Fue una cena interminable, y después de la cena, para aligerar la digestión, las danzas rurales. Ahítos de comida y excitados por el vino, incluso los miembros más ceremoniosos del grupo bajaron la guardia. Demelza se sorprendió ante el modo en que las clases superiores orillaban el desenfreno. En el fondo, ella había creído que el lord Tal y la Honorable Señora Cual sólo podían hallar placer en el minué y la gavota. Pero los interesados no opinaban lo mismo. Agitando las pelucas y revoleando las faldas, brincaban con el goce de nativos de Borneo. A causa de las modas escotadas de la época, algunas de las mujeres más robustas corrían verdadero riesgo de poner en peligro su modestia; y si Demelza hubiese estado observando el asunto desde cierta distancia, habría sentido grave aprensión por ellas. Pero también estaba en medio de la barahúnda, ansiosa de tanto en tanto ante la posibilidad de que un pie torpe pisara su bello vestido, o una mano mal dirigida se lo arrancase de los hombros.
No podía negar que en cierto sentido la situación la complacía. Le gustaba bailar, y ahora que Malcolm McNeil estaba cerca, podía alentar a un hombre sin hipocresías… o por lo menos, sin excesiva hipocresía.
En el interludio jadeante entre una gavota y otra, Demelza dijo:
—Capitán McNeil, ¿de veras se marcha mañana?
—Oh, sí, así es. Debía haber salido el jueves, pero se retrasó el correo, de lo cual entonces renegué mucho, aunque ahora creo que fue obra del cielo. Como un favor especial, por esta noche, ¿puede llamarme Malcolm? —Tanto había alentado a McNeil, que ahora el militar comenzaba a asumir el control de la situación.
—Quizá me equivoco —dijo ella—, pero ¿no fue ese el nombre del un rey de Escocia?
—Más de uno. Conoce bien la historia escocesa… Demelza.
—A veces leo. Lo cual sin duda lo sorprende. Creerá que me limito a ordeñar vacas y alimentar cerdos, y atender bebés y hornea pan.
—No, no, le aseguro que no es así.
—Bien, gracias por sus expresiones. En realidad, creo que hasta; ahora solamente dos hombres me llamaron Demelza: mi marido y mi primo político.
—¿Y su padre?
—Oh, él no lo hacía, por lo menos hasta donde puedo recordarlo. Cuando simpatizaba conmigo me llamaba «hija», y cuando no me quería me aplicaba un nombre que ahora que soy una dama trato de olvidar.
McNeil emitió su risa sonora, que casi se impuso a la música de la orquesta.
—Ah, usted se ríe, Malcolm, pero es cierto. Y ahora dígame algo de usted mismo. ¿Cuántas damas ya lo llamaron Malcolm?
—¿Cómo? —La miró fijamente, miró los ojos oscuros y directos de Demelza, buscando la ironía que a veces se reflejaba en ellos, pero sin encontrarla, pese a que aún sospechaba que estaba allí—. Confieso que algunas; pero pocas, si se tienen en cuenta las tentaciones de la vida del soldado. No prodigo mis simpatías, y sospecho que usted es igual. Me he educado de modo que sólo aprecio lo mejor, y usted convendrá en que ese rasgo es una circunstancia que limita las posibilidades. De todos modos, tiene su recompensa, porque cuando se presentalla ocasión…
—¿Qué ocasión?
Él rio.
—Llamar a una mujer por su nombre de pila es el primer paso de la ocasión. Es como… como tocarse las manos sin guantes, como alzarlas para ayudar a pasar un portillo, como recibir una sonrisa que no es sólo amistad. Admiro su nombre, Demelza. ¿Por qué se lo pusieron, y qué significa?
—Me lo pusieron por la misma razón que a usted el suyo, Malcolm… porque mi madre así lo quiso. No sé por qué a ella se le ocurrió la idea. Una vieja gitana que cierta vez vino a nuestra puerta me dijo que en la antigua lengua de Cornwall significaba «Tu dulzura». Pero era una anciana ignorante, y no creo que estuviese en lo cierto.
—«Tu dulzura». Muy apropiado. Aunque creo que me sentiría aún más feliz si fuera «Mi dulzura».
—Si hubiera sabido que este modo de usar los nombres de pila significaba tanto, según lo que usted me dijo, habría vacilado antes de permitirle tanta libertad con el mío.
—Pero ¿por qué? ¿Acaso no dijo cuando nos encontramos esta noche que lo que yo quisiese pedir…?
Ella le sonrió, mirándole en los ojos.
—No creo que mi confesión haya sido tan amplia.
—En todo caso, mis deseos son muy amplios.
Ninguno de los dos habló durante un momento. Y luego, antes de que ella pudiese pensar la respuesta apropiada, alguien se les acercó y dijo:
—Señora, creo que esta es nuestra pieza —y Demelza tuvo que alejarse.
Pero después de haberle permitido avanzar tanto, era imposible contener a McNeil. Estaba en la caballería, y sabía cuáles eran los movimientos apropiados a partir de ese momento. Cuando llegó el turno de la pieza siguiente, sugirió que salieran a la terraza para tomar un poco de aire. Allí había varias parejas. El prolongado crepúsculo al fin se había esfumado, y había caído la noche, con un cielo sombrío, sin luna ni estrellas. Se pasearon de un extremo al otro de la terraza, y el cuello y los hombros de Demelza resplandecían con tenue palidez en la oscuridad. Conversaron unos minutos, y de pronto ella se estremeció.
—¿Tiene frío, querida? —Le pasó inmediatamente el brazo sobre los hombros—. Perdóneme, le traeré un chal.
—No tanto —dijo Demelza, y se desprendió con un gesto muy suave—. No traje chal, porque nunca tuve uno. Pero no es frío; fue solo… un sentimiento.
—Descríbamelo.
—Oh, no podría. Quizá pueda decirse que es una mezcla de angustia y aprensión. Pero ese sentimiento se ha disipado, de modo que será mejor olvidarlo. —Demelza nunca había recibido esa clase de atención ni siquiera de Ross. Y el gesto la había conquistado, pese a que ella trataba de conservar el dominio de sí misma.
—¡Agradezco a mi buena estrella que me forzó a permanecer aquí dos días más! —dijo McNeil—. Procuraré que esta noche esté bien atendida; en verdad, los hombres reunidos aquí son capaces de acuchillarse por usted apenas se les ofrece la más mínima oportunidad; pero quiero creer que esos individuos no le habrían satisfecho tanto como yo.
—En efecto, así es —dijo Demelza—. ¿Su herida ha sanado bien? Es un poco tarde para preguntarlo, pero…
—Ha sanado del todo. Mire. —Estiró el brazo—. Como si jamás hubiese recibido esa bala. Y la herida valió la pena. Aunque sólo sea porque facilitó nuestro encuentro.
Llegaron al extremo de la terraza y se detuvieron. Ella comenzó a volverse, pero él no lo hizo. Demelza pensó: «Es la primera decisión. Está inclinando la cabeza para besarme. Bien, yo me lo busqué. A menudo me he preguntado cómo era, con esos bigotes… Ahora lo sé… ¿Soy yo, mirando los cabellos de un extraño, que tiene las manos y los labios sobre mí? Es el momento de retirarse; por Judas, qué beso tan largo, me gusta y me desagrada al mismo tiempo. Oh, no, en realidad no soy yo; estoy en casa, al lado del fuego, y Jeremy duerme arriba, y Ross… Ross está en brazos de Elizabeth…».
Cuando al fin él la soltó, Demelza se recostó contra la balaustrada, y miró alrededor, un poco tarde, para comprobar si alguien los miraba. Pero las sombras los envolvían. Tomó aliento, porque necesitaba aire, y se llevó una mano insegura a los cabellos. McNeil era un hombre corpulento, quizá no tan alto como Ross, pero más grueso y robusto. Y no era un principiante.
—Desde la primera vez que te vi —dijo McNeil—, hace varios años, quise hacer esto. Ah, me ha complacido profundamente.
—Ah —dijo ella—, me alegro de que te haya gustado.
—Una señora atrevida. Pero así son las cosas de los humanos, Demelza; se realiza una ambición, y esta crece y cada vez más hasta que…
—Hasta que nada queda. ¿Y entonces, Malcolm?
—¿Entonces qué? Bien, uno llega a la más elevada realización. ¿Acaso sugerías cierta futilidad? No ha sido esa mi experiencia. Y estoy convencido de que no lo será en este caso.
—¿Y yo?
—No te desilusionaré. ¿Lo crees probable?
Aún estaban muy juntos, a diez o quince centímetros de distancia. La conversación se había descarrilado completamente, y de pronto había seguido un curso enloquecido. Por el momento, ella no sabía como encauzarla.
—Creo que debemos entrar. Me parece que aquí hace mucho calor, y que el salón debe estar más fresco.
—¿No me darás una palabra de aliento antes de volver?
—Me parece que ya hubo exceso de aliento. O yo no sé cómo podría llamárselo…
—Sí, aliento —dijo McNeil, confiadamente—. Pero, querida, ¿no satisfarás lo que tu mirada me ha prometido? Quizá después. Esta noche, más tarde. ¿Cuál es tu habitación? Demelza…
Bien, ¿qué esperaba? ¿No había acudido al baile precisamente para eso? ¿No era el único modo de responder a Ross? ¿Acaso pocas horas antes no había pensado amargamente que no existían hombres apropiados? En ese sentido, sir Hugh la colmaba de repugnancia. Lo mismo que John Treneglos. Pero allí estaba McNeil, que partía al día siguiente, apuesto, muy atractivo, entusiasta y enamorado. ¿Qué más podía pedir? A menos que toda su rebelión, toda su protesta, no fuese más que la expresión vacía de las palabras irritadas, las palabras que decía en su fuero íntimo y nunca pensaba en serio. Pura fanfarronería, que quería pasar por audacia. Se afirmaba con sucesivos vasos de vino, para llegar a la culminación de la perversidad… permitiendo que alguien la besara. ¿Cuántos besos carnales, más o menos casuales había dado Ross, no sólo a Elizabeth sino a esa criatura audaz y grosera que acompañaba a sir Hugh? Margaret Vosper, Margaret Cartland, Margaret Poldark. Demelza Poldark. Demelza McNeil.
Bajó la cabeza y dijo con voz grave:
—No conozco bien esta casa.
—Yo sí. He vivido aquí muchas semanas. —Sus labios rozaron la oreja de Demelza, su mano se cerró sobre el brazo femenino.
—Gracias, querida, muchas gracias…
Esa misma noche, mucho más tarde, cuando ella subió a su habitación, los faldones de la chaqueta del director aún se agitaban. Algunas parejas juveniles y enérgicas aprovechaban lo mejor posible el salón que estaba vaciándose, pero la mayoría de los invitados había partido, o comenzaba a retirarse para pasar la noche. Constance, lady Bodrugan, se había retirado mucho antes, y estaba alimentando a sus animales. Sir Hugh bebía un último ponche de ron, con lord Devoran, y Robert Bodrugan galanteaba vigorosamente a la señorita Tresize.
Demelza cerró la puerta tras de sí y se acercó a la ventana, y apartó las cortinas para mirar. Las densas nubes del atardecer se habían dispersado, y ahora la noche parecía menos oscura. La silueta de los árboles se recortaba sobre el cielo nocturno un tanto más luminoso. De la ventana de la planta baja brotaba luz, y se reflejaba en los muros cubiertos de hiedra. Lo que al principio había creído que era una gárgola sobre la terraza lateral del porche, dé pronto cobró vida y se elevó silencioso y voló frente a su ventana; un búho en busca de la presa.
Demelza soltó la cortina y se volvió para calentarse las manos frías como el hielo en la única y gruesa vela, qué ardía sobre la mesa como un ojo globuloso y amarillo. Ahora estaba en camino, un camino que recorría con rapidez, de convertirse en lo que su padre habría denominado una trotona. Hubiera deseado saber cómo debían comportarse las trotonas. ¿Una se presentaba ataviada con una bata, exhibiendo la imagen exacta que inicialmente había seducido al hombre, pero con todas las sugerencias de un atuendo informal e íntimo? ¿Primero se desvestía y se ponía el salto de cama, que de ningún modo era tan atractivo, pero que tenía las ventajas de la comodidad? ¿O se metía en la cama con el camisón, o incluso sin él, y levantaba la sábana hasta el mentón?
Ahora hubiera deseado estar un poco más borracha. Si una se sentía aturdida y mareada, era mucho más fácil, se limitaba a permitir que el hombre realizara todos los movimientos, y probablemente entraba en la infidelidad en medio de risitas. En toda su vida jamás había sentido menos deseos de reír. Ahora, mucho más que el vino, le servía la imagen mental de Elizabeth, con su rostro pálido y sus fluyentes cabellos rubios, yaciendo en brazos de Ross. La imagen era extraordinariamente vívida, como si la hubiesen pintado y colgado de la pared de la habitación.
Deseaba que sus manos no estuviesen tan frías. El único signo de su nerviosismo. Quería que su mente no estuviese tan lúcida y tan fría. Él hubiera debido actuar allá en la terraza, y terminar de una vez, como cuando a uno le extraen una muela. No, eso era injusto para él. Todo iría mejor cuando llegase. Era un hombre atractivo, apuesto, ardiente. Sin duda sus atenciones la halagarían, de hecho la halagaban. No debía pensar mal de él. La ayudaba. La ayudaba muchísimo.
Llegó a la conclusión de que el salto de cama era la prenda apropiada, y comenzó a realizar rápidas contorsiones para quitarse el vestido. Finalmente, consiguió convertirlo en un montón de tela brillante abandonada sobre el piso, y salió de él, con sus largas piernas, las medías negras y los muslos blancos. ¡Ah, si llegaba ahora! Se apoderó del salto de cama y consiguió ponérselo. Mientras ataba el cordel se oyó en la puerta un golpe apenas perceptible.
¡En el último instante! Recogió el vestido y lo depositó apresuradamente sobre una silla, y luego caminó hacia la puerta. Un momento después Malcolm McNeil había entrado.
El salto de cama sin duda era lo apropiado. En el suyo, él parecía más corpulento que nunca, más concreto, más real. Temiblemente real. Y un tanto grueso.
—Querida, temí haber golpeado a otra puerta, y asustado a alguna viuda anciana. ¡Se te ve adorable! ¿Cuántos años tienes… dieciocho? Si no supiera a qué atenerme, pensaría que no tienes más.
—Tengo cuarenta y siete —dijo ella, tratando de ganar tiempo con su propio estilo de humor, y esforzándose también por controlar la impresión que había recibido—. Malcolm, es la luz de esta habitación, que me sienta bien. Por mi parte, no creo que tú tengas más de doce años. Aunque, a decir verdad, la vela tiene un defecto, y se ha dividido por la mitad, ¿alguien te vio llegar?
—Nadie. Las doncellas se acostaron. Y los invitados que aún están de pie bostezan sin descanso. Pero para nosotros, querida, la noche es joven…
—¿A qué hora partes mañana?
—Tomaré la diligencia que sale de Truro a mediodía, cuando pase por el camino…
—¿De modo que no volveré a verte?
—Me verás, si lo deseas. Bastará que me escribas a Winchester… McNeil la rodeó con los brazos, sin dejar de hablar, y la besó varias veces con mucha energía, al mismo tiempo que deslizaba una mano bajo el salto de cama, y la dejaba descansar sobre el hombro de Demelza. «Presumiblemente esto me agrada, pensó ella. ¿Qué pasa? ¿Ha sido demasiado súbito, o no me atrae tanto como yo creía? ¿Me gusta que me besen así? Ahora no. No de este modo. Pero ya pasará. Trataré de olvidarlo todo. Ojalá estuviese borracha. Querido Malcolm; cómo me desea. Pronto yo también lo desearé. Es necesario entregarse. Si estoy tensa y fría, es sólo por timidez. ¿O será cierto que en mí hay una mujer pudibunda, y que siento repugnancia de mí misma?».
—Malcolm —dijo ella, cuando pudo apartar la boca.
—Sí, ángel mío —dijo él, y no le dio tiempo para contestar.
Al menos por el momento pudo sujetar los avances del hombre, y entretanto ella misma procuraba convencerse. «¡Ross es infiel! ¡Ross es infiel! Ya nunca más me querrá. Elizabeth lo conquistó. Incluso estuvo con esa mujer terrible que conocí allí abajo. ¡Qué insulto, qué humillación! Te digo que Ross se ha ido. Nada me queda de él, sólo desolación, y esto: la cita furtiva en el dormitorio; Malcolm es un hombre bueno, recto, sincero, mucho más que lo que yo podía esperar,… aunque un poco grueso. Yo deseaba que él me hiciera el amor; casi se lo pedí. Y ahora, ¿no estoy satisfecha? Hay que cumplir el pacto. Unos pocos minutos más, y te gustará. Sólo el comienzo parece extraño, tan distinto, como si jamás hubiese hecho el amor. Extraño, esa es la palabra. Seducida por un extraño».
Las caricias de McNeil eran cada vez más audaces.
—Malcolm —dijo ella sin aliento, separándose un poco del hombre—. ¿Eres bueno?
—¿Bueno? Ya verás que sí —dijo él, acercándose más. Había agotado su refinamiento en el galanteo del comienzo.
—Entonces, Malcolm, quiero que me escuches. Por favor, nada más que unos instantes. Yo… quiero que seas bueno, que te muestres comprensivo. Quiero que comprendas por qué te induje a suponer… Sabes, fue a causa de Ross. Pensé que, después de lo que él ha hecho, yo quería hacer lo mismo. Y de todos los hombres que podía haber deseado… Tú estabas aquí… Y sólo ahora, hace unos instantes, comencé a preguntarme…
—Oh, sí, querida —dijo él—. No me extraña que estés un poco inquieta. No es un sentimiento desusado cuando…
—No —dijo ella—. Óyeme, por favor. Es muy importante. Yo…
—Por supuesto. Por supuesto. Nadie lo niega. ¿Te dije qué hermosa eres? Esta noche no he visto a nadie tan bella como tú… —Ella ya no podía seguir retrocediendo. Tenía la espalda contra la pared.
Hasta ese momento sus sentimientos habían incluido un profundo factor de duda. La herida terrible y dolorosa de su intimidad la acicateaba a pesar de esos sentimientos tan peculiares que ahora la asaltaban, y la cubrían en una oleada tras otra. El orgullo herido y todo lo demás actuaban en favor de Malcolm. Pero ahora sabía que necesitaba un poco de tiempo, tiempo para relacionar un sentimiento con otro, de modo que en definitiva pudiese elegir libremente, rechazar o aceptar en su propio corazón. Si él hubiese sido un hombre más sutil y le hubiese dado tiempo, quizá ella habría cedido. Pero McNeil no le dio tiempo; y así, los nuevos sentimientos se impusieron a los antiguos, y los cumplidos del hombre cayeron en oídos sordos.
Permaneció de pie, sonriéndole, una mano a cada lado de Demelza, contra la pared, sin tocarla, pero a pocos centímetros de su cuerpo. Y de pronto, bruscamente, porque lo conocía y simpatizaba con él, casi sin aliento trató de explicar. Quizá era una causa perdida, pero Demelza insistió, y le habló de la conducta de Ross, de su propia decisión de ir esa noche a la fiesta, del encanto personal del propio McNeil que la había llevado a la situación en que ella deseaba hacer eso; y después, su propio y humillante reconocimiento, unos instantes antes, de que ella no podía continuar. Era una actitud fundamental que venía de lo más profundo de su ser, algo primario y totalmente desconocido hasta ese momento, la fidelidad a un hombre, sin que importase para el caso de qué modo él la despreciaba.
Demelza no usó estas palabras, pero se esforzó cuanto pudo por explicar sentimientos que sólo a medias reconocía. Dijo que en toda su vida nunca se había sentido tan humillada, no por lo que se le había propuesto, sino por el modo en que ella misma estaba comportándose ahora. Sólo la certidumbre absoluta de que no podía adoptar otra actitud le infundía el valor necesario para mostrarse tan falsa y mojigata. No creía que lo que estaba diciendo podía agradarle; pero no eran extraños; en cierto modo, eran antiguos amigos; y ella confiaba ahora en la amistad de Malcolm, y le rogaba que comprendiese su posición…
Explicó todo esto con bastante amplitud, y rogó que él entendiese; y de pronto lo miró en los ojos, y conmovida advirtió que él no la escuchaba.
—Ángel mío, aprecio tus sentimientos. Es muy meritorio que te muestres tan escrupulosa. Pero piensa un momento en mí, que he esperado esta cita como quien espera la entrada en el paraíso. Por supuesto, conozco la bondad de tus sentimientos. Y sé que no me negarás los privilegios que me prometiste. Ahora, ángel mío, tienes tus deberes; y no sólo uno hacia tu infiel marido. El primero es hacia mí…
La abrazó y comenzó a besarla de nuevo. Ella se debatió, y apartó la cara, sin mucha vehemencia, con la esperanza de que su obvia renuencia lo impresionara. No fue así. Él aferró el salto de cama, y comenzó a quitárselo. Ella lo mordió.
McNeil retrocedió un paso, y ella se deslizó por la pared, fuera del alcance del hombre. La expresión de los ojos de McNeil cambió. Miró las marcas de los dientes en su muñeca. Comenzaba a brotar la sangre.
Dijo:
—Bien, es un modo extraño de demostrar afecto. Confieso que me sorprende en una dama. Pero quizá así te gusta.
—Oh, Malcolm, por favor, ¿no comprendes…?
Fue hacia ella y la arrinconó. Durante un minuto o dos lucharon desesperadamente. Entonces, ella consiguió desprenderse otra vez, dejando en manos de McNeil una manga de su salto de cama. Se enfrentaron en medio de la habitación. Ella jadeaba espasmódicamente.
Él también respiró hondo. Había llegado a ese cuarto con una intención tan definida que las palabras de Demelza no habían podido disuadirlo. Tampoco había servido un acto solitario de resistencia. Pero el último forcejeo le había demostrado que ella hablaba en serio. Y a pesar de su delgadez, Demelza era fuerte y ágil como un animal joven. Por supuesto, si quería él podía salirse con la suya. Era bastante sencillo: bastaba darle un golpe en ese mentón obstinado. Pero no era esa clase de hombre.
Enrolló lentamente la manga del salto de cama, formando una pelota, y se limpió la mano. Después, dejó caer la manga sobre el piso.
—Quiero creer que soy un hombre civilizado —dijo—, de modo que complaceré sus deseos, señora Poldark. Espero que su marido aprecie tanta fidelidad. En estas circunstancias peculiares, no es mi caso. Me agrada una mujer que adopta una decisión, y tiene el valor y la elegancia de mantenerla. Creí que usted era una de ellas. Me equivoqué… —Caminó lentamente hacia la puerta y le dirigió a Demelza última mirada—. Cuando la admiración se convierte en desprecio, es hora de irse.
Salió de la habitación. En el último instante, ella casi volvió a hablarle, en un esfuerzo final que lo llevase a comprender parte de lo que ella sentía, de modo que, aunque él pudiese condenarla, no la despreciara. Pero mientras él salía, Demelza no se atrevió a abrir la boca. Y cuando se hubo ido, cuando la puerta se cerró y ella quedó sola, de nuevo, caminó temblorosa hasta la cama y se sentó sobre el borde. Toda la tensión de su anterior actitud defensiva estaba disipándose. Casi no podía creer en su propia vehemencia. Le dolían todos los músculos del cuerpo. Tenía lastimados los brazos y los hombros. Le dolían los dientes.
No lloró, pero se llevó las manos a la cara.
—Oh, Dios mío, quisiera morir —dijo—. Por favor, Dios mío, haz que muera…