Navidad cayó en miércoles, y el martes aún no habían llegado a Nampara noticias de Ross. No era que Demelza esperase una carta, ya que la correspondencia no viajaba con mayor rapidez que las personas; pero había confiado en que él regresaría antes. Nunca había pasado una Navidad sola en Nampara, y hacerlo ese año la incomodaría particularmente.
La espera constante de la llegada de Ross la mantenía en un estado de tensión y nerviosismo. Pasó la mayor parte del día bajo techo, y dedicó las primeras horas a envasar en barriles la cerveza que habían preparado. Cada vez que oía ruido de pasos volvía la cabeza; y cuando al fin él llegó, Demelza había salido para ver a Prudie Paynter, que guardaba cama a causa de su pierna, y se quejaba amargamente del descuido y la inconducta de Jud. Cuando Demelza regresó, Ross ya estaba en el salón, y ella entró sin saber que lo encontraría allí.
Cuando Él se volvió Demelza contuvo una exclamación.
—Vaya. Ross, no sabía que habías vuelto. Estuve en casa de Prudie. ¿Cómo llegaste?
Él sonrió y la besó; el beso era entre ellos nada más que un saludo formal.
—En cuatro patas, y después en dos. ¿Debí haber traído a los cantores de villancicos?
—Todavía falta una hora para que lleguen; suelen hacerlo después de oscurecer. ¿Cuándo saliste de Londres?
—El martes pasado. Nevaba. Ahí están más de acuerdo con la estación. Me detuve en Plymouth, hablé con Dwight y salí de allí ayer por la tarde.
La llegada de Jeremy ayudó a interrumpir la conversación, pero la presencia del niño alivió la tensión, un sentimiento que ninguno de los dos deseaba ahora. Ross le había traído regalos, y le entregó algunos y reservó otros para el día siguiente. Sobre la cabeza de Jeremy, entre chillidos y gritos, relató a Demelza algunos detalles del viaje; pero transcurrieron unos veinte minutos antes de que él pudiese decir lo que debía haber explicado al comienzo.
—¿Puedes preparar tres dormitorios para esta noche?
—¿Tres…? ¿Quién viene? ¿Cómo puede ser?
—Carolina vino conmigo. Carolina y su doncella.
Demelza abrió los ojos.
—¿Dónde está? ¿En casa de su tío?
—Ahora está con él. Pero la invité a cenar, y quiero que ella y su doncella pasen la Navidad aquí.
—¿La Navidad? Con mucho gusto. Pondría alfombras especiales para ella, si las tuviese. Pero, Ross, así, de pronto. Y no comprendo muy bien cómo…
—Pasamos una noche en Plymouth, y después vinimos hacia aquí. La versión de su compromiso era apresurada. No hay tal cosa, cuando lo supe, pensé que debía desechar los viejos escrúpulos, y probar mi suerte como casamentero. Por supuesto, no tengo tu experiencia, y al principio Carolina rechazó todas mis propuestas. Pero en mi segunda visita decidió morder el anzuelo. Estuvimos con Dwight en Plymouth.
—¿De veras?
—Creo que se han reconciliado. Dwight viajó con nosotros, y si podemos alojarlo también vivirá aquí.
—¿Se reconciliaron? Oh, Ross, me alegro mucho. No puedo decirte cuánto me satisface la noticia. Cuanto más pensaba en el asunto… Pero ¿cómo lo conseguiste? ¿Podrá abandonar la Marina?
—¿Cómo lo conseguí? Traté de imaginar lo que tú hubieras hecho, y lo hice. Eso fue todo. En realidad, no fue muy difícil después de vencer la primera resistencia.
—¿Y Dwight?
—Está en su antigua vivienda. Aún no completaron la tripulación del barco. El capitán llegó ayer por la mañana. Concedió a Dwight tres días de licencia. Es decir, que debe salir de aquí mañana después del almuerzo, y llegar a Plymouth el jueves por la tarde. ¿Qué tienes en la muñeca?
Ella había levantado una mano, y Ross vio la venda blanca.
—No es nada, una herida superficial. Ross, la noticia me complace muchísimo. Después de todo, era lo que mandaba el sentido común. En este mundo escasea tanto. ¿A qué hora llegan? Debo apresurarme. Y tú…
Demelza comenzó a caminar hacia la cocina, pero él le aferró el brazo y volvió a retirar el encaje de la manta.
—Ya está casi curado. ¿Qué puedo prepararles como cena?.
—No te preocupes, en Truro compré un ganso, algunas costillas y un trozo de ternera. Desde que te conozco jamás te he visto vendar una herida superficial. ¿Quién te puso esa venda?
—Jane. A decir verdad, no fue exactamente un corte.
—Entonces, ¿qué pasó?
—Garrick me mordió… fue un accidente. Debo hablar inmediatamente con Jane…
—¿Garrick te mordió? Qué tontería. ¿Qué tratas de ocultar?
—Es la verdad. La semana pasada ocurrió algo que lo excitó, Después te lo relataré. Fue un episodio desagradable. ¿A qué hora vienen? ¿Crees que esta vez se arreglarán?
—Sí, eso creo. —Ross aún le sostenía el brazo, y ahora estaba desatando la venda. Como no podía evitarlo, Demelza lo soportaba sin quejarse, en cierto modo complacida porque él no se dejaba distraer—. Sí, creo que esta vez todo se arreglará. Es una lástima que no dispongan de más tiempo. En el mejor de los casos, no será más que una reconciliación antes de que él se aleje.
Ross terminó de retirar la venda y apartó las hilas. La mordedura estaba curándose, pero las marcas no permitían dudas acerca del origen de la herida. Ross miró a Demelza.
—¿Dónde está Garrick?
—Lo dejé durmiendo en la cocina. No pensarás que…
—Sí. ¿Cuándo ocurrió esto?
—Ayer hizo una semana.
Ross guardó silencio un momento. El tiempo transcurrido excluía la posibilidad de la temida rabia.
—¿Después no mostró ningún síntoma? A pesar de todo, creo que no podemos correr riesgos, a causa de Jeremy.
—No. No, no se trata de eso.
En defensa de su amado Garrick, Demelza se vio obligada a relatarle lo que había ocurrido, aunque restó importancia al asunto, de modo que en definitiva pareció nada más que un accidente, del cual nadie tenía la culpa.
Después de aplicar otra vez la venda, Demelza dijo:
—Ross, ¿dónde los alojaremos? Tenemos sólo dos cuartos buenos, y me gustaría mucho que no estuviesen tan mal amueblados. Y no puedo abandonar mi propio dormitorio con tan poco tiempo, sobre todo porque Jeremy ya está durmiendo. No creo que a Dwight le importe mucho dónde duerme. Pero Carolina…
Ross se acercó al hogar y agregó dos pedazos de madera.
—Será mejor que le prepares mi cuarto.
—Sí —dijo Demelza, después de un momento—. Tiene cortinas nuevas y podemos instalar a Dwight en la habitación del primer piso, pese a que no está muy bien arreglada.
—Puedes instalar mi cama en el cuartito contiguo, si te parece bien.
—Como gustes. —Demelza manipuló la venda y miró a Ross. Cuando ella se recogió los cabellos, la luz de las velas reprodujo sobre el cielorraso una réplica confusa de sus movimientos—. Jane y yo podríamos bajar mi nueva mesa de tocador. A Carolina le agradará. Y usaré el cubrecama con borde de encaje…
—Estoy seguro de que apreciará todo lo que hagas. Pero también estoy seguro de que su principal placer no estará en la novedad de los muebles. Demelza, aún no son las seis y media. Necesito ausentarme una hora. Podrás comenzar a hacer los arreglos necesarios, y yo volveré antes de que lleguen nuestros visitantes.
—¿Tienes que ir muy lejos?
Ross le dirigió una sonrisa.
—Voy a conversar con George.
—¡Eso mismo me temía! —dijo Demelza—. Ross, no debes hacer eso. Volverás con la cabeza ensangrentada… si vuelves. ¡Ross, te digo que no lo hagas!
—Esta vez no debes temer. Iré con ánimo de paz.
—Quizá esa es tu intención, lo mismo que antes. Pero ¡no terminaste en paz tus entrevistas! Está muy bien que quieras hablarle, pero sabes que te echarán de su propiedad… ¡por lo menos! Cada vez que ustedes se encuentran, terminan peor que en la ocasión anterior. ¡No pretenderás disputar a causa de un tonto error de sus guardabosques! George prácticamente se disculpó cuando habló conmigo
Ross no contestó, pero ella no sintió que había impuesto su punto de vista.
Demelza dijo:
—Dwight y Carolina vendrán a casa. No deseo estar vendándote la cabeza rota, o… o conversando con ellos, y tratando de mostrarme amable, mientras espero que regreses. Es… el momento de mostrar buena voluntad. Mantengamos la paz hoy y mañana.
La madera nueva silbaba, porque las llamas descubrían la humedad del material. A veces, chisporroteaba como protestando. Ross empujó un leño con la bota.
—George rara vez busca la violencia… yo la inicio, no él. Y sus criados… nada significan. Hablaré con él y me iré. Lo siento muchísimo, querida. Desearía complacerte esta noche. Y creo que incluso lo lograré. Pero esto es algo que… No se trata sólo de tu incidente con él. Durante mi viaje estuve pensando mucho en George.
George y Elizabeth cenaban a las siete. Era una hora temprana, pero cómoda para ambos.
Inmediatamente después de Navidad se trasladarían a la ciudad, para esperar allí el nacimiento del bebé. Lo único que molestaba a George en relación con su nueva casa en el campo era la falta de un camino asentado. Uno podía viajar en carruaje los ocho kilómetros finales, si no había demasiado lodo; pero el vehículo avanzaba a los tumbos y los pasajeros sufrían más que yendo a caballo.
Elizabeth había gozado de buena salud desde el día del casamiento excepto quizá una o dos indisposiciones diplomáticas. Con su vestido de brocado amarillo, esa noche se la veía más hermosa que nunca, y la plenitud más acentuada de las mejillas suavizaba el óvalo fino y clásico de la mandíbula y el mentón, esa belleza final de la estructura ósea, que nunca se esfumaría. En Trenwith siempre cenaban solos. Casi desde el comienzo George había dado a entender que deseaba cenar solo en compañía de su esposa, de modo que los Chynoweth comían en su salón del primer piso. Se había transformado el salón de invierno Después de retirar los paneles de madera, se habían cubierto las paredes con un costoso papel aterciopelado; había una nueva mesa de comedor, lustrada de tal modo que aún el objeto más liviano dejaba su marca; veinte candelabros más; y un lacayo de librea para servirlos. Frente al extremo opuesto de la mesa George se sentaba, corpulento, seguro de sí mismo, pulcramente vestido. En verano cenarían en el salón principal. George había trazado un plan para reformarlo.
Elizabeth había descubierto que la vida con su segundo marido era un tejido de contradicciones. George respetaba las formas más que la gente de la clase a la cual ella pertenecía. Aunque estaba engrosando, comía bastante menos que lo que había sido el caso de Francis o del padre de la propia Elizabeth. Acostumbrada a una sociedad en la cual los hombres creían que respetaban las formas si no se deslizaban bajo la mesa antes de que las damas se retiraran, Elizabeth sentía que la sobriedad de George era atractiva. Bebía, pero sin que el vino o el licor lo afectasen. Jamás escupía ni se soplaba la nariz en presencia de Elizabeth. Su cortesía hacia ella se mantenía invariable, en presencia de terceros o solos.
Pero, por supuesto, era imposible tratarlo como Elizabeth había tratado a Francis. No era, ni mucho menos, tan maleable, tan variable, y comprenderlo no era tan fácil. Elizabeth extrañaba el seco humor y el refinamiento desenvuelto de Francis. En cierto modo, se hubiera dicho que ella no podía relacionarse con George en un plano de igualdad. Si bien ella era señora absoluta de las cosas menudas, descubrió muy pronto que él era el señor absoluto de las cosas importantes. Ella no lo amaba; ni siquiera estaba segura de que él la amaba; pero Elizabeth sentía que él la consideraba una posesión valiosa, atendida y considerada con el mayor cuidado. A menudo era agradable ser tratada de ese modo. Era precisamente lo que ella había anhelado durante su viudez. Pero a veces esa situación la oprimía.
George ejercía sobre todos sus sentimientos el mismo control que aplicaba a lo que sentía por su esposa. Se hubiera dicho que, mientras ascendía en la escala social, había llegado a temer de tal modo la manifestación de sentimientos inoportunos que en definitiva temía demostrar ningún sentimiento. Se mostraba mórbidamente sensible a cualquier referencia a sus comienzos humildes, aunque durante unos meses tuvo la astucia suficiente para evitar que ella lo advirtiera. Pero un día Elizabeth formuló una observación que podía interpretarse de diferentes modos, y ella percibió el resentimiento instantáneo antes de que él pudiese disimularlo. Después, Elizabeth mostró mayor cuidado y siempre que fue necesario midió sus palabras, no fuese que de ellas pudiera deducirse una actitud de superioridad.
Esa noche, durante la primera parte de la cena, conversaron acerca de la noticia de la caída de Tolón, que acababa de llegar a Falmouth. Se había pensado que su rendición a los británicos en agosto, así como la captura de treinta naves de guerra y gran cantidad de abastos navales, representaba el fin de la guerra. Con regocijado asombro lord Hood se había apoderado de la ciudad, y enviado un pedido urgente de cuarenta mil soldados con el fin de consolidar esa notable oportunidad. El gobierno había despachado dos mil soldados británicos, algunos piamonteses y unos pocos españoles. Pero en diciembre la República, liberada de otras preocupaciones, había enviado una nutrida fuerza y recuperado la ciudad; la operación se había realizado bajo el mando de un joven general, cuyo nombre la hoja periodística de Falmouth reproducía con distinta ortografía en su crónica del hecho pero de cuya capacidad nadie parecía dudar.
George siempre había estado por la guerra y contra la Revolución. Los Warleggan estaban fundando su dinastía en el marco de una sociedad estable y ordenada. Estaban dispuestos a resistir y condenar todo lo que pudiera socavar los cimientos de esa sociedad. Para ellos la guerra era con mucho el menor de los males.
—… fuerzas muy reducidas —decía—, y son del todo impotentes porque las distribuimos por todos los rincones del globo. Nuestra campaña en Flandes se atascó en el lodo. Los vendeanos han solicitado en vano nuestra ayuda. Todo esto provocaría la caída de Pitt si hubiese quien lo reemplazara. Pero Dundas, Grenville, Richmond no poseen mayoría parlamentaria.
Elizabeth vio la puerta abierta detrás del piano, y a Ross que entraba. Tan segura estaba de que debía ser otro servidor que traía el vino que durante un segundo no pudo creer en sus propios ojos. Entonces, George vio la expresión del rostro de Elizabeth, y se volvió.
Instantáneamente retiró su silla.
Ross dijo con voz serena:
—Esta vez no he venido a perturbar la paz… a menos que tú me obligues.
George no insistió en retirar la silla.
—Y lo mismo vale para usted —dijo Ross, mientras el criado, que había visto la mirada de su amo, se acercaba al cordón de la campanilla.
—¿Cómo entraste? —preguntó George.
—Quiero hablar contigo, George.
El criado preguntó:
—¿Debo…?
—No —dijo George, que vigilaba a Ross como si este hubiera sido una serpiente.
—Así es mejor. No es necesario arruinar tu comedor: ya he protagonizado muchos actos de violencia en esta casa…
Nadie habló. Los ojos de Ross se volvieron hacia Elizabeth. Ella lo miró con acre hostilidad. Era la primera vez que se encontraban desde aquella noche de mayo. Él la miró un momento más, un tanto sorprendido, como juzgando su actitud.
—Elizabeth, lamento incomodarte.
—No me incomodas —dijo ella.
—Me alegro.
—Puedes alegrarte o lamentarlo. No me interesa.
Satisfecho, George dijo:
—Elizabeth, te ruego que me disculpes por exponerte a esta intromisión.
—No tiene por qué repetirse —dijo Ross—. No ambiciono nada de lo que hay aquí… Pero estoy fatigado de nuestra relación, George. Siempre que nos encontramos, nos gruñimos como perros… y de tanto en tanto nos vamos a las manos, pero no definimos nada. Según parece, ahora seremos vecinos, y viviremos cerca unos de otros, tal vez durante años. Para mí es una perspectiva desagradable, pero no puedo modificarla. En realidad, hay dos modos de resolver el asunto, y he venido a sugerir que elijamos el más apropiado.
—¿Hay uno que pueda considerarse más apropiado?
—Bien, así lo creo. Sugiero que convengamos en evitar provocaciones inútiles, y vivamos del modo más pacífico que sea posible. ¿Qué opinas?
George se miró los dedos.
—Yo diría que tu visita esta noche es una provocación inútil.
—No, porque vine a decirte cuáles son las alternativas. George, ahora soy un ciudadano respetuoso de la ley, y un hombre próspero. Piensa en eso. Próspero. Tal vez eso te irrite. Pero poco importa. Creo que a ambos nos conviene preferir la alternativa civilizada.
—Y a tu juicio, ¿cuál es la segunda posibilidad?
Ross escuchó el sonido de pasos en el vestíbulo.
—No conozco bien los detalles, porque mi esposa no quiso comunicármelos, pero creo que mientras yo estaba ausente fue insultada.
—No recibió ningún insulto que ella misma no provocase.
—Entiendo que reclamas como propiedad privada el camino de arrecife entre Sawle y Trevaunance.
—Es mi propiedad.
—El asunto no me interesa en la medida suficiente para discutirlo, aunque otros lo harán.
—Ya he comprobado la situación legal.
—No lo dudo. Pero la propiedad privada no te autoriza a ofender a la gente que usa de un modo inocente un sendero que ha sido público durante años.
—Tu perro estaba recorriendo el campo. ¿Acaso dañaron a tu esposa?
—Ella no me ha suministrado la información necesaria para discutir el punto. Pero sugiero que adoptes medidas de modo que no vuelvan a molestarla.
—El remedio está en sus manos, no en las mías.
—En eso discrepamos, y lo hacemos más allá del límite de la enemistad pacífica. Como ya dije, no deseo volver aquí…
—No lo harás, yo cuidaré de eso. —George extrajo su reloj—. Te concedo tres minutos más.
Ross dijo:
—Me he esforzado por explicarte claramente las alternativas, y tú me preguntaste cuál es la segunda posibilidad. Bien, te lo diré… La edad nos ha traído cierta madurez; pero tú conoces mi capacidad para incitar a los mineros, pues ya una vez trataste de que me condenasen precisamente por eso. No sería difícil reunir trescientos hombres, y bien sabes de lo que son capaces. No quiero amenazarte o dramatizar una mera promesa; pero pisotearán tu jardín, te arrancarán los árboles, y después de una noche parecerá que un huracán barrió tu casa. Y si hubiese derramamiento de sangre, en un intento de contenerlos, el resultado sería sin duda más sangre. La ley no te protegerá; porque el único modo en que puede protegerte es con una compañía de infantería, y ahora los soldados escasean más que los buques de guerra.
George volvió la cabeza cuando se abrió la puerta, y vio asomarse a Tom Harry.
—Disculpe, señor. La cocinera…Ah.
Había visto a Ross. Este no se movió. Harry dio un paso al costado, y en el umbral apareció otro hombre.
Ross dijo:
—Se trata de una posibilidad en la cual debes meditar. A ti te toca decidir.
George encorvó la espalda.
—¿Has terminado de decir lo que deseabas?
—Sí.
Tom Harry dijo:
—Oiga, usted…
—Un momento —dijo George—. Déjenlo ir.
Hubo una pausa. Harry dejó caer las manos a los costados.
Ross dijo:
—Mañana es Navidad, y créeme, no he venido con ánimo de pelea. No podemos ser amigos, pero es tedioso pasarse toda la vida en una disputa permanente. En efecto, no lo deseo: confío en que tampoco tú lo querrás. Cuando viniste a vivir aquí, me irritaste mucho; pero también te ofreciste en rehén de tu buena conducta.
Ross miró a Elizabeth. Verla lo había conmovido, pero de un modo distinto.
—Te ruego —dijo— que expliques a George que hablo en serio.
Elizabeth dijo:
—Nada sé de que se haya insultado a Demelza. Pero tengo fe absoluta en la capacidad de mi esposo para ordenar su vida como le parece mejor.
Ross la miró fijamente.
—En ese caso, procura que aprecie las alternativas.
Salió, rozando a Tom Harry, que apenas se retiró unos centímetros. El hombre que estaba en el umbral se apartó con mayor rapidez, y Ross atravesó el vestíbulo, medio esperando que lo atacaran por la espalda. Paseó la mirada por ese gran vestíbulo, que había sido parte de su vida desde que él era niño. Aquí había venido con su padre y su madre cuando apenas tenía edad para caminar. Había jugado en un rincón con Verity y Francis, mientras las conversaciones de los mayores reunidos alrededor del fuego llegaban a sus oídos que apenas escuchaban: la enfermedad de Chatham y la controversia de Wilkes, y el rechazo de la Ley de Sellos. Aquí, al regresar de América, había encontrado a Elizabeth celebrando su compromiso con Francis. Y aquí había asistido al bautizo del hijo de Elizabeth y al funeral de su tío… En ese recinto se había desarrollado una existencia que pertenecía íntimamente a su familia.
Pero ya no era el caso. La madera, el vidrio y la piedra tan conocidos ya no bastaban.
Era territorio de Warleggan. La influencia de George se manifestaba en todo.
La acritud del tono y las miradas de Elizabeth habían sorprendido a Ross sólo por su intensidad. Había esperado su enemistad. Pero no creía que ese sentimiento respondiese exclusivamente a lo ocurrido el nueve de mayo. No se sentía orgulloso de lo que había hecho esa noche, y nunca había sido un hombre dispuesto a perdonarse fácilmente sus propios errores; pero después de la resistencia inicial, aquella noche, Elizabeth no había ofrecido indicios especiales de que lo odiase. La actitud de Elizabeth hacia Ross durante varios años, y sobre todo los dos últimos, era la causa principal de lo que había ocurrido, y ella tenía que saberlo. Su comportamiento esa noche demostraba que ella lo sabía bien.
Pero Ross había cometido otras faltas. Durante las primeras semanas, después del episodio, él había sabido que debía ir a verla, para aclarar todo el asunto a la luz del día. Era inconcebible dejar la situación en el punto en que él la había dejado; pero esto era precisamente lo que Ross había hecho. Se había comportado de un modo abominable, primero porque había ido, y después porque no lo había hecho; pero en verdad él no sabía qué decir, y la imposibilidad de explicarse lo había detenido. Si la historia de los últimos diez años había sido la tragedia de una mujer incapaz de decidirse, los últimos seis meses eran la historia de un hombre en la misma situación. Durante mucho tiempo Ross se había sentido inseguro de sus propios sentimientos; después, habían cobrado formas definidas; y a partir de ese momento, un encuentro a solas con Elizabeth era imposible.
Ahora, era demasiado tarde.