Mientras Ross estaba en Londres, Demelza tuvo una experiencia desagradable. Había recibido una invitación a tomar el té con la señora Frensham, la hermana de sir John, que había llegado a Cornwall para visitarlo; y como hacía buen tiempo y Morena estaba en Truro, decidió caminar. El camino más corto consistía en seguir la línea del arrecife, descender hacia Sawle y cruzar un área cubierta de cascajo, para después subir del lado opuesto, bordeando las tierras de Trenwith, cerca del arrecife, hasta llegar a la caleta de Trevaunance.
Garrick decidió acompañarla. Las reacciones de Garrick eran extrañas. Uno podía caminar hasta el extremo del bosquecillo, durante la tarde, y él ni siquiera enarcaba el ceño, mientras dormía, después de perseguir a un conejo; pero si uno salía para ir a determinado sitio, él lo sabía instantáneamente, y era muy difícil dejarlo en la casa.
La siguió todo el camino, a pocos metros de distancia, emitiendo de tanto en tanto un gruñido. Ya tenía diez años, pero, lo mismo que su gran corpulencia, soportaba bien la edad. Su pelo negro astracanado parecía más que nunca comido por las polillas; había perdido varios dientes necesarios en varias peleas innecesarias, y no veía muy bien con un ojo; pero todo eso era el resultado de diferentes combates, y no del tiempo. A veces, Demelza sospechaba que estaba adquiriendo la actitud propia de la edad madura. Había aprendido a distinguir entre un conejo, tras el cual había que galopar cuando escapaba, y un hueso que le arrojaban, que se quedaba en el sitio en que caía hasta que él lo atrapaba. Además, ya no desaparecía varios días seguidos, siguiendo sus propias aventuras. Jeremy lo quería muchísimo, y lo tironeaba y lo obligaba a adoptar posturas inverosímiles.
Ahora, cuando Garrick se alejó, Demelza no lo llamó, pues sabía que después de olisquear algún agujero promisorio se apresuraría a volver; por otra parte, en ese sector cubierto de matorrales no podía hacer ningún daño. Cuando oyó el disparo, su mente estaba absorta en sus propios pensamientos, y necesitó unos segundos para relacionar el estampido con el salvaje aullido que siguió. Entonces, vio a Garrick que rodaba por el suelo, y corrió entre los arbustos en dirección al perro, con un sentimiento combinado de alarma y cólera. Cuando ella se arrodilló, el animal angustiado le mordió la muñeca, pero Demelza lo obligó a abrir las mandíbulas, y trató de ver dónde lo habían herido. El disparo había arrancado un pedazo de una oreja; otro pedazo colgaba inerte; la sangre le cubría los ojos y lo aterrorizaba. Pero aparentemente no había nada más.
Se oyó un crujido de ramas secas, detrás de Demelza, y una voz dijo:
—¿Es su perro, señora?
Demelza alzó la vista. Un desconocido, con el atuendo de un peón de campo, llevando un ave bajo un brazo. Entre los arbustos se acercaba otro hombre de las mismas características.
—¿Usted disparó esa arma?
—Sí, señora. Parece que sólo lo rocé…
Demelza se puso de pie, hirviendo de cólera.
—¡Lo rozó! ¡Pudo matarlo! ¡Por Judas, deberían encarcelarlo! ¿Qué derecho tiene a disparar sin mirar si hay gente alrededor? ¡Ven aquí, Garrick! ¡Aquí! —Garrick se había apartado de un salto, y giraba en círculos, agitando la cabeza, y tratando de contener el dolor.
El hombre se pasó una mano sobre la nariz.
—Señora, obedezco órdenes. Usted no tiene derecho a entrar en propiedad ajena.
—¡Propiedad ajena! Esto es tierra pública. ¡Órdenes! ¡Órdenes de quién! ¿De quién está hablando?
El otro hombre se había acercado. Era un individuo corpulento, de más edad que el primero, y entre ambos había cierto parecido.
—Está bien, Tom, yo arreglaré esto. Usted pregunta por orden de quién. Esta es la propiedad Trenwith, y llega hasta el mar…
—¡Nada de eso!
—Oh, sí, lo es. Y otra cosa. En los últimos tiempos hemos perdido muchas ovejas…
—¡Garrick no hace esas cosas! Ustedes saben bien que son los perros jóvenes…
—Miren como baila ahora —dijo Tom, burlándose—. Está bailando una linda danza, ¿no les parece?
—¡Lo mismo le ocurrirá a usted, estúpido! Informaré de esto al señor Warleggan. Soy la señora Poldark, prima de la señora Warleggan, y me ocuparé de que sepa lo ocurrido.
Tom continuó burlándose.
—Oh, sí, oímos hablar de usted, señora. Es un poco como su perro, ¿verdad? De raza un poco mezclada, ¿verdad?
Una característica de Garrick era que su obstinación rayaba a mayor altura que su inteligencia; pero en ese momento decidió demostrar su comprensión de la situación atacando la pierna de Tom. Tom gritó y quiso alejarse de un salto, y descargó el mosquete como un garrote, pero erró. El compañero de Tom retrocedió un paso, y Demelza llamó a Garrick, y en la confusión no alcanzaron a ver al jinete que se acercaba cruzando el brezal. Demelza puso fin a la escena apresando a Garrick, y entonces el hombre de más edad dijo:
—Aquí está el señor Warleggan. Ahora, señora, sabrá a qué atenerse… Maldito sea ese mestizo…
Esperaron, todos jadeantes, la llegada del hombre que resolvería la disputa. Para disimular el dolor de su muñeca, Demelza se inclinó esforzándose por calmar al perro.
George se acercó al paso lento de su cabalgadura. Era un terreno peligroso para los caballos, y no deseaba que el animal lo desmontase. Cuando reconoció a Demelza se descubrió.
—La señora Poldark en persona. ¿Quería verme?
—Lejos de ello —dijo Demelza, esforzándose por adoptar una expresión de absoluta frialdad—. Tengo una invitación a tomar el té en la casa Trevaunance, y venía caminando cuando estos dos patanes descarados dispararon sobre mi perro, y después me insultaron. ¡Mire mi falda! Y han herido a mi perro. No sé qué se proponen realmente. ¡Judas, y también mis guantes! Es realmente vergonzoso…
—Hay un error —dijo George—. La tomaron por una intrusa, lo cual ciertamente usted es. Pero sobrepasaron mis órdenes…
—No soy una intrusa. Esto ha sido campo abierto desde que vine a vivir aquí…
—Francis fue demasiado indulgente. Los cazadores furtivos y los gitanos se pasean por aquí siempre que les place…
—¿Parezco un cazador furtivo? ¡Si me acercara a cinco metros de su ventana no me tratarían con tanta grosería! ¿Quiere decir que apoya a estos hombres?
—Los Harry obedecían órdenes. ¿Han demostrado exceso de celo?
—¡Exceso de celo!… —Demelza advirtió súbitamente que George no la ayudaría—. Si eso piensa usted, no hay nada más que hablar.
—Creo que su perro sanará. Y eso le enseñará a no meterse en propiedad ajena.
Temblando de cólera, Demelza se inclinó para recoger el guante caído.
—George, no seremos buenos vecinos.
—En ese sentido, su marido ya ha dado el ejemplo.
Demelza se dispuso a acelerar la marcha, pero el joven Tom Harry extendió una mano que parecía una pala.
—No por ahí, señora.
Demelza miró a George. Durante un momento no pudo creer que no se le permitiría seguir, después de todo lo que se había dicho. Y un instante después comprendió que incluso el permiso de George ahora sería un insulto. De todos modos, ella no estaba presentable para hacer una visita. Silbó a Garrick, y el perro volvió galopando, sin dejar de menear la cabeza y manteniéndose apartado de los hombres.
—Tenga cuidado, George, —no pudo dejar de decir—, quizá le diga a Ross que lo visite.
Por extraño que pareciera, Ross era siempre el eslabón débil de George. Demelza advirtió que en el rostro de su interlocutor, bajo el mentón, había una marca que antes no había estado allí.
—Si vuelve a entrar en mi propiedad, recibirá el trato que merece.
—Para eso se necesitará más que dos matones campesinos.
—Señora, guárdese sus insultos —dijo Tom Harry—. Porque bien puede salir con su oreja perforada.
—Frena la lengua, Harry —dijo George con aspereza.
Demelza se volvió y comenzó a alejarse; retirarse con dignidad es difícil, sobre todo cuando tres hombres miran a una persona, y sin duda hablan a sus espaldas. Cuando llegó a su casa, escribió una nota de disculpa a la señora Frensham, y al día siguiente la envió con John Gimlett, y le ordenó que fuera por el lado de las aldeas.
Dwight Enys se había alojado en el «Sol Naciente», una de las callejuelas que partían de la Fortaleza. Había llegado a Plymouth para descubrir que el Travail estaba mucho menos equipado de lo que él había supuesto. El capitán Harrington aún se hallaba en Portsouth; la tripulación tenía apenas una cuarta parte de sus efectivos totales; y el primer oficial, un galés de ceño espeso y fuertes mandíbulas llamado Williams, dijo que estaban lamentablemente escasos de vituallas. El Travail era una fragata de 860 toneladas, 46 cañones de nueve y doce libras, y su tripulación total se elevaba a 314 hombres. Cuando Dwight descendió bajo cubierta, y conoció el lugar que le estaba reservado, confirmó las sombrías observaciones de Williams. Su minúsculo camarote, contiguo al dormitorio común, era bastante apropiado, pero el botiquín de la nave tenía muy pocos elementos, y el hedor bajo cubierta ya era casi insoportable. Su instinto lo inducía a iniciar inmediatamente una campaña de limpieza; pero pensó que no sería muy hábil adoptar medidas sin permiso del capitán, y por lo tanto volvió a tierra sin decir palabra.
Decidió que por el momento le convenía permanecer en tierra, si bien hacía una visita diaria a la nave; y durante la semana siguiente dedicó mucho tiempo a recorrer la zona del puerto, sin rumbo fijo. Inquieto y al mismo tiempo deprimido. Pensaba constantemente en Carolina, en sus propios fracasos y en la permanente futilidad que había frustrado todos los esfuerzos por dar un rumbo identificable y satisfactorio a su vida. Sabía que la actitud que lo llevaba a embarcarse sería considerada absolutamente absurda por la mayoría de sus colegas. Era un cargo mal retribuido, una vida peligrosa; y cuando abandonara la marina, su prestigio sería exactamente igual a cero. Quizá era una actitud patriótica servir al país; pero había modos más apropiados. Lo que hasta ahora había visto de la tripulación era el grupo más selecto, los voluntarios, entre los cuales se elegiría a los suboficiales Las tres cuartas partes restantes se formarían con hombres enganchados a la fuerza, o deudores, vagabundos e inútiles, la hez de las cárceles y los puertos. Con ese material humano, comido por los piojos y las enfermedades, tendría que trabajar los dos años siguientes. Durante interminables semanas sería una sucesión monótona de purgas y vómitos, de tratamientos improvisados, con un mínimo de sentido médico. Si había acción, sobrevendría un súbito baño de sangre, la práctica de una cirugía brutal y premiosa en condiciones de pesadilla, hundido en el fondo del barco, a la luz de una linterna oscilante. ¿Era eso lo que reclamaba de la vida, esa suerte de fuga confinada y disciplinada? Por lo menos, eso era lo que había elegido. Aún no estaba dispuesto a lamentarlo.
El domingo, Dwight recibió una carta de Ross en la cual le decía que estaba pasando la noche en la posada de la «Fuente», porque tenía asuntos que resolver en la ciudad; ¿Dwight aceptaba cenar con Él?
Dwight se sintió sorprendido y complacido. Estaba harto de su propia soledad, y había llegado a la conclusión de que no tenía un solo amigo en la ciudad. Alrededor de las seis entró en la posada, y halló a Ross esperándolo en el salón principal.
Después de saludarse, Dwight dijo:
—Ha sido una sorpresa muy agradable. ¿Cuándo llegó a la ciudad?
—Esta mañana. Dormí en Ashburton. ¿Cuándo parte?
—El cielo lo sabe. Por ahora parece seguro que no será antes de Navidad. ¿Cómo supo dónde encontrarme?
—Envié un botero al Travail. —Ross miró reflexivamente a su amigo—. Qué uniforme elegante. Por lo menos debe ser satisfactorio representar el papel. Ordené que nos sirvan la cena en una habitación privada. Me pareció que será más cómodo. ¿Y qué opina de la marina, por lo que ha visto hasta ahora?
—Que todo se hace un poco al azar —dijo Dwight, mientras subían la escalera—. Es evidente que esta falta de método debe ser una ilusión, porque siempre obtienen cierto resultado; pero por el momento no veo cómo lo consiguen. El Travail debía ser parte de un escuadrón de tres naves, destinadas a patrullar el Canal; pero los dos barcos restantes partieron la semana pasada. Presumo que cuando Harrington llegue traerá nuevas instrucciones del Almirantazgo… Ross, veo que no ahorra gastos. Debe ser placentero disponer nuevamente de dinero.
Habían entrado en la habitación privada, con un criado que alimentaba el fuego, y habían puesto una mesa para dos. Habían corrido las cortinas, y la calidez y la comodidad del lugar contrastaban con el humilde alojamiento de Dwight.
Dwight dijo de pronto:
—¿Dijo que había pasado la noche en Ashburton?
—Sí. Vengo de lejos, y regreso a casa. Siéntese y le explicaré de qué se trata.
Dwight se calentó las manos frente al fuego, y aceptó la copa que Ross le ofrecía. Ross continuó hablando, y sus dedos largos y fuertes acariciaron el borde de la chimenea; Dwight pensó que esos dedos parecían tener una intención definida, pese a que la conversación carecía de un propósito fijo.
—Dijo que había viajado bastante lejos —observó Dwight, mientras el criado se inclinaba respetuosamente y salía.
—Sí. Fui a Londres. Vi a Carolina.
Dwight no se movió. Cuando se sintió más seguro de su voz, dijo:
—Presumo que fue a verla a propósito del préstamo.
—Sí, eso fue lo principal. Quise agradecerle el gesto. Por supuesto, también hablamos bastante de asuntos generales.
—Comprendo.
—Descubrí que no está comprometida, y que por el momento no piensa contraer matrimonio.
—Pero el tío dijo…
—No. Le pregunté acerca de eso. La noticia era prematura. No había adoptado una decisión.
Dwight frunció el ceño, desconcertado.
—Es difícil entender cómo…
—Hablamos de usted. Confío en que ello no lo incomodará.
—Claro que no —respondió Dwight, con una voz que indicaba que en efecto le incomodaba.
—Todo lo que ella me dijo me convenció de que valía la pena que ustedes volvieran a verse. Más aún, traté de convencerla de que regresara conmigo, oficialmente para visitar a su tío; en el camino, podía pasar la noche en Plymouth.
—Y ella rehusó.
—Ella rehusó. ¡Qué bien se entienden ustedes dos! La visité el lunes, e intenté persuadirla, pero sin éxito, Pero el martes volví a verla. Quizá el efecto de veinticuatro horas de reflexión, y el tono un tanto imperativo que yo usé, la convencieron, y cambió de actitud. El hecho de que su tío…
Dwight se enderezó:
—¿Qué quiere decir?
—Creo que el hecho de que su tío estuviese enfermo confiere cierta respetabilidad al asunto.
Dwight dijo:
—Ross, ¿qué quiere decir?
Ross dijo:
—Dwight, quiero decir que está aquí. El criado fue a buscarla.
—Dios mío, yo… ¿Vino a verme? Pero yo… —Dwight había palidecido.
—Vino, aunque con mucha renuencia. Con mucha renuencia, y me atrevo a decir que con una actitud mental nueva, más equilibrada. Permítame señalar que no trae el propósito definido de reconciliarse; pero el hecho de que haya venido determina que la reconciliación sea por lo menos una posibilidad. Dwight, a usted le toca dar el paso siguiente. Y si puedo ofrecerle un consejo…
Ross calló. Alguien había golpeado a la puerta.
Ross dijo:
—Estuve explicando a Dwight que usted se dirige a visitar a su tío, que pasará una noche en Plymouth, y que ahora está aquí porque yo la invité. Estoy absolutamente convencido de que ambos deben encontrarse una vez más… como amigos. Probablemente será la última oportunidad de reunirse durante algunos años… o tal vez definitivamente la última. Siéntense, ¿quieren? Aquí, Carolina… Allí Dwight.
Tenía sobre ellos una autoridad que quizá otra persona no hubiera podido ejercer. Ninguno de los dos jóvenes habló. Después de una mirada inicial, durante unos instantes ninguno de los dos miró al otro.
Carolina se sentó al lado del fuego y se alisó la falda de su vestido de viaje, del mismo modo que un pájaro extiende sus alas para recibir mejor el calor. La tensión del momento había devuelto el color a sus mejillas.
Ross dijo:
—Les ruego que me crean si les digo que no suelo entrometerme en la vida de otra gente, y sobre todo en asuntos que lo afectan de un modo tan íntimo como este. Nada deseo menos que… Pero a veces, aún a riesgo de equivocarse, uno considera imperativo intervenir, y esta es una de dichas ocasiones. Por lo que sé, ustedes jamás hablaron de sus diferencias con la serenidad indispensable, sin apremio, sin sentimientos de cólera o recriminaciones. Creo que se deben eso… y hasta cierto punto, lo deben a los amigos de ambos. Se requirió cierto tiempo para que Carolina aceptara este criterio. Ella pensaba que esa iniciativa de su parte seria mal interpretada, y yo acepté la responsabilidad de explicar a usted, como acabo de hacerlo, de buena voluntad, antes de que usted abandone Inglaterra. Por supuesto, creo que es el único modo civilizado de abordar esta cuestión.
Dwight alzó los ojos y encontró una mirada que de ningún modo concordaba con tanta cortesía. Pero en realidad no estaba dispuesto a discrepar con Ross. Tenía la garganta seca.
—Nada… nada me daría mayor placer que cenar con Carolina… Volver a conversar con ella.
Carolina desvió los ojos hacia la mesa.
—¿Se quedara con nosotros, Ross? La mesa está servida sólo para dos.
—Está destinada a dos personas. Yo cenaré en otro lugar. Pero volveré. ¿Ambos me esperarán aquí?
Era una pregunta insidiosa, que excluía la posibilidad de que los dos jóvenes se separaran bruscamente, impulsados por un sentimiento de irritación. Después de un segundo Dwight asintió, y Carolina esbozó un leve movimiento de aprobación.
Dwight dijo:
—¿Tu salud no es buena Carolina?
—Estoy bien, gracias.
—Me pareció…
—Mi complexión siempre fue bastante débil. Estoy muriéndome rápidamente.
—No, no; tu tío dijo que habías estado enferma.
—Oh, ya me he curado. Pero la perspectiva de esta entrevista me ha agotado.
Era evidente que, casi obligada a dar el primer paso Carolina, puesto que era Carolina, adoptaría inicialmente una actitud defensiva y espinosa. Dwight había empezado mal. Ella tenía un aire bastante frío, un tanto desdeñoso, y se la veía mucho más controlada que Dwight; pero Ross sabía que no era así. Ya era tiempo de que Dwight lo descubriese. Si no lo hacía, estaba perdido, y todo el esfuerzo se habría malgastado.
Ella había llegado demasiado pronto, antes de que Ross pudiera decir a Dwight todo lo que pensaba explicarle. Ross se preguntaba ahora si convenía tratar de ayudarlos un poco más, o alejarse y dejar que resolviesen solos el problema. Sirvió una copa de jerez para Carolina, y esbozó el gesto de entregársela. Pero Dwight lo interceptó prontamente. Ross lo miró mientras entregaba la copa a la joven, y también tomó nota de la mirada rápida y fría de Carolina, que no expresaba nada. Pero algo en la mirada de Dwight alentó a Ross. En diez meses Dwight había sufrido mucho. Y eso le había conferido una madurez distinta.
Ross dijo:
—Antes de que me vaya, sugiero que bebamos juntos una copa de vino. Nada formal. Nada más que un gesto amistoso. Es decir, si ambos todavía me consideran un amigo.
Bebieron. Carolina dijo:
—No sé cómo trata Ross a su esposa; pero si lo hace nada más que con la mitad de la despreocupación que demostró conmigo esta semana, debo considerarla una mujer muy desgraciada.
—Usted me debe creer un hombre demasiado vanidoso —dijo Ross—. Y al mismo tiempo, creo que se estima en muy poco. —Las miradas de ambos se encontraron. Carolina y Ross habían llegado a entenderse de un modo extraño, pese a los conflictos de los últimos días.
Ross dijo:
—Pero ya que menciona a mi esposa, yo también hablaré de ella, porque sin duda tendrá algo que decir de la situación que se ha creado esta noche… aunque sus opiniones diferirán en algunos aspectos de las nuestras. Ella diría que si un hombre y una mujer se quieren, los obstáculos que los separan deben ser importantes… de lo contrario, carecen de valor, o son esgrimidos por una parte o por la otra sin razón suficiente, y corresponde desecharlos. Ella asigna más importancia al sentimiento que al intelecto, y ya pueden ustedes imaginar cuál será el resultado.
Ni Dwight ni Carolina formularon comentarios.
—No concuerdo del todo con ella; las dos actitudes tienen cierto fundamento. Pero creo que la opinión de mi esposa merece tenerse en cuenta. Ella diría que el hombre en cuestión es un tonto, y la mujer una tonta… además de cobardes. Diría que la vida tiene a lo sumo dos o tres cosas valiosas, y si uno las posee el resto no importa, y si uno no las tiene el resto es inútil. —Se acercó a la puerta—. Si miran alrededor, seguramente se verán obligados a confesar que la opinión de Demelza es eficaz en la mayoría de los casos. Es una actitud sentimental; pero en general, somos criaturas sentimentales, y no podemos evitarlo. Tampoco es siempre sensato evitarlo. Todos los días hallamos personas que corren el riesgo, sin importarles las consecuencias. Muchos sufren como consecuencia de ello, pero no creo que se arrepientan. Las personas que salen peor libradas son las que retroceden en el último momento, y dedican el resto de su vida a lamentarse. No, no se moleste, Dwight, no es necesario que me acompañe.