Dwight no tenía paciencia con la opinión de que, como la carne cruda se descomponía expuesta al aire, los seres humanos debían correr la misma suerte. Y también tenía sus manías en asuntos relacionados con la comida y la bebida. El ayuno y el aire fresco habían sido beneficiosos en varios casos de fiebre biliosa y terciana, de modo que había ensayado un tratamiento similar con Charlie Kempthorne, que padecía consunción en los pulmones. Milagrosamente lo había curado. No había tenido buenos resultados en muchos otros casos pero un éxito era algo interesante en una enfermedad notoriamente fatal. Después, había experimentado con los casos de gota, para gran fastidio de sus pocos pacientes adinerados.
Ahora, tenía que tratar al señor Penvenen. Recetó opio tebano después de cada comida. Era un disparo en la oscuridad, y podía matar o curar al paciente.
El señor Penvenen comenzó a reaccionar.
Durante su quinta visita encontró al paciente sentado en un sillón abrigado con mantas y capas, frente a la ventana abierta un par de centímetros a la tarde benigna. Después del examen de rutina el señor Penvenen dijo secamente:
- Doctor Enys, usted dijo que no podía curarme; pero parece que va en camino de devolverme totalmente la salud. Le estoy sumamente agradecido.
-En buena parte el mérito es suyo. -Dwight jamás se había apeado de su actitud-. De no haber sido por su voluntad de privarse…
-El esfuerzo ha sido considerable. ¿Cuánto más deberé privarme de los placeres comunes de la vida?
-Si por placeres comunes se refiere al alimento y la bebida usuales, le diré que todavía durante muchos meses. Quizá por el resto de su vida.
-¿Y cuánta vida me queda probablemente?
—No puedo responder a esa pregunta. Si se cuida, no hay motivo por el cual deba ser breve.
Se hizo el silencio entre ambos. Dwight extrajo su reloj, pero Penvenen dijo:
—Confío en que ahora usted es capaz de no hacer caso de la lamentable circunstancia de la última visita de mi sobrina Carolina. Nadie lamentó la situación más que yo, o las medidas que debí adoptar. Ahora que todo esto ha pasado, me agradaría suponer que puedo llamarlo siempre que sea necesario; y quizá llegará el día en que usted me favorezca con una visita social, y podamos cenar juntos… naturalmente en el supuesto de que su propia dieta no sea tan rigurosa como la mía.
Era un gesto cordial, o por lo menos lo que más se parecía a eso en Ray Penvenen. Dwight no contestó. Penvenen continuó:
—Quizá, antes de que me responda, deba informarle que Carolina anunciará dentro de muy poco su compromiso con Lord Coniston, hijo mayor del Conde de Windermere. Confío en que la noticia no lo afligirá.
—La felicito —dijo Dwight.
—Gracias. Sin duda, estaba predestinada a realizar un excelente matrimonio, y yo hubiera faltado a mi deber de tutor si no hubiese impedido que se prolongase una relación inapropiada. Como usted comprenderá, mi actitud no implicó un juicio acerca de sus cualidades personales, ni quiso sugerir falta de estima de mi parte.
—Sí, comprendo. —Dwight guardó el reloj. No había conseguido medir las pulsaciones del paciente, y no le importaba. Atravesó la habitación y permaneció de pie al lado del fuego—. ¿Cuándo se celebrará la boda?
—Mi hermana no lo dice. No creo que aún se haya fijado una fecha. Carolina no estuvo bien, y por lo tanto…
—¿No estuvo bien?
—Una de las habituales indisposiciones estivales. Ya se encuentra bastante recuperada. Pero no es probable que la boda se celebre antes de Navidad.
—Transmita mis buenos deseos a la señorita Penvenen. Estoy seguro de que será una unión completamente… apropiada.
Dwight no se engañaba a sí mismo, pero evidentemente engañó al señor Penvenen.
—Me alegro de que piense así. Es la actitud de un hombre generoso. Sabía que podía confiar en su buen sentido y su comprensión.
Dwight sintió la tentación de decir que nadie podía confiar en ninguna de las dos cosas.
—Continúe tomando la medicina —dijo con voz serena—. Un poco de ejercicio, sí lo desea; pero no se fatigue. Volveré el miércoles por la mañana.
Se disponía a salir, pero su interlocutor dijo con gesto inseguro:
—Yo… espero que podré viajar a Londres después de Navidad. Debo atender asuntos de negocios, y también otros de carácter más social.
—Veremos cómo evoluciona —dijo Dwight.
No creía que la mejoría de su paciente pudiera mantenerse. Si su diagnóstico acertaba, él mismo nada podía hacer para curar la enfermedad. De todos modos, no tenía objeto decírselo a Penvenen, y la constitución humana era una caja de sorpresas. Sin duda, la perspectiva de ver a su sobrina casada con un miembro de la nobleza representaría el más poderoso de los estímulos.
Verity dio a luz para Todos los Santos; fue un varón de tres kilogramos y medio, y ambos estaban bien. Lo llamaron Andrew, como su padre, y Ross y Demelza asistieron al bautizo. Como esa semana la Casa de Acuñación autorizaba las partidas, Ross fue a Falmouth y regresó en el día; pero Demelza se quedó cuatro días. Se sentía mejor que en todo el tiempo transcurrido desde mayo, y la felicidad de Verity se reflejaba en ella. La invitaron a visitar el barco de Andrew Blamey, y remontó el río, y asistió a una recepción en la ciudad. Nada dijo a Verity de sus propias dificultades. Por primera vez descubría que se hallaba en una situación que ni siquiera con ella podía comentar. De todos modos, no podía hablar del asunto sin revelar cosas que, así lo esperaba, sólo ella, Ross y Elizabeth debían conocer jamás. Ahora que George y Elizabeth estaban unidos, parecía más que nunca importante guardar absoluto silencio acerca de los hechos del nueve de mayo.
Un día después que ella regresó Ross recibió una nota de George.
Estimado Poldark:
Como eres albacea de la herencia de Francis, no es posible cumplir ciertos formalismos sin tu firma. Desde junio no se ha hecho nada, y por lo tanto parece necesario que nos reunamos. Si vienes a Trenwith el viernes o el sábado por la mañana, podré recibirte.
Tuyo.
G. Warleggan.
Ross replicó:
Estimado Warleggan:
Como no eres albacea de la herencia de Francis, no creo que el asunto te concierna. Si deseas verme por cualquier asunto, estaré en Nampara el viernes o sábado por la mañana.
Tuyo.
R. V. Poldark
George replicó:
Estimado Poldark:
Seguramente te has enterado de que Elizabeth y yo nos casamos en junio. Si me ocupo de la propiedad de Francis, es sólo para aliviar la tarea de mi esposa. Este mes no se ha sentido bien, y para ella sería más cómodo recibirte aquí. Tal vez me informes cuándo puedes venir.
Tuyo.
G. Warleggan.
Ross escribió que iría el sábado a mediodía.
Apenas pasó el portón de acceso advirtió la diferencia. En menos de tres meses el dinero había hecho milagros. Se habían limpiado las malezas acumuladas durante diez años, recortado los setos, talado los árboles innecesarios, y plantado ejemplares nuevos; el estanque se había convertido en un lago poblado de peces, y se habían preparado canteros donde aún se veían algunas flores tardías. El ganado gordo pastaba del lado opuesto del lago. Se había cubierto con grava fresca los senderos que conducían a la casa.
Cuando entró, vio que habían reparado la ventana principal del vestíbulo, y la habían cubierto con largas cortinas de satén carmesí. Había alfombras nuevas y colgaduras nuevas sobre las paredes. Habían retirado muchos de los retratos viejos y agrietados, y en el gran salón donde lo introdujo un lacayo de librea —no la señora Tabb, con su delantal, siempre sobrecargada de trabajo— todo había cambiado. Incluso habían desaparecido la rueca de hilar y el arpa de Elizabeth.
No había nadie en la habitación, y tuvo que esperar diez minutos, golpeando impaciente su bota con el látigo de montar, antes de que entrase George, seguido por un hombre alto y delgado de hombros estrechos y ojos muy juntos. George vestía un excelente traje color ante, con pantalones más oscuros de nanquín.
Después, entró otro hombre de mayor edad. Jonathan Chynoweth, el padre de Elizabeth.
Se saludaron fríamente. George dijo:
—Este es el señor Tankard, mi abogado. Por supuesto, ya conoces al señor Chynoweth. No te demoraremos mucho. Es necesario firmar algunos papeles. Y eso es todo.
—¿Dónde está Elizabeth?
—Descansando. Podemos despachar el asunto sin ella.
—No lo creo. También ella es albacea de la propiedad de Francis. No haré nada sin su presencia.
—Ya hemos previsto eso —dijo amablemente George—. Ha firmado un poder, de modo que puedo representarla en estos asuntos. Tankard, muestre el documento al señor Poldark.
Ross examinó el escrito, con la indefinida sospecha de que se trataba de un recurso dudoso; pero no conocía bien la ley. Se volvió hacia el señor Chynoweth.
—Es verdad, querido muchacho. Te aseguro que en todo esto no hay nada ilegal. Reconocerás que yo no intervendría en algo… dudoso.
—Si quieres saber la verdad —dijo George—, aunque no te agradará, Elizabeth pidió especialmente que yo la representara porque no desea verte. En este momento su salud no es perfecta, pero aún así podría ocuparse de sus asuntos. No quiere tener nada que ver contigo, y yo la ayudo a evitar un encuentro que sería desagradable.
Ross devolvió el documento a Tankard, y este lo devolvió a su portafolios.
—¿Es cierto que espera familia?
Tankard levantó la cabeza. George dijo:
—Es cierto. ¿En qué te concierne?
Ross se encogió de hombros.
—Despachemos estos asuntos.
Había que comentar y firmar varios documentos. Ross no deseaba facilitarles las cosas, pero en realidad había poco que indagar. El señor Chynoweth no volvió a hablar y se limitó a observarlo todo mientras se mesaba la barbita rala. George era bastante honesto en sus transacciones cotidianas. Pero cuando todo concluyó, Tankard dijo:
—Este… señor Poldark, esas acciones, la mitad del capital de la Wheal Grace, que pertenecen al hijo de la señora Warleggan… traspasadas al comienzo de este año por la suma de seiscientas libras. ¿Puede explicarnos el asunto? La transacción parece haber sido irregular, y no creemos que pueda considerársela legal.
—Fue legal.
—Bien, señor, hemos pedido al señor Harris Pascoe los detalles del arreglo, pero nos ha contestado que no está autorizado a divulgarlos. Nos agradaría oír su explicación.
—No es necesario ninguna explicación. La señora Poldark… es decir, la señora Warleggan, recibió seiscientas libras en representación de su hijo por la mitad del capital de una mina sin valor.
—Supuestamente sin valor —dijo George—. ¿Quién fue tan tonto que le pagó esa suma?
Ross dejó la pluma, espolvoreó arena sobre el documento y sacudió este.
—Yo lo hice.
Hubo un momento de silencio.
—Ah —dijo George—. Ya me parecía que se trataba de eso.
—Entiendo —dijo Tankard—, que ahora la mina está prosperando… y que dentro de muy poco dará un dividendo elevado.
—Ya está dando un dividendo elevado.
—Ah —volvió a decir George—. Y no dudo de que al comienzo del año…
—Me ofenden —dijo Ross— tus sospechas. Y me ofende tu falta de inteligencia. Por Dios, ¿crees que si hubiésemos encontrado una veta productiva en enero habríamos esperado hasta noviembre para explotarla?
—En ese caso, ¿por qué compró la otra mitad de una mina sin valor? —preguntó Tankard.
Ross le dirigió una mirada.
—Escuche, hombre, no he venido aquí para ser interrogado por abogados a sueldo. Vuelva a sus códigos, y hable cuando le dirijan la palabra.
El señor Chynoweth pasó el índice largo y aplanado sobre la superficie lustrada de la mesa.
—Vamos, vamos, parece que estamos acalorándonos un poco, ¿eh? No es necesario, realmente no lo es. —Se miró la yema del dedo. No había polvo—. Querido muchacho, seguramente usted tenía excelentes razones para proceder así. Si tiene la bondad de…
—En enero —dijo Ross—, su hija estaba muy escasa de dinero. Me sentí responsable porque había convencido a Francis de que invirtiese sus últimas seiscientas libras en una mina. Deseaba devolverle el dinero pero sabía que ella no lo aceptaría como regalo. De modo que ideé el modo de realizar mi propósito sin que ella pudiese oponerse. Yo creía que la mina había fracasado. Y aún pensaba así en julio,
—Una versión dudosa —dijo George—. Nadie…
—Lo que tú creas poco importa. Pero no pretendas que escuche tus especulaciones.
—Un momento —dijo George cuando vio que Ross se disponía a salir—. Creo que debemos dar a cada cual lo suyo, ¿eh, suegro? Hasta cierto punto estoy dispuesto a aceptar la explicación. Como tú dices fue un ardid, un tanto complicado, pero que probablemente pareció seductor a una mente poco comercial. Una buena intención. ¿Eh, suegro? Pero un método complicado. No es necesario dudar de la legalidad del arreglo, pues tu propósito moral era loable. Ciertamente, puede considerárselo un gesto quizá demasiado dramático, como podía preverse que sería el caso pero de todos modos aceptémoslo, y esperemos al gesto siguiente, que sin duda lo complementará.
Todos esperaron, como suspendidos. El señor Chynoweth no había alcanzado a adivinar la alusión de George, y parpadeó perplejo.
—¿Qué gesto?
—Caramba, devolver la mitad de la mina, ahora que prospera, a la custodia de los albaceas de Geoffrey Charles.
Ross se quitó los guantes. Usaba el mismo par remendado de siempre.
—¿Por qué crees que debo hacer eso?
—Bien, trataste de salvar a Elizabeth de una situación difícil. Ahora, ese gesto ya no es apropiado, porque lo que le quitaste vale mucho más de lo que diste por ello. La situación ha cambiado por completo.
—También cambiaron las circunstancias de la vida de Elizabeth.
—Naturalmente. Gracias a su matrimonio conmigo. Pero en todo esto quisiste beneficiar a Geoffrey Charles. El hijo de Francis no tiene derecho a mi generosidad. Lo único que tiene es la mitad de tu mina.
—Tenía esa mitad. Me la vendió.
—En realidad, en tu condición de albacea de Geoffrey Charles tú mismo te vendiste esa propiedad.
—Sí. Porque la creía sin valor.
—En eso, sólo tenemos tu palabra. Y por otra parte, ya no es cierto que la mina carezca de valor.
—Afortunadamente para mí, no.
—Por consiguiente, es evidente que si tu intención era realizar un gesto de amistad y afecto en favor de Geoffrey Charles, para que tu actitud conserve ese carácter ahora debes proceder a la inversa. De lo contrario, sólo será un gesto interesado.
Ross continuó golpeando la superficie de la mesa con sus guantes.
—George, lo que es evidente para ti y lo que es evidente para mí son dos cosas distintas. En mi condición de albacea, en colaboración con Elizabeth, de los asuntos de Geoffrey Charles, debía hacer cuanto estuviese a mi alcance en beneficio del niño, y en relación con lo que Francis le había dejado. En enero de este año vendí su participación en la Wheal Grace por seiscientas libras esterlinas. Era más —mucho más que lo que razonablemente yo hubiera podido hacer. Si las acciones se hubieran ofrecido al público, no habría conseguido por ellas ni cincuenta libras. No; ni siquiera diez. Tú no me habrías dado diez libras por mi parte. La mina estaba acabada. Así lo creía yo, como todo el mundo. Con los mayores esfuerzos logramos mantenerlo abierta todo el verano. Después de un accidente se suspendieron los trabajos, pero la reabrimos. Y ahora encontramos estaño. Estaño, aunque cobre era lo que buscábamos. Pero estaño tan abundante que se ofrece a manos llenas. Bien, ahora considero que la ganancia me pertenece legítimamente. No creo que pertenezca a Elizabeth, a Geoffrey Charles, al señor Chynoweth o a ti. Y si alguna vez abrigaste la esperanza de inducirme a cambiar de idea, será mejor que renuncies, porque nada conseguirás.
Tankard tosió y se sopló los dedos, y miró a George. Este dijo:
—Como has aclarado muy bien tu posición, no podemos hacer menos. Discutiremos la legalidad de la venta.
—¿Con qué argumentos?
—A su debido tiempo recibirás esa información.
—La esperaré con interés.
—En todo caso, el litigio no acrecentará tu prestigio. Un hombre que estafa a su protegido.
—Hasta ahora —dijo Ross—, he tratado de evitar la violencia. No quiero arruinar tus muebles nuevos, tan vulgares.
—No lo harás —dijo George—. Tengo tres criados al alcance de la voz.
—Jamás das un paso sin ellos.
George enrojeció.
—Vuelve con tu fregona —dijo.