Ross permaneció tres noches en Looe. Le hicieron propuestas, y necesitaba tiempo para pensar el asunto. Sorprendido, Ross comprobó que Blewett estaba en condiciones de reembolsarle las doscientas cincuenta libras que le había prestado poco después de la quiebra de la compañía fundidora de cobre. El pequeño astillero había sido una empresa modesta cuando ellos la compraron, pero gracias a la guerra en seis meses habían duplicado su capital. De modo que ahí estaban las 250 libras, a disposición de Ross. Había sido invitado a ir a Looe porque Blewett, que sabía muy bien que el préstamo de Ross lo había salvado de la bancarrota y la cárcel, estaba ansioso de saldar la deuda implícita así como la efectiva, y estaba dispuesto a ofrecer a Ross una participación en la empresa. Para juzgar con equidad Ross debía ver el astillero.
Ross inspeccionó el astillero. Era evidente que la empresa prosperaba. Sus 250 libras se duplicarían en un año. Era una excelente propuesta comercial.
Pero el astillero estaba lejos del lugar en que él vivía. Podía encontrar vivienda permanente en Looe, o dejar que la empresa evolucionara sin su presencia, de modo que el asunto no sería más que una inversión. O podía retirar las 250 libras.
¿Y si embolsaba el dinero? ¿Convenía reservarlo para afrontar los pagos urgentes de la Navidad próxima? ¿Debía volcarlos al pozo sin fondo que ya había consumido 1500 libras?
Enterrado bajo veinte brazas de piedras y puntales rotos había una veta de estaño. Lo sabía. Ya no se trataba de una conjetura. Para demostrarlo, el capataz Henshawe había sacrificado 100 libras duramente ganadas. Pero había sido una empresa desventurada desde el comienzo mismo.
Durante las últimas semanas Ross se había sentido profundamente culpable, porque había asumido riesgos que en definitiva habían determinado la muerte de dos hombres. Aún pensaba lo mismo. Sabía que, no importaba cuáles fueran los beneficios probables, jamás volvería a aceptar esos riesgos. Pero si se difundía la noticia de que proyectaba reanudar el trabajo en la mina, todos los hombres que había empleado en ella volverían en tropel, ansiosos de reincorporarse. Ni uno solo de ellos se molestaría en averiguar el número de carpinteros que Ross se proponía utilizar. Para ellos, se trataba de la suerte del oficio.
Aunque se habían concertado varios acuerdos de venta de las máquinas, aún no se había realizado casi ningún traslado. Doscientas cincuenta libras de ningún modo serían una suma excesiva para reanudar los trabajos de la mina. Incluso podían ser insuficientes. Ross se preguntaba qué diría Henshawe. En realidad, sabía lo que Henshawe diría.
Embolsó las 250 libras.
Cuando inició la última etapa del viaje de regreso, su mente retornó a los demonios familiares, a los que habían ocupado una parte tan importante de sus pensamientos conscientes durante la última semana. No había vuelto a ver a Elizabeth después de su visita, aquella noche. Aún no podía juzgar sus propios sentimientos, y no conocía los que ella alentaba. Solamente estaba seguro de los sentimientos de Demelza, y mientras se aproximaba a su casa comprendió que sería necesario adoptar ciertas decisiones personales, y hacerlo prontamente, si no deseaba errar por defecto. Pero ¿cómo podía explicar o justificar lo que él mismo no entendía?
Desde el momento mismo en que se había separado de Elizabeth, en las primeras horas de la madrugada, nuevos problemas habían comenzado a atormentarlo. Lo que él había hecho había puesto a Elizabeth en el primer plano de sus pensamientos. Eso hubiera debido simplificarlo todo. Pero Ross comprobó que en realidad no era así. Había infringido todos los valores que informaban su vida, y ahora pugnaba por hallar otros nuevos. Pero aún no los había descubierto.
Su actitud esa noche podría haber sido un correctivo útil, si hubiese ido a la casa Trenwith con la intención de hallar una solución; pero en realidad, el asunto había estallado en su cerebro como una turbonada; no había tenido tiempo de sopesar motivos o razonar intenciones. El razonamiento vino después, y en medio de esa barahúnda estaba fuera de su elemento.
Cuando llegó a su casa, Demelza no estaba. Había permanecido fuera todo el día, dijo Jane Gimlett con voz peculiar. Ross comió solo, y cuando el sol se ocultó preguntó qué camino había tomado Demelza, y Jane dijo que se había dirigido hacia playa Hendrawna. Ross salió a ver si la encontraba.
Había tres kilómetros largos hasta las Rocas Negras, sobre el lado opuesto. Era la marea alta, y en el resplandor anaranjado del atardecer el mar había adquirido un extraño tono azul sauce, tan generoso y desbordante que parecía que la tierra jamás podría detenerlo. A medio camino la vio venir. Marchaba lentamente, deteniéndose de tanto en tanto para examinar un resto traído por la marea, o mover con el pie un montón de algas marinas. Tenía puesto un viejo vestido de algodón, y el cabello comenzaba a rizársele, como si hubiese estado húmedo. Ross recordó que no hacía mucho había llovido intensamente.
Tuvo que esperar un momento antes de que ella se acercara. Al fin, la distancia se acortó lo suficiente para que pudieran hablarse y ella le dirigió una sonrisa brillante y un tanto fija.
—¡Caramba, Ross, qué amable de tu parte venir a buscarme! ¿Tuviste un agradable fin de semana? ¿Concordó con tus esperanzas? El mío no. Fui a casa de los Bodrugan, pero no encontré nada que me agradase, y me retiré temprano. ¿Cenaste? Sí, supongo que sí. Jane se habrá ocupado de eso. Jane es una persona muy eficaz. Hice un largo paseo, caminé varios kilómetros después de las Rocas Negras. Por allí hay varias caletas arenosas, pero ninguna tiene aguas muy profundas, de modo que supongo que no serán útiles para el señor Trencrom. Además…
—No le sirven al señor Trencrom —dijo Ross—. Estás mojada. —Le tocó el brazo, y vio que ella se encogía ante el contacto—. Ese chubasco. Tomarás frío con el aire de la noche.
—¡Eres tan considerado! Pero la lluvia apenas me humedeció la ropa. Hoy me mojé mucho más. Una de esas pequeñas playas era tan bonita que nadé en el mar. Sólo las chovas me veían. ¿Y cómo está Elizabeth? ¿Aún piensa casarse con George, o ustedes dispusieron otra cosa? No creo que piense seriamente en ese matrimonio, ¿verdad?
—No he visto a Elizabeth este fin de semana —dijo él con voz bastante serena, pero tensos los músculos de las mejillas.
—¿Algún inconveniente de último momento? Creía que estaba todo arreglado.
—Estuve en Looe —dijo Ross—, con Tonkin y Blewett. No te miento, Demelza. Cuando vaya a ver a Elizabeth, te lo diré.
—Oh, pero ¿no es una obligación injusta, Ross? ¿No te parece un tanto pomposo? Tener que contar a la esposa cada vez que uno va a visitar a la amante… Es una carga muy pesada sobre un momento de felicidad…
—Sin duda, crees tener derecho a esas ironías. En efecto, lo tienes. Dime cuando hayas terminado, y entonces podremos hablar.
—No, Ross, dime cuando tú hayas terminado. ¿No es así como deben ser las cosas?
Se enfrentaron. En ese momento ella lo odiaba profundamente, como lo había odiado todo el fin de semana, y mucho más profundamente porque sabía que estaba unida a él por lazos aparentemente indisolubles, los mismos lazos que él, por su parte, podía desatar cuando le placía; y ella lo había descubierto con grave humillación personal de sí misma, una humillación más profunda que lo que jamás había creído posible.
Desde el momento en que había huido de la casa Werry, cargando su maleta ocho kilómetros a través de un terreno irregular en la oscuridad; y después el apremio desesperado porque quería llegar a su casa antes del alba, para ahorrarse la humillación final; y las rodillas lastimadas y las manos arañadas después de descender por la pared de la casa de sir Hugh, y sus magulladuras que empeoraban cada vez que cruzaba un portillo o salvaba un seto, desde ese momento había sentido que el cuchillo se revolvía en su herida, hora tras hora, y la terrible degradación de su pelea con McNeil, y la vergüenza inmensa de su fuga. Si hubiese cedido ante McNeil, no se habría sentido ni la mitad de mal, ni la décima parte.
Quizá las aventuras de Ross le habían infligido una herida grave; pero el resultado de sus propias aventuras era no tanto una herida como un aguijón permanente.
Como nada sabía de todo eso, él se sintió desconcertado ante la hostilidad que percibió en los ojos de Demelza. Sobre todo porque ese sentimiento no se había manifestado, o no había sido tan visible, después que él había regresado de la casa de Elizabeth.
Ross dijo:
—Aún crees que estuve en Trenwith este fin de semana. No fue así. Jamás tuve la intención de ir.
—Ross, debes hacer lo que creas más conveniente —dijo ella—. Ve a vivir con ella si así lo deseas.
Reanudaron la marcha. Un cuervo marino voló sobre la superficie del mar ondulante, tan cerca del agua que parecía patinar sobre ella.
Ross dijo:
—Es muy posible que se realice el matrimonio de Elizabeth con George.
—Bien, sin duda hiciste todo lo imposible para impedirlo.
—Así es.
Demelza preguntó:
—Entonces, ¿ama a George?
—No.
De pronto ella percibió que no era la única que sufría.
—¿Obtuviste algún resultado de tu visita a Looe?
—Blewett me devolvió lo que me debía.
—¿Qué harás con eso?
—Alcanza para reanudar los trabajos de la mina.
Demelza rio. También eso lo sobresaltó, porque era una risa sin alegría. Nunca le había oído esa risa, ni la había visto así.
—No se me ocurre mejor modo de usar el dinero. No alcanza para saldar nuestras deudas.
Ella no respondió.
—Oh, sé que este asunto de la mina es como una enfermedad de la sangre, una dolencia hereditaria, una fiebre. Trataré de excusarme diciendo que lo hago por Henshawe, pero no es cierto. Lo hago por mí mismo. Si no reabriera la mina, iría a la guerra; y por ahora no siento un deseo especial de volver a eso.
Un rato después llegaron al portillo que indicaba el fin de la playa y el comienzo de los pastos y el prado. Ella pasó primero. Nadie hubiera podido pensar que Demelza dependía de alguien. Las palabras que ambos habían pronunciado esa noche habían ensanchado de un modo inconmensurable el abismo que los separaba. El hecho de que ella se hubiese equivocado al creerlo en Trenwith aparentemente no tenía demasiada importancia. Los principios ocupaban el lugar de los actos. La hostilidad por omisión se había convertido en hostilidad por comisión. Ambos eran personas profundamente desoladas, que necesitaban amistad y simpatía, y no la hallaban.
Cuando llegaron al jardín Demelza dijo:
—Ross. ¿cuándo deseas que me vaya?
—¿Acaso dije que lo deseaba?
—No… Pero pensé que sería mejor para ti, y para ambos. Me será fácil encontrar trabajo.
—¿Y Jeremy?
—Jane puede cuidar de Jeremy, al menos por el momento.
—¿Quieres marcharte?
—Yo… así lo creo. Quiero hacer lo que corresponde.
Guardaron silencio un minuto o dos. Él se quitó un poco de lodo de la bota, el rostro medio vuelto hacia ella.
—Demelza, sólo Dios sabe lo que es justo. Y no creo que ganemos nada tratando de hacer lo justo o lo injusto en una situación como esta. A lo sumo, podemos guiarnos por nuestros propios sentimientos, y llevar la situación de día en día. No quiero que te vayas, si estás dispuesta a quedarte.
Habían llegado a la puerta. Demelza apoyó la mano sobre el marco; de pronto, se sentía muy fatigada. Hacía mucho tiempo desde la última vez que había comido.
—Desearía que te quedases —dijo él—. Es decir, si puedes.
—Muy bien. Como tú lo desees. Pero lo que te dije acerca de que vayas a vivir con Elizabeth… por favor, hazlo si así lo quieres. George no podrá casarse con ella si tú estás allí.
Ross no habló.
—¿Cuándo lo sabrás? —preguntó ella.
—¿Qué?
—Acerca del matrimonio de George y Elizabeth.
—No lo sé… Ya nos enteraremos.
—¿Prometió informarte?
—No.
Estaba oscureciendo. Se había disipado el último resplandor del crepúsculo. Demelza desvió los ojos hacia su jardín. Un murciélago cruzó el aire. Muchas veces ella había dirigido una última mirada a jardín antes de entrar. Pero nunca así. Jamás había creído que lo haría de este modo. El jardín ya nada significaba para ella. No le importaba que se arruinara. Que lo cubriesen las malezas. Porque de ese modo armonizaría bien con la desolación de su alma.
Una hora antes, George había llegado presuroso para ver a Elizabeth. Dijo:
—Elizabeth, cuando recibí tu carta vine inmediatamente. Comprendí que si no te veía esta noche no podría dormir. ¿Qué significa? No alcanzo a comprender tu razón. Explícame qué te inquieta.
Le habló con más energía que la que jamás había puesto en sus conversaciones anteriores con ella, pero Elizabeth estaba demasiado absorta en sus propios sentimientos, y no lo advirtió.
—George, toda esta semana estuve pensando e inquietándome. Me pareció… en cierto modo, llegué a la conclusión de que estaba contemplando este matrimonio sin el respeto que debo a la memoria de Francis. Todavía no pasaron doce meses. Querido George, te ruego que trates de entender mis sentimientos. No tengo quién me aconseje. Yo… Un casamiento secreto… oh, sé que yo misma lo pedí… pero hacer las cosas con tanta prisa no parece apropiado. Toda esta semana estuve meditando el asunto, y finalmente reuní valor para escribirte…
—Tres días antes de la boda…
—Es sólo una postergación. Quizá dos meses, o por lo menos seis semanas… de ese modo me sentiría mejor. A decir verdad, tanta prisa no me permite mirar con agrado la idea. La gente dirá que me casé contigo por tu dinero y…
—La gente hablará aunque permanezcas todo el día al lado del fuego. Me preocupa menos que los mosquitos que se crían en los estanques durante el verano. ¿Cuál es la verdadera razón que te mueve a postergar la fecha?
Los ojos inquietos de Elizabeth se agrandaron. Se la veía muy hermosa en su vestido blanco contra el fondo del entarimado oscuro de la habitación.
—Te he explicado mis razones. ¿No son suficientes?
Él sonrió.
—No, no lo son.
Ella esbozó un gesto de impotencia.
—No tengo otras, George, pero son sinceras. ¿Me complacerás?
—Ya se enviaron todas las invitaciones.
—¿Invitaciones? ¡Pero habíamos convenido en que no se invitaría a nadie! Tenía que ser una boda completamente privada.
—Y lo es. Unos pocos amigos íntimos se ofenderán si no los reunimos en casa después de la ceremonia. Me he visto obligado a avisarles. Estoy orgulloso, muy orgulloso de mi prometida. Habría convocado a quinientas personas si hubiera dependido de mi decisión.
—¿Cuántos son?
—Oh… unos veinticinco.
Por el modo en que él habló, Elizabeth comprendió que eran más. Se mordió el labio.
—Me siento tan avergonzada de pedir una postergación; pero…
—Pero ¿qué?
—George, he prometido casarme contigo, y trataré de no faltar a mi palabra. Pero… siento que no sería justo contigo, y para el caso tampoco conmigo, un matrimonio celebrado con tanta prisa.
La miró con sus ojos atentos y posesivos. Estaba más nerviosa de lo que el jamás la había visto, y muy tensa; sus ojos rehuían los de George, y recorrían nerviosos la habitación.
—¿Tiene que ver con Ross?
Ella se sonrojó inmediatamente. Se le tiñeron las mejillas casi antes de que él hubiese dejado de hablar.
—Tiene que ver sólo conmigo misma. El día que me lo pediste, en Cusgarne, estaba agobiada por la inquietud, y no sabía qué hacer. Dije que me casaría contigo…
—¿Lo lamentas?
Ella dirigió la cabeza.
—De ningún modo. Pero en ese momento me pareció que el tiempo no tenía importancia…
—Y así es.
—No del todo. Me olvidaba de Francis. Es justo que haya un intervalo decente.
—Muchos se casan después de tres meses… y algunos dejan pasar menos tiempo. Querida, bien lo sabes. Nadie lo tomará a mal. Ross estuvo aquí, ¿verdad?
—Por supuesto, vino a verme.
—¿Disputaron?
—… En cierto sentido.
—Y naturalmente, no le agrada la idea de que nos casemos.
—No.
—Y es la causa real de este cambio de actitud de tu parte.
Elizabeth vaciló. George había formulado la verdad de un modo exacto que ella no sabía qué contestar.
—Por favor. No deseo hablar de Ross. Lo que tú y yo decidamos sólo a nosotros nos incumbe. George, te he pedido un importante favor, que postergues la boda. Cuando te escribí no sabía que te molestaría tanto, a causa de los invitados. Pero aún así mantengo mi pedido. Créeme, no lo hago a la ligera ni caprichosamente. Se trata de… de un sentimiento. —Se, tocó el pecho—. Por favor, no te enojes conmigo. Yo… no podría soportarlo…
Los dedos de George acariciaron la empuñadura de su bastón. Estaba decepcionado, e irritado, y comenzaban a invadirlo sentimientos de sospecha y celos. Pero afortunadamente no sospechaba la verdad. Tenía celos de la influencia de Ross, y por eso mismo experimentaba un sentimiento de acritud; pero eso era todo. Gracias a Ross, gracias a algo que él había dicho o hecho, el premio que él, George, había codiciado durante tantos años había escapado un poco de su dominio. No podía restablecer la situación apelando al dinero ni al poder. Por el momento, no ejercía ningún control sobre la situación. Debía moverse con cuidado, medir los pasos, porque la situación podría cobrar un sesgo aún más negativo.
Dijo:
—Querida, deseo mostrarme indulgente con tus deseos tanto antes como después del matrimonio. Lo que me dices constituye para mí una amarga decepción. Cuando leí tu carta, apenas podía creer lo que veía. Tengo el permiso, el anillo, el… Pero aceptaré tu deseo de una postergación… si me prometes una cosa.
—¿Qué?
—Que hoy mismo fijarás otra fecha.
Ella volvió a vacilar. El deseo de postergar la boda había sido abrumador. Podía tener otros defectos, pero no era una mujer dada a la mentira ni a la licencia. Pasar de a cama de un hombre a otro en pocos días, por vergonzosa que hubiera sido la forma en que la habían forzado…Menos aún podía pasar de las caricias de Ross a las de George. Tal vez eso era lo que estaba en la raíz de sus sentimientos. Y bien, ahora había obtenido la postergación. George había accedido.
Pero no era una solución muy satisfactoria. Para alcanzar su propósito debía comprometer el futuro, es decir, fijar una fecha exacta, en lugar del período indefinido que ella se había prometido.
—De aquí a un mes —dijo George—. Sin duda, es un plazo suficiente.
—Oh, no… —Elizabeth se interrumpió. ¿Deseaba y necesitaba casarse con él, o no? Si la respuesta era afirmativa, le debía cierta consideración. Pero entretanto, ¿qué haría Ross? —Yo había pensado en agosto —concluyó tímidamente Elizabeth—. De ese modo habrán pasado casi doce meses.
George meneó enérgicamente la cabeza. Ella conocía ese gesto. Significaba que hablaba en serio.
—Quizá deba salir de Cornwall en agosto. Además, perjudicaría otras disposiciones relacionadas con Cardew… y con tu madre. ¿A quién temes?
—¿Temer? Vaya, a nadie.
—Entonces, ¿la opinión de quién temes? ¿La de Ross?
—No, no. Claro que no. Se trata exclusivamente de lo que yo misma siento…
George le tomó la mano y trató de mirarla en los ojos.
—Vamos, querida Elizabeth, no hay por qué temer a los fantasmas. Y concedamos un poco cada uno, de modo que ambos podamos sentimos satisfechos. Me decepcionas gravemente con tu deseo de postergar la boda. Ofréceme el consuelo de fijarla para esta misma fecha del mes próximo. Sé que no eres una mujer voluble, y también que cumplirás tu palabra. Permíteme volver a casa esta noche llevando algo…
Elizabeth liberó su mano, pero sin brusquedad, y caminó hacia la mesa, y permaneció de pie volviendo las hojas de un libro, y sintiendo los latidos de su propio corazón. Si Demelza había sufrido tribulaciones durante la última semana. Elizabeth no lo había pasado mucho mejor. No había visto a Ross desde la noche que él la había visitado. A veces, tenía la sensación de que no deseaba volver a verlo jamás. Pero esos estados de ánimo de ningún modo eran constantes.
¡Qué no era una mujer voluble! ¿Eso creía George? Todo lo que había ocurrido era resultado de esa volubilidad. Si no hubiese cambiado de opinión, se habría casado con Ross diez años antes, y ni George ni Demelza hubiesen tenido nada que ver con la vida de ambos. Pero ¿qué podía ofrecerle ahora Ross? Una brusca entrada por la ventana, una incursión en la intimidad de Elizabeth, el acto de tomar con violencia lo que por derecho no le pertenecía. Demelza vivía y viviría. No tenían dinero para huir. Ross no se lo había propuesto. Desde aquella noche ni siquiera había regresado a Trenwith. Ese era el peor de los insultos.
«Sé que cumplirás tu palabra», había dicho George. «No falto a mis promesas», había dicho Elizabeth a Ross esa noche. Todo eso, ¿era cierto? Sí, pero el verdadero propósito de esta postergación era darle tiempo para pensar, para reflexionar, y quizá también dar tiempo a otro para que reflexionara. ¿De qué servía el tiempo, si una vez cumplido el plazo quedaba obligada?
George se había acercado por detrás. Hasta ahora, había mantenido sus atenciones en los límites más estrictos. Media docena de veces la había besado en la mejilla, y en ocasiones le había tomado la mano. Nada más. Ella no era tan tonta que por todo eso lo creyese un hombre frío. Él se disciplinaba movido por el deseo de no contrariar los variables estados de ánimos de Elizabeth. Sólo un hombre de su calibre podía hacerlo, y por eso ella lo respetaba.
Ahora, él apoyó suavemente los dedos sobre el hombro de Elizabeth, de tal modo que era evidente que si lo deseaba ella podía rehuirlo. Pero Elizabeth no intentó apartarse.
—Elizabeth, ¿puedo confiar en ti? —preguntó George—. ¿Será dentro de un mes?
—Muy bien —dijo ella—. Dentro de un mes.
Entonces, él apoyó los labios sobre el cuello de Elizabeth. Ella pensó: «Otros labios estuvieron allí. ¡Dios mío, estoy atrapada! ¡Definitivamente perdida! ¿Por qué Ross tuvo que venir? Cuánto lo odio por haber venido. Y lo desprecio. Entre nosotros jamás volverá a haber amistad. Sólo enemistad. Perteneceré a George en cuerpo y alma, seré su amiga fiel y su esposa fiel. Haré cuánto pueda contra Ross. ¿Por qué tenía que venir? Dios mío, estoy atrapada. Definitivamente perdida».