A diferencia de Julia, Jeremy rara vez se sentía cómodo cuando su madre no estaba; y Demelza volvió para encontrarlo con un trastorno estomacal. Dwight dijo que Jeremy tenía un leve cólico, y le preparó una bebida calmante. Después, el joven médico y Demelza bajaron, y ella dijo:
—¿Se quedará a cenar? Ross fue a Trenwith, pero regresará pronto.
—¿A Trenwith?
—Se trata de la herencia de Francis, y deben hablar de asuntos de negocios.
—Oh… comprendo. Gracias, aceptaré, porque deseaba verlos a ambos esta semana. Quería que fuesen los primeros en conocer mis planes. Envié mi solicitud al cargo de cirujano de la Marina.
—Oh. —Demelza lo miró, inquieta—. ¿Es definitivo? ¿Está decidido?
—Sí, será lo mejor. Tengo un amigo en el Almirantazgo, sir Ralph Slessor, y me prometió interponer su influencia. Por supuesto, no hay dificultad para conseguir barco; pero uno desea un buen barco.
—Es la segunda vez que amenaza abandonarnos, y ahora… ¿Está seguro de que es lo mejor?
—Bien, no puedo quedarme aquí. Lo intenté, pero es inútil. Esta… guerra me interesa. Y estoy muy alejado del centro de las cosas. Cornwall no es el lugar más apropiado para un joven. Si me voy, podré adquirir mucha experiencia.
—¿Quiere decir que tendrá que separarse completamente de nosotros durante varios años, como si estuviera en una cárcel? ¿O podría retirarse cuando se canse del asunto?
—Será por un período fijo, pero todavía no sé si será largo o corto. Están equipando los barcos viejos al mismo tiempo que forman tripulaciones, pero es un trabajo lento. Según afirman, desde el comienzo de la guerra han incorporado a poco más de cuarenta mil hombres.
Demelza se dirigió a la ventana y entrecerró los ojos para defenderlos de la luz del sol. Los rayos del sol formaban manchas luminosas sobre los cabellos.
—¿Y Carolina? ¿Tiene noticias de ella?
Después de Navidad contraerá matrimonio con lord Coniston, quienquiera sea él. Su tío me lo dijo la semana pasada.
Demelza comprendió entonces las causas últimas de la fuga de Dwight; porque en cierto sentido se trataba de una fuga.
—Lo siento mucho… sobre todo por el modo en que ocurrió. Me duele profundamente recordar que…
—Bien, por mi parte, ya no sufro. Agradezco la posibilidad de escapar de todo esto… sí, amaba a Carolina… y aún la amo. —Desvió la mirada—. Pero no éramos el uno para el otro.
—Ya viene Ross. Es extraño que yo pueda distinguir los cascos de Morena entre los de otros caballos… Dwight, ¿no fue a ver a Carolina, y le explicó? ¿No habló con ella en Londres? Lamento que para bien o para mal todo esto haya ocurrido a causa de lo que usted hizo con el propósito de salvar a Ross.
—No, creo que ella adoptó esa decisión mucho antes y en ese sentido la culpa es mía…
No era frecuente que Demelza llorase, pero se le llenaron los ojos de lágrimas cuando Ross, que había dejado que la yegua se dirigiese sola a los establos, entró en el salón.
Había perdido completamente la chaqueta, excepto una manga que colgaba de la muñeca. Tenía la camisa rota en la espalda, y llevaba el pañuelo atado alrededor de la cabeza. La sangre manchaba el vendaje.
—Usted tiene la virtud —dijo a Dwight—, de estar en el lugar apropiado en los momentos más oportunos. —Se sentó en un sillón, de modo que el médico pudiese examinarlo.
—¿Te caíste? —preguntó Demelza—. ¿Te rompiste un hueso? ¿Cómo es posible…? ¡No, no fue una caída! Ross, ¿quién hizo esto? ¡Estuviste peleando en Trenwith! Oh, tienes un corte en la cabeza. Dwight, iré a buscar agua…
Corrió hacia la cocina, y un momento después Jane Gimlett también entró en acción… en busca de ungüentos y toallas. Cuando Demelza volvió, Ross ya había iniciado su explicación.
—… y yo no había pensado para nada en eso. Pero es inútil. Cada vez que lo veo… y sobre todo ahora, en el antiguo hogar de Francis; fue mi hogar tanto como el suyo; y los aires que se da… Y cuando dijo eso, no pude, soportar más, y de pronto se fueron al diablo los modales educados. ¡Dios mío, qué bien me sentí! Y el salón…
—¡Te sentiste bien! —exclamó Demelza.
—Y el salón es una ruina. Peleamos tres o cuatro minutos, mientras el abogado bizco se escondió en un rincón, y el señor Chynoweth se metía bajo la mesa. Les aseguro que George está ablandándose; debe ser la vida en la ciudad, o el casamiento, o algo por el estilo; nunca lo había golpeado tan fácilmente. Pero después vinieron tres de sus esbirros… ¡Uf! ¿Qué hace, hombre?
—Le doy unas puntadas a su cabeza. No querrá tener otra cicatriz.
—En fin, vinieron tres criados, y me atacaron. La situación se invirtió, pero dos eran individuos de escaso cuerpo, y no tenían muchas ganas de pelear. Arrojé a uno por la ventana. Finalmente, me aferraron y me echaron en pos del primero. Allí, silbé a Morena, que vino trotando. Pero todavía tuve el placer de cabalgar sobre los nuevos jardines. Este diente está flojo; ¿lo arranco?
—No, déjelo. La encía está lastimada, pero el diente se mantiene intacto.
—Y entretanto, ¿dónde estaba Elizabeth? —preguntó en voz baja Demelza.
—No la vi. No se sentía bien, o no quería bajar. No te imaginas como cambió la casa con alfombras turcas y cortinas de brocado, y muebles nuevos. Ya está dejando de ser el hogar de los Poldark, y convirtiéndose en el hogar de los nuevos ricos Warleggan. Me impresionó.
—Pero ¿cómo empezó todo? —preguntó Demelza—. ¿Cómo se liaron a golpes, cuando era una sencilla reunión de negocios para firmar papeles?
Ross enarcó el ceño que no estaba lastimado.
—Él hizo una observación ofensiva.
—¿Qué dijo?
—Nada que yo desee repetirte.
—¿Fue acerca de mí? —preguntó Demelza, que había comenzado a sospechar algo cuando vio la expresión del rostro de Ross, y que pensó instantáneamente en la fiesta celebrada en casa de los Bodrugan.
—No habló de ninguna persona que yo conozca.
—Entonces, ¿por qué te ofendiste?
—Porque así lo deseaba.
Se miraron fijamente, y de pronto él se echó a reír ante la expresión de Demelza. Se hubiera dicho que la pelea le había deparado todo el bienestar que él necesitaba. Demelza sintió que también ella se reanimaba ante la actitud de Ross.
Después de la cena, y cuando Dwight ya se había marchado, Ross le explicó lo que había ocurrido en la casa Trenwith. Demelza se mostró indignada e incrédula.
—No sé si Elizabeth interviene en esta maniobra —dijo Ross—, pero de todos modos debo ver a Pascoe esta semana, para comprobar si pueden atacar la venta.
—Esta semana no —dijo ella, y él le miró la cabeza.
—Bien, lo antes posible. George también tuvo lo suyo… lo cual me consuela. Mientras no vea a Pascoe, no sabré a qué atenerme.
—Me alegro de que por lo menos no aceptes devolver la participación a Geoffrey Charles.
—Bien, no creo que Elizabeth haya descuidado los intereses de Geoffrey Charles en su acuerdo matrimonial con George. Podría esperarse de ella cualquier cosa, menos eso. Y si cuando Geoffrey Charles alcance la mayoría de edad veo que necesita dinero, le daré una participación. Pero no antes. No permitiré que George intervenga en este asunto.
—Confío en que esa pelea no agravará las cosas entre tú y George.
—Por mi parte, no deseo mejorarlas.
—Ross, vivimos demasiado cerca y no conviene alimentar disputas. Es posible que haya encuentros casuales, por otros asuntos, quizá él intente tomar represalias. Recuerda lo que le pasó a Jud. No conviene que salgas solo de noche.
—Yo diría que las soluciones violentas son las únicas que ahora me parecen naturales. Lo siento mucho, Demelza. Es una actitud poco civilizada. Pero por lo menos no podré quejarme si alguien responde del mismo modo.
Demelza no contestó, y él hizo una mueca al cambiar de posición.
—Conoces el salón principal —dijo Ross—. Lo amueblaron con un juego de sillas nuevas, de madera fina lustrada… bien, supongo que es caoba con respaldos tallados y el asiento forrado de satén. No soy un experto en muebles, pero me parecieron piezas de excelente calidad.
—Oh, sí —dijo Demelza.
—Se ven muchas reformas en la habitación… algunas aceptables, y otras no tanto. Tienen cortinas de damasco azul, con un ancho borde dorado, y la nueva alfombra turca es muy gruesa, y muestra un dibujo de figuras humanas. Sobre el reborde de la chimenea, muchos adornos de porcelana, sin duda muy raros, pero no les presté atención. Y del techo cuelga un gran candelabro de cristal tallado. Y frente a la puerta, para evitar la corriente de aire, un biombo chino.
—Parece que tomaste nota de un número considerable de cambios.
—Me tuvieron esperando diez minutos, lo cual por supuesto mejoró mucho mi humor. Hasta que uno lo ve, no advierte cuántas cosas pueden comprarse con dinero en los tiempos que corren. —Ross miró alrededor, como si viese por primera vez su propia casa—. Nuestro hogar es bastante pobre, ¿verdad?
—Eso creo.
—Bien, no tendrás que continuar así mucho tiempo. ¿Qué te parece si me acompañas a ver a Harry Pascoe, y compramos algo para la casa?
Mientras hablaba la observaba, pero como siempre que la conversación adquiría un sesgo personal, pareció que ella evitaba responder con naturalidad.
—Como tú quieras, Ross. Te acompañaré, si así lo deseas.
—Sí. Quiero que vengas conmigo.
—El mes próximo vencen los intereses de nuestras deudas.
—La veta del sur tiene un ancho de ocho metros, y sigue agrandándose. El mes pasado ganamos 580 libras esterlinas. Sólo en un mes. Si esto sigue así, pronto cancelaremos todas nuestras deudas.
Demelza se puso de pie, y comenzó a recoger el rompecabezas que Jeremy había dejado en un rincón.
—Todavía apenas puedo creerlo.
—Lo mismo digo. Me pellizco dos veces por día. No hagas eso, ahora no. Vi la mirada en tus ojos cuando entré con la cabeza ensangrentada. Creo que aún te importo.
Era el primer desafío, la primera aproximación directa.
—Por supuesto, Ross, aún me importas. Mira qué cosas dices…
—Entonces, te ruego que me escuches. Dime qué debemos comprar. En esto, las mujeres tienen ideas mejores. Necesitamos tantas cosas, que yo no sabría por dónde empezar.
Demelza se acercó a Ross.
—¿Qué te parece si preparo una lista y tú la miras?
—No fue eso lo que propuse.
—Bien, por las mañanas hay tanto que hacer. Jeremy…
—Eso no fue lo que tú prometiste.
—Bien, tenemos sólo a Morena.
—Ya otras veces nos llevó a ambos. Si te desagrada estar tan cerca de mí, podemos comprar un caballo para que lo uses en el camino de regreso.
Demelza sonrió, y trató de liberar su mano.
—Necesitamos muchas cosas con más urgencia que un caballo. Iré a buscar pluma y tinta.
—¿Y vendrás conmigo a hacer las compras?
—Sí, Ross, ya te dije que sí. Si tú lo quieres.
Una quincena después Ross pudo quitarse las vendas de la cabeza, y ambos partieron juntos. Antes de iniciar las compras, Ross fue a visitar a Harry Pascoe. El banquero dijo:
—No tienen el más mínimo argumento. La transferencia de la inversión fue legal. No creo que un tribunal civil ni siquiera pierda tiempo en examinar el caso; pero si lo hiciera, el fallo sería completamente favorable.
—Quizá George amenazaba en vano. Así me lo pareció. Pero quise estar seguro.
—Ahora lo está. De todos modos, lamento que se haya renovado esta querella. Puesto que ahora Warleggan es su vecino por ambos lados… No creo que este género de entredichos beneficie a nadie.
—¿Por qué dice que es mi vecino por ambos lados?
—Hablaba figuradamente. El señor Coke vendió a los Warleggan sus acciones en la Wheal Leisure.
—Me imaginaba que ocurriría eso, pero de todos modos no me agrada. La Wheal Leisure está en la propiedad de Treneglos, pero las galerías entran en mis tierras.
—No me extrañaría que muy pronto los Warleggan controlen la mina.
—Bien, George puede hacer lo que le plazca. No lo provocaré, por lo menos mientras no intente nada contra mí.
Ross se puso de pie. Demelza esperaba en la habitación contigua. Muchas veces él se había prometido el placer de llevarla a hacer compras y permitirle gastar sin medida; pero había transcurrido tanto tiempo que la promesa ya tenía un regusto amargo.
—Oh —dijo Ross, mientras se apartaba de la ventana—, muy pronto podré saldar la deuda con el hombre que me salvó durante la Navidad pasada. Es un pensamiento grato. Usted debería indicarme su nombre, pues cuando le pague quiero agradecerle como él lo merece.
El señor Pascoe se acarició la mejilla con el extremo de la pluma.
—Como usted sabe, es un asunto reservado.
—Pero ahora usted tiene derecho a infringir esa reserva. ¿Usted comprende la importancia de lo que este hombre hizo? Aunque por supuesto, sin duda sabe a qué atenerse.
—Sí, lo se…
—De no haber sido por su oportuna ayuda ahora me encontraría encarcelado por deudas, y tendría escasas posibilidades de recuperar mi libertad. La mina habría cerrado. Mi esposa y mi hijo se hallarían ni la mayor pobreza. Sabe, ya no es cuestión de confianza. Se trata de gratitud pura y simple.
—Oh, sí, concuerdo con usted. Pero eso no me absuelve…
—Afirmo que sí lo absuelve. Le debo prácticamente todo lo que tengo, y querría decírselo. ¿Cómo se llama?
Pascoe vaciló.
—Le escribiré con el fin de que me autorice a hablar.
—Tonterías. Entonces, ¿no fue usted?
—No fui yo. Ya se lo he dicho. Ojalá mi posición me hubiese permitido…
—¿Vive en Truro?
—No. En realidad…
—¿En realidad qué?
—Bien, en realidad, no es un hombre.
—¿Qué? —Ross lo miró fijamente, sobrecogido—. ¿Qué quiere decir? ¿Qué era una mujer? ¿Un niño?
—Una mujer.
—¿Quién? ¿Su hija?
—No. Dios mío, me temo que ya he…
—No tengo relación con herederas adineradas. A decir verdad, no sé de quién habla. No conozco a ninguna mujer que esté en condiciones de prestarme mil cuatrocientas libras. ¡Parece imposible! ¡Harris, usted bromea! Dígame que bromea.
El banquero estaba muy conmovido.
—Creo que ya soy culpable de indiscreción. Sólo el hecho de que muy pronto usted pueda reembolsar el capital… Fue Carolina Penvenen.
—Caro… —Ross tragó saliva y miró fijamente a Pascoe. Después de un momento dijo—: Oh, ¡es increíble!
—Es la verdad.
—¿Carolina Penvenen? Pero si apenas la conozco. Hablé con ella dos o tres veces, y nada más. Dijimos… ¿cómo pudo saberlo? No acostumbro confesar mi situación financiera a la primera joven que se me cruza en el camino. Es… monstruoso. ¿En qué circunstancias habló con usted?
—Una mañana vino a esta oficina, dijo que deseaba hacer una inversión, y que creía que lo mejor era este préstamo de mil cuatrocientas libras. Estaba enterada de la existencia del pagaré, sabía que el documento se hallaba en manos de los Warleggan, y conocía las dificultades que usted afrontaba. Me creí obligado… perdóneme, pero consideré que estaba obligado a advertirle que corría el riesgo de no volver a ver jamás su dinero. No me prestó atención. Dijo que si yo no adoptaba las medidas necesarias, acudiría a otra persona. Después de hacer todo lo posible para disuadirla, por supuesto me agradó mucho complacerla.
—De veras, no puedo creerlo.
—No sé qué dirá cuando sepa que le he revelado la verdad.
Ross se frotó la nueva cicatriz de la cabeza. A medida que se curaba, le escocía.
—Bien, en mi vida he sentido tanto asombro. Y ni siquiera puedo imaginar cómo se enteró de todo. Y además, que haya decidido intervenir… No es extraño que yo no lograse adivinar quién me había ayudado. ¡Por Dios! ¡Qué extraña criatura! No… comprendo por qué lo hizo. Debo hablar del asunto con mi esposa. También ella se sentirá abrumada.
—Le agradecería que no lo difundiese —dijo Pascoe—. Es la primera vez en mi vida que me permito una indiscreción de este carácter. Lamento que me haya obligado a hablar.
—Yo no —dijo Ross.
Compraron varios muebles nuevos. Una hermosa mesa de tocador para la habitación de Demelza, que les costó cinco libras y diez chelines; un reloj para reemplazar al que habían vendido dos años antes; una mesa nueva, es decir, bastante nueva por tratarse de una pieza de segunda mano, espléndidamente barnizada, con patas talladas según la última moda; dos alfombras turcas por cuatro libras esterlinas cada una; un fino calamaco para confeccionar cortinas destinadas al dormitorio, y una lujosa seda de padua color crema, para las cortinas del salón. Ross compró algunos cortes de lienzo, porque a Demelza le agradaban —terciopelo carmesí y satén verde— sin un propósito definido, salvo el de inducir a Demelza a adoptar una actitud diferente. También compraron seis copas de vino, que les costaron 28 chelines, y una docena de jarros de peltre bastante baratos, a cuatro peniques cada uno, y vajilla y cubiertos nuevos muy caros, y una mecedora con asiento de caña.
Demelza compró dos pares de zapatos y un poco de lana fina destinada a una chaqueta para Jeremy, además de un caballito de juguete y un sonajero. Ross compró corbatines para él mismo, y también para John Gimlett; y Demelza adquirió una muselina rayada para Jane.
Y mientras compraban, ni por un instante dejaron de pensar en lo que habían sabido de Carolina Penvenen.
Cuando terminaron, la tarde estaba bastante avanzada, y por lo tanto tendrían que cabalgar un largo trecho en la oscuridad, de modo que regresaron con la misma lentitud con que habían hecho el viaje de ida, físicamente más cerca que lo que habían estado durante muchos meses. Antaño, cuando ella era niña, a veces viajaba sobre el pomo de la montura; pero ahora era imposible. A Ross le agradaba sentir la mano de Demelza sobre el cinturón, y el contacto ocasional del hombro femenino contra la espalda. Además, podían charlar fácilmente, sin levantar la voz y sin que el viento se llevase las palabras.
Ross había planeado esa salida para hacer compras sin otro motivo que el evidente; pero mientras regresaban se preguntó si no habría alcanzado una doble finalidad. Esa tarde, una o dos veces había percibido en el tono de Demelza inflexiones cálidas cuya falta no había extrañado hasta el momento de volver a oírlas.
A medio camino Demelza dijo:
—Ross, cuanto más pienso en Carolina, más creo que la hemos juzgado muy injustamente.
—Lo sé. Hemos contraído con ella una deuda tremenda. Y no creo que debamos dejar las cosas así.
—Lo mismo digo.
Guardaron silencio un momento. Demelza dijo:
—Cuánto más pienso en el asunto más grave me parece. Carolina Penvenen nos salvó de la prisión por deudas. Dwight nos salvó de otra prisión. No cabe duda de que él aún la ama. Y estoy segura de que, de no ser por lo que él hizo esa noche, estarían casados y ahora vivirían en Bath.
—No entiendo por qué lo hizo… a menos que Dwight la haya incitado. Supongo que Él habló de nuestro problema, y le pidió que nos ayudara, pero cuando le hablamos de nuestra buena suerte, pareció tan sorprendido como nosotros… Y no creo que sea tan buen actor. Me gustaría verla, y hablarle del asunto.
—Creo que es una mujer impulsiva y temperamental —dijo Demelza con voz pausada—. Es capaz de desairar a un hombre y de ayudar a otro, y siempre movida por un impulso súbito. Quizá simpatiza profundamente contigo…
—¿Conmigo? Pero si nos vimos sólo dos o tres veces.
—Puede bastar. Oh, no quiero menoscabar lo que hizo, pero en ella lo bueno y lo malo están unidos aunque a menudo prevalece lo bueno, como lo comprobó Dwight.
Continuaron en silencio un trecho. Era una noche benigna pero húmeda, y de tanto en tanto un chubasco les humedecía la cara.
Demelza dijo:
—Creo que tienes razón, Ross; debes ir a verla.
—Está en Londres. Pascoe me dio su dirección, y pienso escribirle.
Un tejón cruzó el camino, y Ross sofrenó su caballo. Cuando Morena se tranquilizó, Ross dijo:
—No creo que podamos hacer nada para reconciliar a Dwight y Carolina. Ella ha aceptado casarse con otro… y en todo caso, los mismos defectos que nos beneficiaron son la razón por la cual no sería una esposa adecuada para Dwight.
—No pienso que puedas reconciliarla con Dwight. Él se embarca, y Carolina no puede desairar a otro hombre. Pero no creo que sea suficiente escribirle una carta. No… es bastante. Me parece que deberías verla personalmente… y decirle lo que sentimos, y cómo se lo agradecemos. Quizá no sabe cuánto nos ayudó, y es posible que mil cuatrocientas libras no sea mucho para ella, pero no por eso nuestra deuda es menor.
Ross pensaba lo mismo.
—Iré antes de Navidad. Estaré ausente una quincena, pero puedo dejar a Henshawe a cargo de la mina. Llevaré conmigo los intereses correspondientes al primer año, y le diré que espero reembolsar el préstamo para Pascua. —Su mente ya estaba contemplando los detalles del viaje. Hacia más de diez años desde la última vez que había estado en Londres, e incluso entonces había sido una visita breve.
—Una cosa más —dijo Demelza—. Creo que deberías hacer algo relacionado con Dwight y Carolina, aunque en nada contribuya a reunirlos. Sospecho que para rechazarlo Carolina tuvo una razón mucho más importante que el hecho de que él la dejó esperando esa noche. Tal vez sea una joven impulsiva, pero una mujer no se muestra impulsiva de ese modo. Y en todo caso, es posible que lo haya rechazado en un momento de cólera. Pero no mantendría esa actitud después que él le ofreció explicaciones.
—¿Y crees que yo debería interrogarla?
—Sí, Ross, eso creo.
—Muy bien. Le diré que mi esposa considera poco femenino haber actuado como ella lo hizo.
—Dile —insistió Demelza— que consideramos que hemos contraído una nueva deuda, y que desearíamos pagarla de un modo o de otro.
Cuando llegaron a sus tierras, las luces de la Wheal Grace resplandecían sobre el valle. Ross pensó que las minas podían tener expresiones, exactamente como los seres humanos. ¿O quizá se trataba de que los hombres veían sus propios pensamientos reflejados en objetos de piedra y pizarra? Tres meses antes, los movimientos de la mina parecían los de un animal que comenzaba a sentir la languidez de la muerte. Ahora, todo se agitaba con renovado impulso. Ardían cinco luces donde antes había una. El ritmo regular de la máquina no había variado, pero parecía expresar un propósito diferente. Ese mes se habían empleado cincuenta obreros nuevos, veinte destinados a las galerías y treinta a las obras de superficie, que se extendían velozmente. Parte del trabajo de elaboración todavía se encomendaba a gente ajena a la mina, porque la masa del mineral llevada a la superficie seguía aumentando con más rapidez que la capacidad de elaboración. El joven Ellery y sus cinco asociados trabajaban en el sector más rico de la veta, y Ellery había confesado a Ross que con frecuencia le ocurría que por la noche no podía dormir, pensando en su trabajo y deseoso de retornar a él. Cuando los hombres eran tributarios, el porcentaje que recibían por el mineral extraído se modificaba mes tras mes, y se reducía en proporción con la riqueza de la veta en la cual trabajaban. Pero Ross y Henshawe habían concertado acuerdos muy generosos, y muchos mineros estaban teniendo elevadas ganancias.
Antes, Demelza había lamentado que desfigurasen la ladera de la colina del extremo meridional de su bonito valle. El arroyo que corría cerca de la casa tenía las aguas amarillas a causa del lodo, y las obreras que limpiaban el mineral en la superficie trabajaban a pocos metros del jardín. Pero ahora, Demelza habría convertido sus jardines en zanjas, si de este modo hubiese facilitado la extracción de estaño.
Cuando llegaron a la casa, Gimlett los esperaba, infatigable, cordial, deseoso de complacer. Pareció que recibía con la misma gratitud la brida de Morena y los regalos que le habían traído. Poco después desapareció en el interior de los establos. Demelza subió al primer piso, para ver a Jeremy. Estaba dormido, y tenía un aire más angelical que nunca. A pesar de que su salud había mejorado mucho, mantenía esa apariencia. Tenía la cabeza redonda y bien formada, los cabellos oscuros, el cuello fino, la boca ancha y móvil, la boca de los Poldark. A pesar de su corta edad, tenía cierto aire de distinción… y también una expresión inquieta. Sólo en el sueño su energía se apaciguaba.
Demelza oyó un movimiento; volvió los ojos y advirtió que Ross la había seguido. En los últimos tiempos él venía rara vez. Sonrió sin mirarla, y asintió.
—Sobrevivió sin ti.
—Así parece.
—Es extraño que Jane no haya tenido hijos. Ahora necesitamos más criados. ¿Crees que Jinny querrá regresar?
—Quizá podamos encontrar una persona más joven. Solamente necesitamos otra muchacha,
—Dos sería mejor. Tendrás que acostumbrarte a dar órdenes, en lugar de hacer las cosas personalmente.
Demelza no contestó, y Ross supuso que sus palabras podían interpretarse como una crítica.
—Si esta prosperidad se mantiene, pronto ordenaré que reconstruyan la biblioteca. Nunca fue más que una especie de establo. Necesitamos otra habitación en la planta baja, y si la biblioteca se arreglase bien, transformaría todo el aspecto de la casa.
—Por lo menos podríamos rellenar el escondrijo.
Ross sonrió.
—Creo que podríamos dejarlo, como una suerte de advertencia.
Jeremy se volvió, y suspiró ruidosamente en sueños.
—Vámonos —dijo Ross—, porque de lo contrario lo despertaremos.
—Oh, no, no hay peligro. Ahora está profundamente dormido.
—Quizá se sienta más cómodo si yo no estoy en el dormitorio.
Ella alzó los ojos, pero disimuló su mirada desviándolos rápidamente.
—No lo creo.
—Algunos dicen que los niños sienten celos de sus padres. Pero últimamente Jeremy no ha tenido muchos motivos para sentir celos.
Demelza dijo:
—Creo que quizá este sea un tema que más vale no discutir.
Guardaron silencio unos segundos. Como haciendo una prueba, él puso la mano sobre el hombro de Demelza. Ella no se apartó.
—Pensaba comprarle algunos cubos para armar. Sabía que olvidaba algo.
—Ahora podrás conseguirlos en Londres.
—¿Crees que podrás venir conmigo? ¿Por qué no? Jeremy se arregla bastante bien con Jane.
—¿Yo?… Oh, no. No, gracias, Ross. Ahora no. Iré de buena gana la próxima vez. Creo que debes hablar a solas con Carolina.
—¿Por qué?
—Lo siento así.
—Puedes quedarte en la posada, mientras voy a verla.
—No. Esta vez prefiero no ir.
Él se había acercado un poco.
—Demelza.
—Sí.
—Los últimos meses hubo muchas situaciones desagradables entre nosotros. No dijimos nada, pero lo sentimos. Me confortaría pensar que todo eso está olvidado.
—Por supuesto, Ross. Ahora no siento nada.
Él acercó el rostro a los cabellos de Demelza.
—Pues no me agrada que no sientas nada.
—Lo lamento…
Permanecieron así un instante. Aunque él no percibía la tensión interior de Demelza, sabía que allí estaba. Él no había conseguido resolverla ni eliminarla. Sabía que podía tomarla si así lo deseaba, y que ella a lo sumo ofrecería cierta resistencia simbólica; pero el símbolo allí estaba, y mientras existiese la reconciliación no sería real.
Él le besó bruscamente los cabellos, retiró la mano, se acercó a la ventana que miraba hacia el norte, y apartó la cortina para mirar. Los ojos de Demelza lo siguieron.
Ross dijo:
—Quizá estás en lo cierto; nunca recuperamos lo que perdemos de un modo tan despreocupado.
—No creo que ninguno de los dos lo hiciese con despreocupación.
—Pero lo hemos perdido.
—Bien…
Afuera estaba tan oscuro que él apenas podía ver el mar.
—Y lo perdimos sin obtener nada a cambio —dijo Ross medio para sí mismo.
—Eso no lo sé.
—Oh, todo tuvo un propósito, y si bien se mira un excelente propósito; aunque quizá tu no lo aceptes. No sé… No he querido hablar de eso.
Demelza permaneció de pie al lado de la camita de Jeremy, mirando a Ross.
—Quizá llegará el momento de hablarlo —dijo Ross—, si decidimos que es necesario aclarar lo que nos separa. De todos modos, tengo cierto prejuicio, el sentimiento de que es negativo…
—¿Qué es negativo, Ross?
Él se apartó de la ventana, dejó caer la cortina y dijo secamente:
—Creo que incluso en el adulterio hay cierta etiqueta, y no me parece bien comentar las características de una mujer con otra, aunque la segunda sea mi propia esposa.
—¿No creerás que deseo oírlo?
—Sin embargo, tal vez no te desagrade.
—No alcanzo a entender cómo podría complacerme.
—En ese caso, eres menos perceptiva que lo que yo me imaginaba.
—Eso es muy probable.
Hubo otra pausa. Ross se apartó lentamente de la ventana, y después de un instante de vacilación se inclinó y la besó en los labios.
—Sí, es muy probable —dijo, y salió.
Durante un instante ella no se movió. Ahora, la respiración de Jeremy se había acelerado un poco, como si el niño estuviese soñando. Demelza lo movió con manos expertas y firmes; como si hubiese reconocido el contacto de la mano que le era tan familiar, el niño volvió a tranquilizarse.
Demelza se enderezó, y se acercó a la ventana. En su corazón experimentaba una sensación cálida, algo que había creído perdido para siempre.