero y honesto… ¿Hasta dónde llegó ese… asunto entre tú y él?

—No muy lejos.

—Me lo imagino.

—¿Por qué tenías que imaginarlo, Ross? ¿Acaso la gansa, si lo prefiere, no puede hundir el pico tan hondo como el ganso?

La cólera dominaba a Ross.

—Bien, de todos modos no admiro tu actitud, entonces o ahora. Mi visita a Elizabeth no me enorgullece. Pero ese episodio fue la culminación de un sentimiento que por mi parte se había prolongado más de diez años. No fue una mezquina pasión fomentada por el vino, entre gallos y medianoche.

Demelza sintió que el latido de su corazón la ahogaba.

—¿Y Margaret Vosper? —preguntó.

—¿Margaret Vosper?

—Sí. Asistió al baile. ¿También por ella sentías una devoción de diez años?

Él hubiera podido golpearla.

—El único trato que tuve jamás con Margaret Vosper fue una noche, antes de conocerte. Creo que entonces tú tenías doce años. No puedo jurar que te fui fiel cuando aún estabas en pañales, y no pienso empezar ahora. ¿Se te ocurren otras excusas para disculpar la entrega de tu cuerpo a un soldado?

—Ross, eso fue lo que no hice, como lo sabrías si me hubieses escuchado en vez de encolerizarte. No pude. Descubrí que no lo amaba. No sé si eso te satisface… En todo caso, a él no lo satisfizo.

Ross dijo:

—¿Cómo puedo saber qué satisfacción obtuvo?

—Oh —dijo Demelza, y lo miró sin verlo—. Ross, ¡qué cosas dices! Después de lo que acabas de explicarme… Que tú creas… —No pudo seguir hablando.

Ross insistió:

—¿Cómo puedo saber que dices la verdad?

Durante unos instantes se hizo un silencio mortal.

—No —dijo Demelza—. Como puedes saber que yo digo la verdad…

Huyó de la habitación.

En el primer piso, en un estado imposible de nervios, en parte cólera y en parte dolor. En un armario, la maleta que había llevado a la casa Werry. La retiró del armario, y guardó algunas cosas. Lo indispensable. Una muda de ropa, zapatos, algunas monedas. Comenzó a quitarse el vestido, tironeando de los broches, desgarrando un pedazo de encaje. Después, ponerse la ropa de viaje. Botas, látigo, sombrero; todo eso insumía demasiado tiempo. De tanto en tanto las lágrimas le caían sobre las manos. De tanto en tanto tomaba aliento, como si en el mundo ya no quedase aire. Jeremy se agitó en sueños. Ahora debía dejarlo. Después, mandaría buscar al niño. No podía despertarlo, salir de la casa con el pequeño en medio de la noche.

Un final imposible de la velada. Dwight y Carolina reconciliados o casi. Todo había comenzado tan bien. Ross había dicho exactamente lo necesario. Después, ella había necesitado convencerse mejor. Después, su mención de McNeil. McNeil. Una prueba que en cierto modo había rebotado sobre ella, provocando un daño irreparable. Miró alrededor, ese cuarto que había sido suyo desde el día de su casamiento con Ross. Nunca más. Aquí no. Era el fin de todo. Nunca más.

Se puso el sombrero, lo aseguró con un alfiler, no pudo hallar los guantes, partiría sin ellos; recogió la maleta. Un pañuelo. Debía salir de prisa, porque de lo contrario el ruido que estaba haciendo despertaría a Jeremy.

Salió al corredor y bajó la escalera. Ross. En la puerta de la sala.

—¿Adónde vas?

Ella lo miró, los ojos enormes, abrió la puerta principal y salió. Rodeó la casa, a tropezones, atravesó el patio y llegó a los establos. Debía usar a Morena, no tenían otro caballo. Esa noche los establos estaban repletos. Gimlett había dejado una linterna encendida. Demelza tropezó, soltó la maleta, casi cayó, y consiguió caminar hacia el lugar en que se guardaban las monturas. Encontró la suya. Morena gimió. Demelza llevó la montura hasta la yegua, y la depositó sobre el lomo del animal.

Muchas veces había ensillado caballos, pero ahora los dedos no le obedecían. La cincha se le deslizaba de las manos. Morena estaba inquieta, porque sentía el apremio de Demelza, y eso la atemorizaba. Los restantes caballos se empujaban unos a otros, y relinchaban; un murciélago, inquieto, aleteó inútilmente entre las vigas. La séptima Navidad de su matrimonio. ¿Qué había dicho Verity en su carta? Estaban todos tan equivocados.

Ruido de pasos. Ross dijo:

—¿Adónde vas?

Demelza no se volvió, y tironeo desesperadamente de la cincha, que no sabía cómo se había enredado, y ahora no se soltaba y no le permitía empezar de nuevo.

—Demelza.

—Me voy —dijo ella—. ¿Qué puedo hacer después que…?

—¿Vas a reunirte con McNeil?

—No, claro que no.

Ross avanzó unos pocos pasos. Finalmente, ella consiguió soltar la cincha, pero al tirar de un extremo sólo consiguió que la silla se inclinase sobre un lado.

—Mañana será un momento más apropiado para todos.

—No…

Ross dijo:

—Vamos, permíteme. —Y se acercó a Demelza, le quitó de las manos la cincha y comenzó a asegurarla bien. A la luz de la linterna su rostro parecía tallado en piedra.

Ella se volvió bruscamente para ocultar su rostro, y fue en busca de su maleta, y la acercó al caballo. En silencio, Ross terminó de ensillar la yegua y extendió la mano hacia la brida. Después se detuvo, con la brida en las manos.

Dijo:

—Desde que fuiste a tu dormitorio estuve tratando de aclarar cómo empezó esto, esta disputa que nos envolvió con tal rapidez, y la causa. Quizá pensaste que yo adoptaba una actitud protectora cuando te ofrecía esas explicaciones, como si hubiese sobrentendido tus sentimientos. ¿Fue eso?

—¿… Eso importa ahora?

—No, es evidente que no. Lo que ahora siento por Elizabeth tiene poca importancia; otras cosas ocupan su lugar. Sin embargo, todo lo que te dije es cierto. Cuando la vi esta noche se confirmó mi impresión… era como ver a una extraña. Me parecía raro. Como a una extraña, incluso una enemiga, sentada allí. La esposa de George. Lamentó haberla lastimado, y también haberte herido, pero no hay modo de modificar el pasado.

—No… sólo deseo que no lo hubiera.

Ross aseguró la brida y el bocado, y luego miró a Demelza.

—¿Quieres que asegure la maleta al borde de la montura?

—Por favor…

—¿Adónde vas? Es muy tarde.

—Yo… esta noche a casa de los Paynter. Prudie hallará donde acomodarme.

—¿Volverás a buscar el resto de tus cosas, o las envío con Gimlett?

—No lo sé. Te lo haré… saber.

Ross dijo:

—Antes de que te vayas, debes saber que en realidad no dudo de tu versión de lo que ocurrió entre McNeil y tú. Quizá… quizá alcances a comprender que todo lo que me dijiste me sorprendió… me impresionó mucho, y en el primer acceso de cólera… tal vez deberíamos llamarlo mi primer acceso de celos. Pero, por supuesto, no quiero que creas que esa es mi opinión de ti.

Demelza se volvió ciegamente, aferró las riendas y condujo a Morena hacia la puerta. Ross no la siguió inmediatamente, y permaneció en el establo recogiendo algunas cosas que habían caído del estante. Demelza vaciló un momento, alargó la mano hacia el estribo para afirmarlo, pero no montó. Ross salió del establo. Morena dio dos pasos hacia delante, y sacudió vigorosamente la brida.

—Gracias —dijo Demelza—. Me alegro de saberlo.

—Y quiero que sepas otra cosa —agregó Ross—. Que lamento profundamente haberte lastimado… quiero decir, en mayo. No lo merecías. Sé cómo debes haberte sentido… todos estos meses. Quiero que lo comprendas. Si te hubieras ido con McNeil, yo sería el único culpable.

Demelza soltó las riendas, alzó las manos y se cubrió el rostro en un súbito gesto de capitulación. Quería decir algo, pero no se le ocurría nada.

Después de unos instantes, Ross agregó:

—¿Te molestaría que ahora te dijese que te amo? ¿Aún prefieres a McNeil? ¿Continúa en la región? Si quieres, iré a buscarlo mañana.

—No, Ross, se ha ido; y no me importa absolutamente nada. Ni un pelo de su bigote.

—Entonces, ¿por qué te vas? ¿No estás dispuesta a olvidar lo que dije?

—No puedo.

—¿Por qué no?

—Porque es cierto. Es lo que yo misma no había entendido, hasta que tú lo dijiste. Oh, no sé por qué no lo vi. Como si hubiera estado ciega. Lo que hice fue muy bajo. Es realmente insoportable pensar que… ¡Es imposible vivir con eso! No sé que haré.

Ross se acercó y se detuvo junto a ella. Aseguró las riendas a una clavija.

—¿Quieres que entremos y hablemos del asunto?

—No. No puedo.

—Entonces, no quieres perdonarme.

—Yo misma no puedo perdonarme.

—Esa fue otrora una frase favorita de los Poldark, pero creí que eras demasiado sensata para copiarla. Mira, si vamos a la cocina, no creo que eso comprometa demasiado a ninguno de los dos.

Ross recogió la linterna y esperó a Demelza. Ella vaciló.

Él dijo:

—Puedes irte dentro de cinco minutos, si así lo deseas.

Ella lo siguió hasta la cocina.

Ross abrió el costado de la linterna, y con ella encendió otra vela. Daba una llama baja, pero emitía bastante luz. Demelza resistió el súbito impulso de temblar.

Ross dijo:

—Últimamente estuve aconsejando a dos personas, pero siempre es difícil aconsejarse uno mismo. Si… —Se interrumpió y miró fijamente hacia la puerta que conducía a la antecocina. A la luz de la vela y la linterna pudieron ver una mancha oscura que se extendía bajo el borde de la puerta—. ¿Qué es eso?

—Oh… ¡la cerveza! Esta mañana llené varios barriles.

Demelza levantó la vela que él había encendido. En la antecocina, el barril estaba desbordando espuma, y la cerveza y la espuma cubrían la mitad del suelo. Demelza lanzó una exclamación, y regresó a la cocina.

Ross preguntó:

—¿La cerraste demasiado pronto?

—No lo sé. Me pareció que la fermentación había concluido. —Demelza regresó con un trapo de piso y un cubo. Ross sintió el impulso de decir que dejara eso, que se mancharía el vestido; pero se contuvo a tiempo.

—Creo que fue el lúpulo —dijo ella—. Recordarás que dijiste que no olía muy bien.

Ross recogió el tapón que había saltado, y lo olió.

—Debí esperar tu regreso —dijo Demelza.

Limpiaron la suciedad. El lugar olía a cerveza. Ross llenó dos veces el cubo y lo vació, y después de inspeccionarlo volvió el tapón a su lugar. Ahora la fermentación había concluido. Si podía beberse o no el líquido era cosa que decidirían después.

Una vez concluida la tarea, pareció que no había más que hacer ni decir. La terrible catástrofe de la disputa conyugal se había disipado en un incidente trivial.

Ross pasó una toalla a Demelza, y ella se secó las manos. Tenía los puños y el ruedo del vestido manchados de cerveza. Ella no miró a Ross.

Ross dijo:

—En Cornwall ningún borracho huele peor que nosotros ahora.

Demelza sacó un pañuelo y se sopló la nariz, y ocultó el rostro detrás del pañuelo más de lo que era necesario. Después, se acercó a la ventana y la abrió.

Él dijo:

—Querida, te compré algo en Londres. Había pensado dártelo mañana; pero como es posible que para nosotros no haya mañana, quizá convenga entregártelo inmediatamente.

Demelza no se volvió mientras él rebuscaba en su bolsillo, pero luego Ross se acercó a la ventana y puso una caja en manos de su esposa. La sorprendió advertir que los dedos de Ross no eran tan seguros como de costumbre. Demelza abrió la caja y vio un broche de filigrana de oro, con un rubí en el centro.

—No pude conseguir uno igual al anterior. Creo que este es francés en lugar de italiano. El trabajo no es tan delicado como el que compramos al judío.

—Es hermoso…

—Lo compré en Chick Lane, cerca de Smithfield Bars. Fue una casualidad… el segundo día después de ver a Carolina. Y también esto…

Demelza lo oyó rebuscar de nuevo, y después de un minuto él le entregó un objeto envuelto en papel de seda. Demelza desenvolvió un collar de granates.

—Oh, Ross, me destrozarás el corazón.

—No, no haré tal cosa; en todo caso, no será con mis regalos. Si hay…

—Sí, lo harás. No sabes lo que ocurre en mi interior. Me haces sentir tan avergonzada…

—¿No podemos olvidar todo lo que ha ocurrido? Te aseguro que me agradaría mucho hacerlo. No podemos retroceder, pero sí seguir adelante. ¿Acaso nuestra fermentación no ha concluido también?

—Te aseguro que no se trata de que yo…

—Piensa en este broche como en el pago de una deuda muy antigua, y en este collar como un regalo de Navidad. Nada más.

—No tengo nada para ti.

—Mira, el broche se cierra de este modo.

Demelza había estado manipulándolo, y él se lo quitó, y le mostró cómo funcionaba, y después se acercó para ponerlo alrededor del cuello de su esposa. Durante un segundo ella se retrajo, y él permaneció de pie, inmóvil, con el collar en las manos. Después, ella se enderezó y dejó que él le pusiera el adorno. La aquiescencia tenía su propio, significado. Demelza acarició insegura las piedras.

—Aquí no hay espejo —dijo Ross—. Pasemos a la habitación contigua.

—No sé si ahora deseo un espejo. Hasta que pueda verme y sentir que mi imagen no es tan… tan despreciable.

—No puedes pensar eso. Te lo aseguro.

—Ross, bien sabes que no necesito ni espero un regalo así…

—Lo sé. Pero si supones o sospechas que al comprar estos objetos abrigué la esperanza de recuperar tu favor, estás en lo cierto. Lo reconozco. Es verdad, mi querida, mi muy dulce querida Demelza. Mi maravillosa, mi fiel, mi muy dulce Demelza.

—¡Oh, no! —exclamó ella, los ojos otra vez llenos de lágrimas— ¡No puedes decir eso! Ahora no puedes decir eso.

—¿Conoces un modo de impedirlo?

—Bien, no es posible que lo digas en serio, porque no es cierto. Nunca sentí tanta amargura… ni tanta vergüenza. Si queremos reparar el daño, si hemos de convivir, será bueno que durante un tiempo te muestres desagradable conmigo.

—Recuérdamelo la semana próxima. Quizá adopte una resolución de Año Nuevo.

—Pero, en serio…

—En serio, Demelza —dijo Ross.

Demelza se apartó de la ventana, y tocó la mano de Ross.

—Yo… me pregunto si te alcanzó el dinero para volver a casa. Eres tan generoso. Ojalá tuviese algo para ti. Mañana es Navidad y…

—Son casi las doce —dijo Ross—. Sentémonos un rato, y celebremos la Nochebuena.