Capítulo 9

Aproximadamente media hora después, cuando el gran reloj de pie del vestíbulo daba las tres, y la orquesta se había acallado finalmente, y comenzaba a restablecerse la paz en la casa, cuando los que aún estaban despiertos comenzaban a moverse más discretamente, por temor de molestar a los que se habían acostado, un hombre bajo y robusto subió lentamente la escalera y dobló hacia el ala este. Era el propio sir Hugh Bodrugan, y la exagerada cautela de sus movimientos mostraba no sólo que se había embarcado en una actividad ilícita, sino también que el alcohol que había ingerido determinaba en él una sobriedad anormal.

Se había derramado vino sobre la chaqueta roja de caza, y en una escaramuza le había desgarrado el encaje de uno de sus puños; pero ese era todo el daño visible, y sir Hugh estaba seguro de que el baile había sido un gran éxito, y de que todos se habían divertido. Ahora, para coronar la velada, deseaba procurarse un goce de distinto carácter. Había esquivado astutamente a Margaret, y no dudaba de que ella continuaba paseándose por la biblioteca, y esperándolo. Pronto se fatigaría de esperar, y después de soltar algunos juramentos iría a acostarse. Así debía ser. Él también abrigaba la esperanza de acostarse, pero no con ella.

En el ala este había pocos invitados, y eso facilitaba sus propósitos, aunque el maldito piso crujía y gemía con cada paso. El dormitorio que había elegido para la dama respondía a un propósito, en el supuesto de que ella accediera. Por consiguiente, cuando se aproximaba a la puerta en cuestión advirtió sorprendido e indignado que otra figura emergía de las sombras, se acercaba a la puerta y examinaba con cuidado el picaporte, como para asegurarse de que era la habitación que buscaba. Cuando la figura alargó una mano para abrir la puerta, sir Hugh dijo:

—¡Eh, ahí! Qué demonios…

El otro se enderezó bruscamente. Era John Treneglos. Dijo:

—¡Hola! ¿Qué? —y parpadeó—. Ah. Es usted, amigo mío. Este es mi dormitorio, ¿verdad? Recuerdo que estaba en el ala derecha, saliendo de la escalera. Esta residencia es tan grande… peor que la mía. Vea…

—Usted no está tan borracho, señor —dijo serenamente Bodrugan—. Oh, claro que no, señor. Uno puede equivocarse por una habitación o dos, señor, pero no por media casa. Su camino es por ahí, siguiendo el corredor y me agradaría mucho que lo tomara.

—Ah —dijo Treneglos—. ¿De veras? Sí, ahora comprendo cómo me equivoqué. —Esbozó un movimiento, y luego se detuvo—. Sí, quizá el movimiento de la danza me mareó. Gracias.

Esperó. Ambos esperaron. Sir Hugh dijo:

—Bien, le deseo buenas noches.

—Vamos, Hughie —dijo Treneglos—. No sea aguafiestas. Nunca creí que lo vería en ese papel.

—Usted puede pensar lo que le plazca, señor. Ese es el camino que lo llevará a la cama. Esta es la habitación de Demelza Poldark, y usted bien lo sabe.

John Treneglos emitió un gruñido.

—Si me obliga, tendré que confesarme, aunque es un poco impropio imponerme una aclaración tan explícita. —Apoyó firmemente la mano sobre el hombro de su interlocutor—. Ya sabe lo que ocurre en estos casos. Maldición, usted tiene menos derecho que nadie a cruzarse en el camino de otro hombre. En sus tiempos debe haber caminado sobre muchos tejados. El capullo está dispuesto a abrirse esta noche. Como usted sabe, prácticamente me invitó. No puedo desaprovechar la oportunidad. Sobre todo ahora que Ruth no está. Una oportunidad maravillosa. Le sugiero que cierre los ojos y se vaya a la cama.

—¡Qué cierre los ojos! —explotó sir Hugh—. Precisamente me disponía a entrar allí.

Treneglos miró atónito a su anfitrión.

—¿Qué? ¿Qué? Está bromeando. Maldito sea. No me diga que también a usted lo invitó.

Sir Hugh frunció el ceño.

—No puede decirse que me hayan invitado. Pero un gesto es tan expresivo como un guiño, amigo mío…

—Ah, mi querido Hugh, usted atribuye demasiada importancia a los gestos. Sin duda, ella quiso mostrarse cortés, como haría cualquier mujer con un viejo caballo de guerra como usted, pero…

—Bien, quizá continúe mostrándose cortés… ¡Y al demonio con los caballos de guerra! —dijo sir Hugh, que de pronto acusó recibo de la segunda parte de la frase—. Me inclino a suponer que soy tan hombre como usted. ¿Qué le dijo… veamos, qué le dijo? ¿Qué oyó de sus labios, señor?

—No recuerdo exactamente las palabras, pero el sentido era bastante claro. Y la mitad del asunto estaba en la mirada. Tiene una mirada muy expresiva, cuando se lo propone…

—¡Puf! —exclamó Bodrugan—. Tiene menos derecho que yo a sentirse invitado. Quiso probar la suerte, y eso es todo. Confiéselo, hombre. A esa joven le agrada hacerse desear, pero todo tiene su fin. ¿Cómo supo cuál era su dormitorio?

—¿Qué? Oh, apremié a esa doncella bizca que usted tiene, y ella soltó la información. Ahora vea, Hugh, es muy evidente que yo llegué primero, aunque sea por pocos metros, de modo que tengo cierta prioridad en el asunto, incluso si no hacemos caso del modo exacto en que se hizo la invitación. Después de todo, usted tiene a su propia amiga, aquí en la casa, y eso es más de lo que Ruth jamás aceptaría. No sea codicioso. ¿Por qué no me cede el lugar? Quizá en otra ocasión…

—¡Idioteces! —La injusticia de la situación era evidente para Bodrugan—. ¿Quién la ayudó en Bodmin, hace dos años, y sólo por algunos besos? ¿Quién le envió regalos y la visitó regularmente? ¿Y quién la invitó aquí, señor? ¿De quién es esta casa? Por Dios, imagino que si todo ocurriera en su casa, usted formularía un reclamo más fundado…

—Calle —dijo Treneglos—. Si discute en ese tono, toda la casa se asomará al corredor. Admito que esta es su casa, y que tiene ciertos derechos; pero, Hughie, usted es el anfitrión, y le corresponde ceder el paso a un invitado. Cualquier tratado de normas de cortesía se lo explicará. La comodidad del invitado está primero… siempre primero. Maldito sea, no tiene argumentos. Las buenas costumbres no son lo que eran, pero…

—Tengo las razones que tengo —dijo irritado sir Hugh—. Y si usted entra en ese cuarto, yo lo acompaño.

John suspiró y se pasó el dorso de la manga sobre la frente.

—No creo que de ese modo obtenga nada… —Se le había ocurrido una idea—. Quizá ella pensó que la invitación era para los dos, y la mala suerte nos reunió aquí. Pero si entramos juntos, ninguno conseguirá nada. ¿Qué le parece si arrojamos una moneda? El ganador entra inmediatamente. El perdedor prueba suerte dentro de una hora. Por Dios, me parece la única solución razonable…

Sir Hugh emitió un gruñido.

—John, usted es peor de lo que yo creía. Pero nadie dirá que fui mal perdedor. Si es el único modo de resolver pacíficamente el asunto, lo acepto. —Con cierta dificultad, rebuscó una moneda en el bolsillo de su chaleco—. Ahora bien, si usted arroja la moneda, yo apostaré…

—No. Un momento. Déjeme ver la moneda… Ah, lo que me sospechaba: dos caras. Todo se permite en el amor, pero hay que ser más justo. —Con la misma dificultad, John Treneglos rebuscó otra moneda, la encontró y la mostró a su rival—. Esta nació como manda la naturaleza, y tiene cabeza y cola. Ahora apueste, mientras yo tiro.

—Cara —dijo y gruñó furioso sir Hugh, e inmediatamente se inclinó y se arrodilló para ver el resultado.

—¡Cruz! —exclamó John, triunfante—. Es cruz, por la barba de Moisés. ¡Perdió, Hugh, y la oportunidad es mía!

—¡Golpeó el borde de la alfombra! La vi cuando caía. ¡Exijo que tire de nuevo! Caramba, que me cuelguen…

—No, lo justo es justo. Usted no faltará a su palabra, ¿verdad?

Apoyados en las manos y las rodillas se miraron de hito en hito, y sir Hugh advirtió que si dudaba del resultado de la apuesta, tendría que pelear. Y Treneglos era el segundo luchador aficionado en cincuenta kilómetros a la redonda. Gruñendo, protestando y transpirando se puso de pie. Lamentaba amargamente haber aceptado la apuesta. Sabía, lo sentía en los huesos, que esa noche las cosas le habían sido propicias; y ahora este estúpido torpe y desmañado venía a arruinarlo todo.

Poseído por un agrio resentimiento vio como el hombre más joven se acercaba en puntas de pie a la puerta de la habitación de Demelza, movía suavemente el picaporte y se deslizaba adentro. Incapaz de soportar esa visión, se volvió bruscamente y caminó hacia el extremo del corredor. Pero allí se detuvo. Sería un error abandonar demasiado pronto su posición. En realidad, no dependía totalmente de una moneda. Había que tener en cuenta a la dama. Lo amargaba el pensamiento de que Demelza tenía cierto afecto por él, y John Treneglos era el tipo de asno presuntuoso que si se le daba la mano, se creía con derecho a tomar el brazo. Era muy posible que de un momento a otro saliese con la cabeza rota. Ella era una joven de temperamento vivo, y si los avances de Treneglos no merecían buena acogida… Sir Hugh decidió esperar en las sombras, al fondo del corredor, donde permaneció un minuto o dos. Para matar el tiempo tomó una pulgarada de rapé, y con el extremo rasgado del puño se limpió el polvo qué había caído sobre la chaqueta.

El estornudo que comenzó a gestarse quedó en nonato, sofocado por el placer, porque estaba ocurriendo exactamente lo que él había esperado. John Treneglos salió bruscamente del dormitorio, con una expresión de asombro en el rostro, y miró a derecha y a izquierda. Vio a sir Hugh y le hizo una señal. Sir Hugh se acercó, el cuerpo erguido, pavoneándose.

—Hughie, ¿esta es su habitación? ¿No me equivoqué?

—No, claro que no. Ella me prefiere…

—Pues bien, allí no hay nadie. Vea usted mismo.

—¡Qué! —Sir Hugh pasó velozmente junto a Treneglos. La luz de una vela parpadeó a causa de la corriente que se formaba entre la puerta y la ventana. El lecho estaba intacto. Una silla caída, pero ninguna prenda de vestir en la habitación. Sir Hugh se encaminó directamente hacia el gran guardarropa, y abrió bruscamente las puertas. El guardarropa estaba vacío. Corrió las cortinas que cubrían parcialmente el lecho, se puso de rodillas y miró debajo. John Treneglos trajo la vela. Unidos en la adversidad, revisaron el cuarto. Sólo encontraron buen número de alfileres, un poco de polvo sobre la mesa de tocador, y la manga de un salto de cama.

—Quizá fue a hacer una visita personal —dijo Treneglos—. Por Dios, me recuerda a una criada que tuvimos en Mingoose; uno nunca sabía en qué cama podía encontrarla. Recuerdo una vez…

—Presumo que se trata de una situación diferente —dijo sir Hugh, frunciendo el ceño—. John, cierre esa maldita ventana; el aire nocturno invade la habitación… hay que pensar en McNeil. Después de la cena estuvo revoloteando alrededor de ella… Pero duerme muy lejos de aquí: y aunque ella hubiese ido al dormitorio de McNeil, seguramente habría dejado aquí sus cosas.

Treneglos no sabía a qué santo encomendarse.

—Supongo que no habrá estado tan loca que bajó por la pared cubierta de hiedra, ¿eh? ¿Con qué propósito? ¿Lo habrá hecho para engañarnos? A mi me parece inconcebible, ¿no lo cree? ¿O quizá los ruidos que hicimos la asustaron? Si uno espanta a una faisana, vuela más lejos que el resto.

Bodrugan asomó la cabeza, y la retiró prontamente.

—Caramba, no, usted está soñando, hombre. ¿Por qué tenía que bajar por aquí, a riesgo de romperse el cuello? Todo esto me confunde. Jamás conocí a una mujer que prometiera tanto y cumpliese tan poco. Me gustaría tenerla sobre las rodillas para darle unas buenas palmadas. —El pensamiento le aportó un placer momentáneo, y entonces sobrevino el estornudo retrasado—. Le digo que cierre esa maldita ventana. Por la mañana los dos estaremos enfermos.

Treneglos cerró la ventana, y los dos hombres regresaron desconsolados al corredor. Sir Hugh sostenía en la mano la manga del salto de cama, y la miraba reflexivamente.

—Es una gran lástima —dijo Treneglos—. Ahora que Ruth no está…

Caminaron juntos por el corredor, pero ya no lo hacían de puntillas, ni se cuidaban de las tablas que crujían; por lo mucho que les importaba, ahora toda la casa podía despertar. A lo lejos, al final de la escalera, una cota de malla resplandecía con la luz que venía de la planta baja.

—¿Cuándo será? —dijo sir Hugo, tratando de mostrarse interesado.

—¿Qué?

—El parto de Ruth.

—Oh… Debía ser el miércoles pasado, pero ella siempre se retrasa.

—¿Con este cuántos son?

—Cuatro. A este paso, pronto tendremos un buen rebaño. Y uno jamás lo hubiera pensado, a juzgar por su aspecto cuando era una doncella.

Se detuvieron frente a las grandes barandas de madera oscura, y miraron hacia el salón colmado de muebles. Un lacayo bostezaba, sentado en una silla de cuero. Aparentemente, Treneglos esperaba que su anfitrión lo acompañase hasta el ala oeste, pero sir Hugh se detuvo.

—Vaya solo, querido amigo. Pronto amanecerá, y los gallos ya están cantando. La orquesta debe estar esperando que le pague. Les prometí hacerlo apenas terminaran. Solo así conseguí que vinieran.

—No olvide a Margaret, que está en la biblioteca.

—No —dijo sir Hugh. El pensamiento de la mujer que lo esperaba le iluminó un poco el rostro, y le alivio el ceño—. No, no la olvido. Pasaré por ahí.