Elizabeth y George contrajeron matrimonio el veintiuno de junio. Contrariamente a lo que ella deseaba, se celebró en Cardew una gran recepción con la presencia de más de un centenar de invitados. Esa había sido desde el principio la intención de George. El matrimonio fue a pasar la luna de miel fuera de Cornwall, y regresó al condado a fines de agosto. Los esposos establecieron su residencia en Cardew. Elizabeth observó que Nicholas Warleggan y su esposa aún no se habían mudado; de acuerdo con la versión de George habían prometido hacerlo, y también de acuerdo con lo que George decía aún estaban preparándose para hacerlo.
Cusgarne fue vendida, y los padres de Elizabeth se trasladaron a Trenwith, y se empleó a dos personas mayores y una serie de criados para atenderlos. George deseaba expulsar de la casa a la tía Agatha, de modo que Ross se viese obligado a recibirla; pero Elizabeth se negó terminantemente, y la tía Agatha, en contra de lo que pensaba George, permaneció en Trenwith.
Se canceló la venta de las máquinas de la mina Wheal Grace, y el cuatro de junio se reanudaron los trabajos. Hacia julio se habían retirado las rocas desprendidas durante el derrumbe, y de nuevo se comenzaba a explotar la veta. Entre los primeros mineros que bajaron a la mina estaban Ellery y el joven Nanfan. El dinero se agotó, pero Ross consiguió que Blewett le prestase 50 libras esterlinas y después otras cincuenta, y así pudieron sostenerse.
En Nampara la vida seguía el curso de las estaciones. Se recogió y amontonó el heno. El trigo y la cebada pasaron del verde al amarillo y poco a poco maduraron. Ese año habían sembrado casi hasta el límite de la casa; y los tallos se agitaban y murmuraban todo el día. Incluso cuando el mar rugía uno podía oír muy cerca otra voz sibilante.
Los ejércitos aliados aún no habían ocupado París, y ahora parecía que por lo menos durante otro año se había esfumado la oportunidad. Quizá habría que esperar más, porque las energías latentes de la revolución al fin comenzaban a manifestarse. El general Custine había sido enviado a la guillotina por el delito de fracasar, y se había convocado a un desconocido borgoñés, Lázaro Carnot, para que organizara la victoria. Su primer decreto fue ordenar la levée en masse, llamando a todos los franceses bajo banderas, e imponiendo el servicio incluso a las mujeres y los niños franceses. Era una nueva concepción de la guerra, o una antigua concepción que renacía, y que desmentía la influencia civilizadora de un milenio.
Ross y Demelza no se habían reconciliado realmente. A veces ella deseaba haberse marchado. Otras, volvía a acariciar la idea de alejarse. Sin embargo, no podía estar segura de lo que él sentía. Elizabeth se casó con George. El asunto había seguido su curso a pesar de la intervención de Ross. Por consiguiente, a menos que Él estuviese dispuesto a secuestrar a Elizabeth, nada podía esperar de ella. En definitiva, permanecía en Nampara, casado con Demelza. Si ella estaba dispuesta a representar el papel de segundona, aún podía serle útil.
Pero ¿ella aceptaba ese papel? A veces a ella misma le parecía que así era, y otras lo rechazaba enfáticamente. El aguijón de su propia actitud ante Malcomí McNeil aún la torturaba. Ella, Demelza Poldark, había demostrado que era casta y virtuosa, y eso precisamente era lo que la abrumaba. Había dejado de desear la muerte, pero nada más. La primera vez que se encontró con sir Hugh Bodrugan después de la fiesta, él la interrogó irritado acerca de lo que había ocurrido, y Demelza le mintió, y le dijo que nunca había pensado pasar la noche, y que había salido poco después de terminada la reunión; como lo había visto rodeado de amigos, no había querido molestarlo. Deseaba no volver a ver jamás a McNeil. Eso hubiera sido el más cruel de los horrores.
Ross continuaba durmiendo en la planta baja. Nunca había intentado restablecer con ella una relación normal, y esa era otra influencia negativa, pese a que ella lo habría rechazado si hubiese intentado acercarse. Demelza suponía que él la hallaba desagradable, después del misterioso y delicado placer gustado en los brazos de Elizabeth.
De modo que dos venenos actuaban, y ambos corroían sus sentimientos de dignidad, y a su vez estorbaban sus impulsos normales, que siempre la llevaban a perdonar y olvidar.
A menudo él se mostraba inescrutable, en una actitud que nunca había mostrado durante su matrimonio, si bien ciertos días se lo veía cordial y amistoso, dentro de los límites de la vida corriente. Cuando llegó a Nampara la noticia del casamiento de Elizabeth, él no hizo ni dijo nada fuera de lo acostumbrado; sólo su rostro se mostró tenso un momento, pero en todo caso Ross cambió de tema y no volvió a mencionar el asunto.
La mina era el modo de evasión de Ross. Se sumergía en ella, mental y físicamente, y trabajaba más que nadie; y a medida que avanzaba el verano su rostro palidecía en vez de broncearse. Por la noche sobrevenían los momentos más incómodos, pero en general Demelza lograba encontrar tareas durante las largas horas de luz natural.
A medida que las noches se alargaban la mina comenzó a rendir un pequeño beneficio. Ross revisó dos veces las cuentas, con la ayuda de Henshawe, para asegurarse de que no había error. Henshawe propuso que pusieran en un marco el libro de costos que registraba la novedad. Aún no podían hacer retiros de dinero, pero si las cosas seguían así lograrían alejarse lentamente de la zona de peligro. Puesto que aún faltaban cuatro meses para el siguiente vencimiento de la cuenta personal de Ross, este calculó que si alcanzaba a obtener unas cien libras, o quizá ciento veinte, hacia fines de año lograría formar una suma suficiente para satisfacer a sus acreedores en unos pocos meses más. Su desconocido benefactor, puesto que era un benefactor, mal podía ejecutarlo sólo por setenta u ochenta libras.
En septiembre se supo que el señor y la señora Warleggan estaban en la casa Trenwith. La novedad irritó a Ross más que la noticia de la boda, para recibir la cual en cierto sentido estaba preparado. Durante dos días se las ingenió para permanecer constantemente fuera de la casa, y a la hora de la comida apenas podía comportarse como si la vida estuviera siguiendo su curso normal. Pronto llegó la noticia de que estaban realizándose grandes reparaciones en Trenwith. Cabía preguntarse cómo era posible que George se mostrase tan generoso con los padres de Elizabeth. Si es que hacía todo eso por ellos. Ross y Demelza pensaban lo mismo, pero ninguno de ellos abordaba el tema con el otro. Era mejor silenciar las reflexiones acerca de un asunto de ese carácter.
Demelza recibió una carta de Verity.
Mi querida prima:
Te agradezco tu carta cálida a afectuosa, así como tus Advertencias y consejos, que viniendo de alguien que solía buscar los míos, parecen un poco extraños. Sin embargo, reconozco sin reservas que con respecto a los bebés tu experiencia ha sido mayor que la mía, de modo que acepto todo lo que me dices.
Sufrimos un Gran susto la semana pasada, cuando en la ciudad se difundió la noticia de que se habían avistado cinco barcos franceses, uno de ellos apenas a cinco kilómetros del Castillo. Todos estaban muy Consternados, y el Iris, del capitán Soames, es el buque correo de Barbados, que acababa de zarpar, por poco fue apresado. Pero regresó a tiempo, y un oficial fue enviado prontamente a Penzance, para entregar un mensaje, despachado en una Goleta rápida, al almirante Bell, que navegaba frente a las islas Scilly. No cabe duda de que él habría interceptado a los Buques, pero pocas horas después se formó una densa bruma que nos impidió y les impidió ver. Mucho «quien vive» toda la noche, no fuese que los Barcos aprovechasen la Niebla; pero no lo hicieron y cuando llegó la mañana no se veía nada en el horizonte. Pero creo que el episodio provocó en todos una impresión saludable.
Espero que Ross prospere. No necesito que me expliques el efecto que habrá tenido sobre él el casamiento de Elizabeth con George Warleggan, y ahora que fueron a vivir cerca de ustedes, será una Ofensa más. Te ruego que en este momento tengas paciencia con Ross. No he visto a Elizabeth desde el día de la boda, pero me envió una carta. Por supuesto, Andrew y yo fuimos a la boda; por Elizabeth, no podíamos rehusar; según estaban las cosas, había pocos de sus parientes. Me parece que desde el principio no me gustó mucho la idea de esa Unión. No me impulsan los mismos agravios que tiene Ross, y no critico a los Warleggan porque son nuevos ricos. Muchas de nuestras familias aristocráticas fueron fundadas antes o después por mercaderes prósperos. Pero George nunca supo llevar con elegancia su dinero. Ninguno de los miembros de su familia sabe hacerlo, y cuando uno los ve juntos, eso se destaca especialmente.
La boda fue una reunión muy brillante; la iglesia de Santa María estaba cubierta de lirios, que habrán costado muchísimo, con un espléndido dosel carmesí afuera, y una alfombra carmesí que cubría todo el corredor. El reverendo doctor Halse presidió la ceremonia, y usó exactamente la misma voz con la cual habla en el Tribunal para dirigirse a los malhechores. Querrás saber qué usaba Elizabeth. Bien, tenía un vestido de grueso satén crema, con una cola de crepé adornada con ramitos de lilas blancas y púrpuras, y un cinturón ancho con un grueso reborde de plata. Después, cuando admiré el vestido, me dijo que se habían necesitado veintiséis yardas de material. El viejo Jonathan debe haber tenido un gran depósito escondido por ahí. Pero sin que te lo diga sabrás que estaba muy hermosa, como una reina, pero nerviosa, incómoda, y enrojecía y palidecía al menor pretexto. Por supuesto, George se mostró imperturbable, incluso cuando su gran amigo Paul Boscoigne dejó caer el anillo; se lo veía muy elegante, con una lujosa chaqueta recamada de oro y un chaleco escarlata con un ancho encaje dorado.
Andrew volverá el miércoles. Hasta ahora solamente un correo, el Trefusis, ha tenido dificultades. ¿Qué puede hacer un solo barco si lo atacan cinco naves? A veces, por la noche, me pregunto lo mismo.
¿Es cierto que Elizabeth espera familia? No menciona el asunto en su carta, pero la señora Daubuz me dice que la madre estuvo comentándolo. Sería extraño que en el hogar de los Poldark se forme una familia de los Warleggan.
Mis cariños a ambos, y un abrazo especial para Jeremy.
Tu prima que te quiere.
Verity.
Demelza no mostró la carta a Ross. Tenía sus propias ideas acerca de algunos pasajes, pero le pareció mejor no comentarlas. Ese día él volvió a casa más preocupado que nunca, aunque más temprano que de costumbre. Era el día que Lobb hacía su visita, pero Ross ni siquiera preguntó si había cartas. Demelza comenzó a sentir que ya no podía soportar mucho más los silencios de su marido. Cenaron sin hablar, y también en silencio Jane retiró la vajilla. Demelza permaneció en su silla, decidida a no dejarse intimidar, y cada vez más segura de que era necesario afrontar el conflicto. Finalmente, conmovida, comenzó a hablar:
—Ross, si esto tiene que continuar así, deberás comer solo. Hace apenas varios días que apenas hablas, y hoy ha sido peor que nunca. Sé por qué estás así, y no puedo ofrecerte una solución. Quizá ya no hay solución. Pero puede haberla para nosotros. Si me quedo, si quieres que permanezca aquí, debemos comportarnos como seres humanos. Pero si deseas que me aleje, dilo de una vez, porque no vacilaré en salir de esta casa si tú insistes en vivir así.
Ross alzó la vista, y la sorpresa que se dibujaba en su rostro sorprendió también a Demelza.
—¿De veras ha sido tan desagradable? —se echó a reír. Ella no recordaba la última vez que él había reído—. Yo… lo siento. No lo había advertido. Debería explicarte…
—¿Es necesario?
—Muy necesario, si se tiene en cuenta que esta tarde de ningún modo estuve pensando en Elizabeth y George.
Ella lo miró fijamente.
—Entonces, ¿hay otra mala noticia?
—No, más bien buena. Vacilaba en hablar del caso, porque ya tantas veces… No había advertido que mi rostro ya expresa naturalmente un gesto de severidad y…
—¿Qué buena noticia?
—Por supuesto, tienes razón; toda esta semana estuve muy caviloso, y por eso yo… Ahora no tenemos por qué hablar del matrimonio de Elizabeth. Eso tengo que resolverlo por mi cuenta… y combatirlo a mi propio modo. Pero que George venga a vivir a Trenwith y ofrezca indicios de que piensa quedarse, es… una verdadera indecencia, Trenwith es parte de la familia Poldark. Tienes que comprender… Es nuestro hogar. No consigo acostumbrarme a la idea de que pertenece a George. De veras, no puedo, Demelza. Es… antinatural, una monstruosa deformación de la justicia… o así me lo parece. Esa fue mi preocupación toda la semana. Pero hoy…
—¿Hoy?
—Se trata de la mina. Pensé que era más sensato no hablarte todavía. Casi tuve miedo. Hoy descubrimos que la veta se divide. La mitad, la mejor mitad, tiene doble tamaño que la vieja veta. Según parece, tiene un ancho de unos cuatro metros. Las primeras muestras son notables. Henshawe dice que nunca vio tanta abundancia.
Demelza se sintió confundida, como si se hubiese preparado para pelear con algo que de pronto se disipaba en el aire.
—Pero… ¿por qué no querías decírmelo? ¿Por qué te quedas allí, sentado y…?
—Lo siento. Estaba tan absorto, calculando… ¿Por qué no te lo dije? Porque ya hemos alentado muchas esperanzas falsas. Personalmente no puedo evitarlo, pero pensé ahorrarte la posibilidad de una desilusión.
—No creo que necesites adoptar esa actitud. Pero ¿será tan importante? Tú me dijiste que la mina ya recupera sus propios gastos.
Él la miró en los ojos, y su rostro ya no tenía la tensión de los días anteriores. Demelza comprendió que había interpretado erróneamente la expresión de su marido.
—Esperemos —dijo Ross—. Antes de contarlos, esperemos que nazcan los pollos.
Esperaron. Ross agachaba la cabeza y no permitía que sus pensamientos fueran mucho más lejos que el momento inmediato. Solo Henshawe, que adoptaba una posición más objetiva, porque arriesgaba mucho menos, se permitía un tono jubiloso. Una semana después Ross dijo a Demelza que no tenía que preocuparse por el pago de la deuda en Navidad. Con ese ritmo, el trabajo de un mes saldaría los intereses. Dos meses así, y podrían cancelar parte de la deuda. Ya podían trazar planes con dos meses de anticipación.
Demelza preguntó:
—¿Quieres decir… en cualquier caso?
—En cualquier caso. La muestra es tan rica como la veta. No puede dejar de rendir. Ahora no necesitamos mucha destreza. Es suficiente extraer el mineral, elaborarlo y venderlo.
—Me parece increíble.
—Lo mismo digo.
Ambos tropezaban con la misma dificultad: el éxito se había retrasado demasiado. Esa explotación había suscitado tantas esperanzas, y después las había destruido. Parecía imposible que se convirtiera en una actividad realmente lucrativa. Si hubieran encontrado el mineral once meses antes los hubiera salvado, de un modo dramático, de la bancarrota inmediata. Trece meses antes habría salvado la vida de Francis. Ahora, cuando la postergación de todas las esperanzas provocaba un sentimiento de náusea, cuando habían sobrepasado el punto en que nada esperaban, cuando la bancarrota no era un peligro tan inmediato —aunque aún existía— cuando lo único que pretendían era sobrevivir en las condiciones más modestas, repentinamente comenzaba a ofrecerles riquezas.
Riquezas. Eso era lo extraño. No sólo el ingreso, ni la renta normal de un negocio, sino riquezas. Eso era bastante distinto de lo que ocurría en la Wheal Leisure, donde aún se llevaban libros de costos y se calculaban las ganancias. Aquí, las ganancias eran casi una avalancha. El dinero afluía en la forma de cifras considerables. Habían apostado, y ganado. Ross sentía la necesidad de hundir los dedos en el oro. Estaba muy bien aceptar comprobantes por las partidas de estaño, y todo lo demás, pero lo que él necesitaba era tener bolsas de oro y plata.
También necesitaba que Demelza lo ayudase a saborear el triunfo; porque después de tantas tribulaciones el éxito podía ser realmente placentero sólo si se lo compartía. Ambos se esforzaron por compartirlo, pero en eso fracasaron. La división entre ellos era demasiado profunda.
A fines de octubre, Dwight recibió una carta del doctor Matthew Sylvane, de Penryn. Decía así:
Señor:
Uno de mis pacientes, el señor Ray Penvenen, de Killewarren, cerca de Chasewater, sufre desde hace algunas semanas una condición enfermiza que no ha respondido al tratamiento médico aceptado. Después de meditar seriamente, he considerado deseable contar con una segunda opinión, y el señor Penvenen ha mencionado su nombre, porque como médico usted tiene cierto conocimiento de su estado físico.
Si acepta que se lo llame en Consulta, sugiero se reúna conmigo en la casa del señor Penvenen, el viernes dieciocho, alrededor de las cinco de la tarde; allí podremos examinar en privado los síntomas, antes de revisar el paciente.
Tal vez usted me favorezca con una respuesta por mano de mi criado, que tiene instrucciones de esperar.
Soy de usted, señor, su obediente servidor.
M. Sylvane.
El primer impulso de Dwight fue contestar que el señor Penvenen podía volverse amarillo y pudrirse antes de que él volviese a entrar en su casa; pero después de cierta lucha consigo mismo replicó aceptando la invitación. Nunca había visto a Matthew Sylvane, pero sabía que, lo mismo que Choake, era un hombre de reducida fortuna personal y ejercía su profesión en la clase de los caballeros rurales. A las cinco menos diez Dwight entró a caballo por las puertas de Killewarren. Nada más que de entrar sintió una punzada en el pecho; la puerta de acceso a la propiedad, la inclinación de los pinos, la larga casa con techo de paja, incluso el criado que llegó para abrir la puerta…
El doctor Sylvane estaba en el gran salón del primer piso, sobre los establos. Era un hombre delgado, de aproximadamente cuarenta y cinco años, y de quien se hubiera dicho que no podía hacer nada sin la ayuda de su nariz. Dwight había preferido ver primero al señor Penvenen, pero Sylvane no estaba dispuesto a aceptarlo. El joven profesional debía entrar en el cuarto del enfermo armado con las teorías y las observaciones de un médico veterano. El señor Penvenen había enfermado unas diez semanas atrás, afectado por lo que era sin duda un espasmo del conducto biliar, que había provocado algunas líneas de fiebre y aminorado la circulación de la sangre, disolviendo los tejidos y afectando la elasticidad de las fibras. Así se había creado una condición debilitante, y posiblemente tumoral. Los síntomas iniciales habían cedido ante el tratamiento: una pequeña sangría y bebidas apropiadas: sal de ajenjo y amoníaco, polvo de jengibre, caramelo de azúcar, aceite de clavo de olor, y para alimentarse jaleas y caldos, caldo de carne y ternera flaca: Nada de pescado. En esa estación, el pescado olía muy pronto, el doctor Sylvane se oponía a suministrarlo a enfermos que ya olían.
Pero el señor Penvenen no había perdido el apetito. Desaparecida la fiebre, había comenzado a comer como un caballo… y seguía haciéndolo. Y bebía vino blanco. Terminaba una botella tras otra, lo cual era sorprendente. Había una leve congestión pulmonar de naturaleza edematosa, y mucha orina; lo cual en verdad no podía sorprender. El médico había ensayado las sangrías, los vejigatorios, las pociones, pero el paciente continuaba inerte, y perdía fuerzas. En realidad, no era necesario tener una segunda opinión, pero a veces un diagnóstico confirmatorio, que infundía confianza al paciente…
Escuchándolo apenas, su mente puesta en visitas anteriores, Dwight siguió a su colega por el corredor que conducía al dormitorio del señor Penvenen. Todo tenía el carácter de una horrible reminiscencia. Pero los recuerdos lo abandonaron cuando vio a Ray Penvenen en la cama, agazapado como una comadreja herida, el rostro gris y la piel reseca. Nunca había sido apuesto, pero ahora… La piel le formaba pliegues en la cara y las manos.
Cuando Dwight se acercó a la cama, Penvenen dijo con su voz precisa:
—Doctor Enys, creo que no nos separamos siendo muy buenos amigos. De modo que le estoy tanto más agradecido por haber venido.
Dwight se inclinó levemente, pero no habló. El hombre tenía derecho a su atención, pero nada más.
—Insistí en que fuera usted, a pesar de su juventud, porque creo que tiene el valor de no dejarse influir por lo que dice otra gente. El doctor Sylvane ha hecho todo lo posible, pero en su caso lo posible no parece ser suficiente…
—Bien, señor Penvenen, lo que hice…
—Doctor Enys, es la primera vez en muchísimos años que estoy realmente enfermo. Y tengo la sensación de que a menos que se haga algo, muy pronto también será la última.
—Confío en que no sea así. —Con el rostro severo, Dwight se inclinó para examinarlo.
Ciertos síntomas se manifestaron inmediatamente.
—Doctor Sylvane, ahora no hay fiebre.
—No, como le dije, eso respondió al tratamiento.
—Fue hace nueve semanas, doctor Enys. Después no tuve fiebre.
Ese olor acetoso del aliento. El hombre estaba demasiado débil para moverse en la cama.
—Señor Penvenen, ¿bebe mucho?
—En exceso. Nada muy fuerte; vino de Canarias.
—¿Agua?
—Sí, a veces incluso agua.
—¿Come?
—Mucho. Por cuatro; sin embargo estoy delgado como un arenque ahumado: Hasta ahora creía que la glotonería de mis vecinos era un tanto repugnante.
Después de un examen minucioso Dwight soltó la cortina del lecho y se acercó a la ventana. Ahora no estaba Carolina, con su traje de montar negro y sus cabellos color fuego. Ni el perrito que bostezaba. Ni Unwin Trevaunance, con su gran cabeza leonina. Sólo un hombre enfermo, mortalmente enfermo.
-También he contemplado -dijo el doctor Sylvane, con su voz nasal-, la posibilidad de una lombriz cestoide en el conducto de alimentación. Ese apetito voraz. Pero he examinado las heces y no he podido hallar pruebas …
—¿Y la orina?
- Extrañamente dulce. Pero como bebe tanto vino sin fermentar… También he contemplado una infección tuberculosa de carácter atmosférico-cósmico-telúrico, provocada por el tiempo sumamente pesado, en un condado que abunda en metales y minerales. Los efluvios minerales tienen una malignidad natural, y en el mejor de los casos los habitantes locales padecen tisis y consunción. Señor, me parece afortunado que haya pocas ciudades importantes en este condado. ¿Sabe, señor, que tres mil hombres que viven en media hectárea de suelo normal forman su propia atmósfera que se eleva a una altura de veinticinco metros? Tanto más peligroso sería, por lo tanto, en un condado que …
-Estoy completamente seguro de que es la enfermedad del azúcar -dijo Dwight.
¿Ah? -Sylvane sopló por la nariz, un sonido agudo y profundo-. Ah.
-Un hombre… olvidé como se llamaba, creo que era Willis… hace años. Y en los últimos tiempos… Y todos los demás síntomas, el hambre, el decaimiento, el olor de la respiración …
-Polidipsia -dijo Sylvane con expresión cautelosa-. Había pensado en ello. Podríamos considerar la posibilidad, pero hay indicios contrarios. La fiebre …
-Dice que hace nueve semanas que no tiene fiebre. Creo que sería un error considerarla ahora un síntoma.
-Hay un estado de gota. Y la congestión pulmonar …
-Muy típico y muy peligroso.
-No lo he considerado así.
El doctor Sylvane bizqueó suspicazmente en dirección a Dwight, pero este no estaba dispuesto a ceder.
-Creo que no es posible otro diagnóstico.
-El señor Penvenen tiene -cincuenta y siete años. Una enfermedad que aparece tan súbitamente en un hombre de su edad …
- A veces ocurre. De todos modos, esa es mi opinión.
-No intentará comunicarle su diagnóstico. Le causará una gran impresión. No me hago responsable si continúa como hasta ahora.
-¿Qué puedo hacer? ¡No pensará que puede curar si esa es su enfermedad!
Continuaron conversando en voz baja unos pocos minutos, y después Dwight volvió a acercarse a la cama. Ray Penvenen lo miró aproximarse, con sus ojos enrojecidos.
-Bien, doctor Enys, ¿habrá que apelar al cuchillo?
-No, señor, no habrá cuchillo. Creo que quizá podamos hacer algo por usted. Y usted mismo puede ayudarse.
-¿Cómo?
-Renunciando a la mayoría de las cosas que bebe y come. Sobre todo al vino.
-¡Pero es lo único que me alivia! ¿Cómo puedo calmar la sed?
-Con agua fría y un poco de leche diluida. Y necesita comer mucho menos. Le recomiendo la dieta más rigurosa. No será un tratamiento fácil, porque sé que tendrá mucho apetito.
-¡No sabe cuánto apetito tendré, porque nunca ha sentido lo que yo siento! Es muy cómodo recetar ese tratamiento. ¿Quiere decir que debo morirme de hambre?
-De ningún modo, aunque a veces le parecerá que es así. También sugiero baños tibios, y más aire fresco en su cuarto.
Se oyó al doctor Sylvane murmurar algo por lo bajo, pero cuando el señor Penvenen lo miró, el médico estaba oliendo el extremo perforado de su bastón de empuñadura de oro.
-Doctor Sylvane, ¿no está de acuerdo con este tratamiento?
Sylvane se encogió de hombros.
-Hemos examinado el asunto, y lamento discrepar con un colega… pero no puedo aceptar la responsabilidad de un tratamiento debilitante en las condiciones en que usted se encuentra.
-Estoy sumamente debilitado -dijo el señor Penvenen-; a consecuencia de doce semanas de enfermedad y diez semanas del tratamiento que usted me aplicó. Lo cual indica que necesito un cambio. Joven, ¿puede usted curarme?
-No, señor.
El señor Penvenen parpadeó y se pasó la lengua por los labios. Después de un momento dijo:
-Bien, por lo menos es sincero. -Hizo un gesto a su criado, que estaba de pie al lado de la cama, indicándole que sirviese otro vaso de vino del botellón, Pero casi al mismo tiempo lo detuvo.
-Pensándolo bien, no, Jonas. El doctor me aconseja beber agua.