Se había erigido la casa Werry en tiempos de Eduardo IV, en momento en que los intereses de los Bodrugan habían alcanzado su nivel más alto. Después, cuando el ansia de poder de Ricardo arruinó la causa de York, el linaje principal, los Bodrugan de Corran, corrió la misma suerte, pero los Bodrugan de Werry habían conseguido merecer cierto favor en la corte de Enrique, y así habían conservado su herencia. Ahora, la estirpe estaba arruinándose por propia voluntad. Ni sir Hugh ni su madrastra prestaban la menor atención a las apariencias. Tenían criados para atender a sus propias necesidades, pero preferían vivir en el desorden. Les agradaba caminar por la casa con botas lodosas, y cuando se las quitaban arrojarlas aquí o allá; y se había oído decir a sir Hugh que la visión de una habitación ordenada o un piso encerado le recordaba a su viejo abuelo, a quien estaba tratando de olvidar.
Pero en vista de la fiesta se había realizado cierto esfuerzo para mejorar las condiciones de la residencia. Se recortó el césped de los prados, se cepillaron algunas paredes y varios cielorrasos, y se retiró y encerró en dos cuartos la mayor parte del zoológico de anímales extraños. Si uno no era demasiado detallista o prestaba más atención al interlocutor que a la silla en la cual se sentaba, podía decir que el ambiente era bastante aceptable.
La habitación más grande de la casa era el salón, que tenía un piso con lajas de piedra, un gran hogar, un estrado en un extremo, y un alto techo de vigas. La mitad inferior de las paredes, debajo de las ventanas, estaba cubierta con tapices comidos por la polilla, y a cierta altura había muchos candelabros que generalmente no se encendían. En ese salón debía realizarse el baile.
Felizmente para Demelza, su decisión de asistir a la fiesta, y de hacerlo en ese estado de ánimo, se adoptaba con poco tiempo para prepararse; de lo contrario, hubiera meditado mucho tiempo qué podía usar. Tuvo la presencia de ánimo suficiente para resolver los problemas de transporte antes de despedir al lacayo. Como sabía que Ross se llevaría a Morena, envió un mensaje a sir Hugh para pedirle que enviase un lacayo y un caballo; y él así lo hizo alrededor de las cinco. De modo que Demelza llegó a la casa Werry en el estilo que correspondía a una dama de calidad, seguida por un lacayo de librea que montaba otro caballo y llevaba la maleta de la invitada.
El sendero que partía de la casa Werry desembocaba en un camino de carruajes, de modo que la mayoría de los invitados que llegaron de las regiones central y meridional del condado habían venido en sus propios vehículos. Las seis era indudablemente la hora más elegante, pues Demelza tuvo que esperar su turno antes de poder acercarse a la puerta principal; y mientras estaba en eso fue objeto de muchas miradas curiosas. Soportó airosamente el escrutinio, erguida sobre la silla de montar, con su traje oscuro y tocada con un tricornio.
Hugh y su madrastra esperaban junto a la puerta; estaban allí después de haber suspendido una interesante discusión con John Treneglos acerca del muermo en los caballos. Demelza llegó casi pisando los talones del señor Nicholas Warleggan y su esposa, de modo que alcanzó a oír las disculpas del señor Warleggan. George había tenido que atender asuntos urgentes, y trasmitía sus saludos y su pesar. Detrás de Demelza estaba una pareja, a la cual identificó imprecisamente como lord y lady Devoran. Lord Devoran era amigo de Ross.
Sir Hugh se acercó a Demelza y dijo;
—Ah, señora, de modo que usted se ha aventurado a ponerse en mis manos, y dejó su marido al lado del fuego. Magnífico. Magnífico.
—Sí, sir Hugh. Pensé que esta época del año se presta para permanecer al lado del fuego.
—En efecto, querida. En eso concuerdo con usted. Sin embargo, este fin de semana se ha reunido un grupo muy respetable. O por lo menos la mayoría deja esa impresión, desde lejos. Le aseguro, señora, que con nosotros estará completamente a salvo.
—Eso es lo que me temía —dijo Demelza.
Sir Hugh rio secamente, y la miró con sus ojos negros y redondos.
—Es reconfortante oírla hablar así, aunque no lo haga en serio. La respetabilidad me enfurece, y sospecho que este fin de semana habrá momentos en que de buena gana desearé estar lejos. ¿No le prometí un poco de charla licenciosa? Sí, lo hice, y la tendrá. Nos esconderemos en un rinconcito y…
—¡Hughie! —llamó su madrastra—. Allí está la señorita Robartes con el doctor Halse. Atiéndelos. ¡Maldito sea, no puedo estar en todas partes!
Mientras la llevaban a su habitación, caminando por el corredor cuyo piso crujía bajo los pasos de los visitantes, Demelza reflexionó que necesitaría beber mucho si quería complacer a Hugh Bodrugan. El hombre había tratado de hacerle el amor en Bodmin, e incluso ahora, cuando evocaba el asunto, Demelza sentía un escalofrío en la espalda.
Sin duda, ese era siempre el problema de las esposas ofendidas. Querían tomar represalias, pero no disponían del objeto que podía satisfacer el deseo.
La destinaron a un dormitorio espacioso, de techo bajo, con gruesas vigas y paredes recubiertas de paneles. Cuando la dejaron sola, se acercó inmediatamente a la ventana y la abrió de par en par antes de comenzar a desempacar. La ventana daba a un costado de la casa, y desde esta se extendían dos prados en pendiente, que terminaban en un bosquecillo de hayas. Los árboles comenzaban a recubrirse de verde, y bajo la luz del sol emitían resplandores de seda húmeda. Dividía los prados un ancho sendero limitado por dos muros bajos y adornado por estatuas, muchas de las cuales ya mostraban los efectos del viento y el tiempo.
Por el sendero venía acercándose a la casa Malcolm McNeil, de los dragones escoceses.
Las preferencias de sir Hugh rara vez se inclinaban a lo convencional; y como se trataba de un baile, creía que la cosa debía iniciarse cuanto antes y prolongarse todo lo posible, de modo que nadie se quejara de que no había recibido lo prometido. Además, él mismo quería recibir de la orquesta los servicios que había pagado. Más aún, como no sabía bailar muy bien los minués y las gavotas majestuosas, deseaba agotar las piezas antes de la comida, de modo que después todos pudieran concentrarse en las danzas rurales, y calentar el cuerpo, transpirar y pasarlo bien.
Demelza permaneció intencionadamente un largo rato en su cuarto. Una doncella le trajo chocolate, y lo bebió, sentada en una silla y el cuerpo cubierto por una bata, mientras gozaba de la vista. No tenía planes, y no pensaba en nada especial. Su mente no evocaba a Ross ni a Elizabeth, ni tampoco a sir Hugh o al capitán McNeil. Se sentía como el capitán de una nave poco antes de entrar en acción, sin emociones ni aprensiones, separada de lo que había ocurrido y lo que podía sobrevenir.
Alrededor de las siete comenzó a vestirse. Ante todo se pasó una esponja sobre el cuerpo, y después se puso ropa interior limpia y más elegante. Muy poco podía usarse bajo ese vestido que Ross le había comprado para el Baile de Celebración de 1789, y que ella no había usado desde entonces. Su figura había cambiado muy poco, pero de todos modos Demelza comprobó que el corpiño estaba un poco más ajustado, y que en cambio la cintura estaba un tanto más floja. Se puso el único par de medias de seda, un regalo que Verity le había hecho durante la Navidad del 91, y le agradó la sensación de la seda sobre la piel.
Decidió peinarse, o por lo menos intentarlo, tal como lo había hecho la doncella de los Warleggan, cuatro años antes, formando una suerte de alto rodete sobre la cabeza, de modo que sólo caían algunos mechones sobre las orejas, y un rizo corto sobre la frente. No había venido ninguna doncella para ayudarla, y se sintió satisfecha por eso. No había potes ni recipientes sobre la mesa de tocador, pero ella había traído polvo y rouge, regalo de Verity en la Navidad del 92, y Demelza usó esos elementos con mucha precaución, y se alargó las cejas unos dos centímetros cada una.
Después, comenzó a luchar para ponerse el vestido. Qué extraña calidez la del fino brocado de plata. Para deslizarlo sobre el cuerpo se requerían inconcebibles contorsiones, pero al fin lo consiguió. Se miró en el espejo, y pensó que hubiera podido cruzarse con su propia imagen en la calle sin reconocerla. Pero no habría dejado de llamarle la atención. ¿Quizá su propia apariencia destacaba de un modo muy evidente lo que se proponía hacer? ¿Las mujeres decentes tenían ese aspecto? Después de considerar el asunto, llegó a una conclusión afirmativa.
Cuando salió al corredor polvoriento y oscuro, llegaron a sus oídos los primeros acordes musicales. De modo que no era demasiado temprano. La fiesta había comenzado. Baile, o por lo menos música, antes de las ocho, cuando aún no se había puesto el sol y los pájaros piaban. En mayo hubiera sido más apropiado bailar en los prados. Lamentó amargamente no haber puesto en su maleta una botella de oporto. Tendría que afrontar a la gente en un estado de absoluta serenidad mental.
En esta casa la escalera no bajaba directamente hacia el salón principal, sino a una especie de sala más pequeña, al fondo de la casa, de modo que se ahorró la tortura de descender a la vista de todos. John Treneglos estaba al pie de la escalera y la vio inmediatamente. Su vecino Treneglos, el hijo mayor del señor de la casa Mingoose, y ya casi el dueño de la propiedad; un hombre de treinta y cinco o treinta y seis años, de cuerpo tosco, cabellos claros y rostro salpicado de pecas. ¡Caramba, la señora Demelza! ¡Demonios! ¿Dónde se había escondido?
Su voz sonora atrajo la atención general, y Demelza pensó: Debo andarme con cuidado. No tenía especial afecto a John Treneglos, y menos aún a su esposa Ruth, que siempre trataba de tenderle trampas; pero conocía bien los sentimientos que inspiraba a John. No convenía repetir la escena que habían protagonizado cuatro años antes en el Salón Municipal, la noche que, con ese mismo vestido e idéntico peinado, había tenido alrededor de cuatro o cinco hombres casi peleando por ella, y aquella vez la propia Demelza sólo había querido mostrarse cortés y amable.
Treneglos subió algunos peldaños y extendió los brazos.
—Me permitirá escoltarla hasta el salón de baile, ¿verdad? Y me concederá la primera pieza, ¿no? Por Dios, lo mismo que antaño. La historia se repite. Por una vez me complacería clavarle los cañones a su marido. ¿Dónde está?
Demelza le ofreció la mano.
—Tuvo que salir. ¿Y su esposa?
—Esperando familia, como de costumbre. Y le falta poco… de lo contrario habría venido; usted ya la conoce. Es un encuentro muy afortunado. ¡Condenación, yo diría que la Providencia lo preparó todo!
—Condenación, no creo que haya sido así.
John Treneglos rio de buena gana, y ambos entraron en el salón.
Las primeras horas del baile suscitaron en Demelza una impresión nebulosa e imprecisa. Sobre todo, ella necesitaba un estimulante que le confiriese cierta seguridad y le tranquilizara los nervios, pero tuvo la sensación de que pasaban horas antes de que nadie le ofreciese un poco de bebida. Y cuando tuvo una copa en la mano, descubrió que era un vino de sabor seco, que no le agradaba. Pero en definitiva tuvo el efecto deseado.
La orquesta estaba formada por seis instrumentos: Tres violines, un tamboril, un caramillo y un cuerno francés. El director, que era también uno de los violinistas, tenía la figura más redonda que ella hubiese visto jamás. Todo en él era redondo, desde los anteojos de marco de oro hasta el vientre rotundo. Los faldones de su chaqueta jamás estaban quietos; marcaban el tiempo como un metrónomo, y se detenían sólo cuando el hombre se sentaba sobre ellos, durante un breve intervalo.
Cincuenta personas en el salón, adornado con lilas y narcisos. Estaba sir John Trevaunance, pero no Unwin. También había venido el señor Ray Penvenen, si bien no bailaba, y en medio de la fiesta se lo veía muy pálido y austero. Estaba Robert Bodrugan, el único sobrino y presunto heredero de sir Hugo, y Demelza bailó dos piezas con él durante la primera parte de la velada. Toda la familia Teague, y tres miembros de la familia Boscoigne, y Richard Treneglos, hermano de John, y Joan Pascoe, la hija del banquero, pero no Dwight Enys; y William Hick, y el señor y la señora Barbary, y Peter St. Aubyn Tresize, y la honorable señora María Agar, y lady Whitworth y su hijo, que ahora era párroco, y el teniente y la señora Carruthers, y muchos más.
En medio de la gente se destacaba una mujer alta y bella, vestida de negro, con tal número de ajorcas y brazaletes que emitía un ruidoso tintineo cada vez que se movía, y sólo cuando la vio aferrada del brazo de sir Hugh Bodrugan Demelza comprendió que era la notoria Margaret Vosper, con quien sir Hugh mantenía una relación desde hacía doce meses. En el curso de la velada se acercaron a ella, y sir Hugh dijo:
—Señora, ¿conoce a mi amiga, la señora Vosper? La señora de Poldark. Ambas tienen algo en común; las dos son bonitas, y les basta mover un meñique para atraer a un hombre, ¿verdad? ¿O ya se conocían?
Margaret rio, con su voz de contralto, profunda y ronca:
—No conozco bien a esta señora, pero he tenido trato más o menos con todos los Poldark varones. Hughie, quizá tenemos en común más de lo que tú crees.
Sir Hugh emitió una risa tartajosa, y Demelza vio todo rojo. Las insinuaciones de la mujer eran inequívocas; y concordaban perfectamente con la perfidia de Ross.
—Señora, tiene una ventaja sobre mí —dijo—, pero supongo que todo eso ocurrió antes de que yo naciera.
La risa de sir Hugh se elevó, más estrepitosa.
—Señora, confío en que le agradará la fiesta. Por lo que he visto, no permanece mucho tiempo en su asiento.
—Sir Hugh, es un baile muy hermoso, y no tenía idea de que hubiera tantos hombres apuestos en Cornwall. Felizmente, usted no necesita temer competencia.
Sir Hugh extrajo su caja de rapé y con los dedos tamborileó sobre la tapa, ocultando su expresión a Margaret.
—Vamos, mi señor —dijo Margaret, bostezando—. Esta charla ingeniosa me aburre. Enterré a dos maridos y en cierto modo he sido la viuda de muchos otros… no quiero dar nombres; y por otra parte, no veo qué sentido tiene andarse con circunloquios. Si uno siente inclinación por alguien, va y le pregunta… sí o no, y asunto terminado.
—Tiene un aire muy directo —dijo Demelza.
—Directo y sincero —dijo Margaret—. El hombre sabe dónde está, y también la mujer…
—Ella sabe dónde estará probablemente —agregó sir Hugh, con una sonrisa.
—¿No creen —dijo audazmente Demelza— que vale la pena un poco más de elegancia en el amor? Yo preferiría tomarme un tiempo para decidir. Aunque a usted le parezca andarse con circunloquios, es mejor eso que cometer errores por exceso de apresuramiento.
Felizmente, en ese momento llegó John Treneglos y reclamó a Demelza, y Margaret se alejó con sir Hugh y pronto reconquistó su atención.
Pero a la hora de la cena sir Hugh fue quien ofreció su brazo a Demelza.
Durante la primera parte de la velada ella no había visto a Malcolm McNeil. Al principio él no había estado en el salón; pero cuando al fin la vio, se acercó sin demora, abriéndose paso entre Peter Tresize y el teniente Carruthers, que estaban conversando con ella.
—¡Vaya, señora Poldark, no tenía idea de que estaba aquí! ¡Qué maravillosa sorpresa en la última noche de un hombre! ¿Cuándo puede concederme el honor de una pieza? ¿Ya está comprometida para la cena?
—Sí, yo… lo siento.
—¿Y las piezas anteriores?
—Ya estoy comprometida en cinco.
—¿Y después de la cena? ¿La primera?
—Muy bien. La primera.
—Bueno —dijo Tresize—, eso es injusto, señora. Era precisamente la que yo le había pedido.
—Estuve reservándola para el capitán McNeil. Lo siento muchísimo, señor Tresize. ¿Quizá la segunda?
—Bien, la segunda.
—Y yo la tercera —dijo el teniente Carruthers—. Oí decir que la tercera será una ecossaise. Son muy vivaces y…
—Creo que si se trata de eso, debo bailarla con un escocés. Es decir, si él se aviene a pedírmela.
—Será un gran placer, señora —dijo McNeil, atusándose nerviosamente el bigote—. Y muchas más, si me las concede.
Demelza pensó en la filosofía de Margaret.
—Lo que usted quiera pedirme, señor, mientras lo pida ahora.
—La primera, la tercera, la quinta, la séptima y todas las que siguen más allá, si es que hay un más allá.
—Soy profundamente religiosa —dijo Demelza—, y creo firmemente en el más allá.
—A mi entender, eso es pura glotonería —dijo Tresize—. Y no debería alentar la glotonería, señora; origina otros apetitos.
—El capitán McNeil dice que partirá mañana. Y le creo. Quizá puedan permitírsele indulgencias especiales por esa razón.
—Señora Poldark, usted es inmensamente bondadosa. Me siento abrumado por los favores que me dispensa.
Después, cuando sir Hugh la escoltó en dirección a la mesa. Demelza advirtió que estaban repitiéndose todos los hechos ocurridos cuatro años antes, excepto que ahora ella podía controlarlos mejor. Y saberlo la excitaba más que el vino francés.
Pero continuó bebiendo con cuidadosa moderación, no tanto que se embriagase, pero lo suficiente para sostener su vivacidad actual; eso era esencial, y no sólo por razones de seguridad y confianza. En su espíritu, en los recesos más profundos de su ser, la desolación que había sentido durante casi una semana para nada se había atenuado. Nada de lo que podía hacer esa noche conseguiría aliviarla. Margaret podía echar sal en la herida, pero ni siquiera eso importaba demasiado. Ya había perdido todo lo que podía perder. Para usar su propia comparación, era como un cristiano que había perdido a Dios, un creyente convertido en ateo, que experimenta un sentimiento de alivio y libertad inauditos, que trata de regocijarse cuando rememora las creencias de las cuales se ha desprendido, consciente de los vientos inmensos de la libertad, y absolutamente decidido a aprovecharlos, pero en el fondo perdido, irremediablemente perdido.