Capítulo 6

Demelza permaneció despierta hasta las cuatro, y volvió a despertarse a las seis, cuando él entró en la casa. Ross no subió al dormitorio, y este hecho confirmó lo que Demelza ya sabía. Porque lo había sabido desde el momento en que él se marchó.

Jeremy despertó poco después y comenzó a jugar y parlotear en su camita. Jeremy aún no hablaba mucho, pero sus dos observaciones favoritas eran «Aberdare» y «No Anemona» y las utilizaba como sistema propio para afrontar las diferentes circunstancias de la vida. En los últimos tiempos se había convertido en un niño más feliz, y también más robusto, menos propenso a las rabietas si las cosas no salían a su gusto, pero desbordante como siempre de intensa energía nerviosa, uno de los placeres de Demelza era despertar temprano, y en un estado de adormilada satisfacción escuchar los murmullos y los gorjeos de Jeremy en su camita.

Pero ese día fue diferente. Demelza se levantó a las seis y media, que era más o menos la hora de costumbre, y se acercó a la ventana que daba al norte, por la cual había salido de la casa no muchos meses antes. El sol había asomado dos horas antes, y la retórica del alba se había disipado hacía rato. Era una mañana nubosa pero muy tranquila; el mar tenía matices azul pizarra y exhibía una calma profunda, porque durante la noche había descendido la marea. A veces, parecía que el espejo de agua se mantenía absolutamente inmóvil, como un gran lienzo desplegado; pero de tanto en tanto una onda se formaba en la superficie, y con intervalos más amplios una de las ondas se alzaba bruscamente, y revelaba su fuerza por el rugido crepitante con que quebraba la quietud del día. Gimlett ya estaba levantado y trabajando, infatigable en sus labores de la granja. Demelza a menudo meditaba en la discreción con que su criado se movía por la mañana, porque jamás los despertaba con el estrépito de los cubos que se entrechocaban, o con otros ruidos desagradables.

Esa mañana sentía en el fondo del alma un dolor que provenía de una parte de su ser que antes nunca se le había revelado. Jamás había conocido una desesperación así. Todo se le antojaba un paisaje de ruinas y cenizas. Las fórmulas consoladoras hacia las cuales su cerebro se volvía, se desplomaban apenas las tocaba. Nada volvería a ser lo mismo porque ella había perdido la fe. No hacía mucho, conversando con Verity, le había dicho que confiar en el esposo… Si una confiaba…

Pues bien, ahora ya no confiaba. Por supuesto, no era una situación tan definida. Había vivido con Ross demasiado tiempo, de modo que no podía ignorar sus defectos y sus debilidades; creer que el marido es un ser divino y perfecto, era estúpido, e implicaba provocar la desilusión. Pero lo que importaba era el principio mismo de la confianza. Toda su vida Ross había estado enamorado o casi enamorado de Elizabeth. El descontento se había activado después de la muerte de Francis; de todos modos, Demelza había sabido que también a ella la amaba, a veces más y otras menos; y más bien más que menos. Y había pensado que ese sentimiento intenso de lealtad que era uno de los defectos y una de las virtudes de la naturaleza de Ross en definitiva lo movería a continuar al lado de su esposa.

Por supuesto, era más que todo eso. La pérdida la afectaba más gravemente. Por mucho que ella apelara a su propio equilibrio y su civilización, por mucho que razonara el asunto, Ross siempre había sido para Demelza algo más que un marido. Desde el momento en que, hacía de eso poco más de nueve años, él la había introducido en la cocina, y Demelza no era más que la hija hambrienta del minero, Ross había representado una suerte de nobleza, no de la sangre sino del carácter, una persona cuyas normas de conducta eran siempre y siempre serían un poco mejores y más seguras que las de la propia Demelza. A menudo discutía con él, y se envalentonaba, y discrepaba con las opiniones y los juicios de Ross, pero en el fondo y en las cosas fundamentales siempre le concedía cierta precedencia.

De modo que, al margen de que una mujer pretendiese o no la fidelidad total de su marido, el asunto acarreaba muchas otras consecuencias. Demelza siempre se había enorgullecido de él más que de sí misma. Se había creído mejor que otras mujeres porque un hombre como Ross la había desposado. Con su visita de la noche anterior a Elizabeth él no sólo se había rebajado sino que la había rebajado. Era una traición doble, un acto que destruía la base misma de la vida de Demelza.

Jeremy esperaba que lo levantaran, porque ya no le agradaba verse confinado a su camita, y estaba cada vez más irritable. Demelza no le hizo caso, y se acercó a la otra ventana, mientras se cepillaba el cabello. En algún lugar de su fuero íntimo, un minúsculo resto de protesta aún le decía que quizá no había nada de lo que ella pensaba; pero conscientemente sabía a qué atenerse. Lo había sabido antes aún de que él lo hiciera, había sabido cuál era su propósito antes de que se alejase sobre su caballo. ¿Y ahora? ¿Por qué había regresado? ¿Había venido a recoger sus cosas y pensaba vivir en Trenwith con Elizabeth? ¿Quizá el matrimonio entre Elizabeth y George era un asunto concluido? Demelza no era una mujer inclinada a odiar, pero ahora sentía que hubiera podido matar a Elizabeth. Elizabeth había hecho todo lo posible para arruinar los primeros años del matrimonio con Ross. Había fracasado; pero de un modo indirecto e inocente era la responsable de la muerte de Julia. Esa había sido la primera grieta en la relación de Demelza y Ross. Y el distanciamiento, aunque apenas perceptible, se había acentuado a partir de ese momento, alimentándose del dolor de Ross; y Elizabeth lo había aprovechado todo lo posible. Ahora, después de la muerte de Francis, ella había tenido las manos libres. Cabía preguntarse si en verdad había pensado en casarse con George, o si eso no había sido el gesto destinado a provocar la reacción que de hecho había obtenido.

Jeremy comenzó a llorar, y Demelza se decidió a alzarlo, cambiarlo y vestirlo. Después, lo llevó abajo. Jane Gimlett estaba en la cocina.

—El amo está desayunando. Le serví el jamón frío. Pensé que usted dormía, y él dijo que no la molestaran.

—¿Hay té?

—Sí, señora. Lo preparé hace diez minutos. ¿Le sirvo un poco de pan con manteca?

—No… ¿Puede cuidar a Jeremy unos minutos?

Entró en la sala. Ross se había cambiado de ropa y afeitado, y casi había concluido su insípido desayuno. Alzó los ojos, y los dos se miraron. En ese momento ella supo al fin y él comprendió que ella sabía.

—Creí que dormías —dijo Ross—. Por eso no te esperé.

Demelza no habló, pero después de un momento se adelantó y se sentó a la mesa, a cierta distancia de Ross. Se sirvió una taza de té, y le agregó leche y azúcar. La luz proveniente de la ventana iluminó los párpados pálidos y el oscuro resplandor de los cabellos de Demelza.

—No será la última vez, ¿verdad?

Él no habló, y en cambio miró su plato y lo apartó.

De pronto, la asaltó una oleada abrumadora de cólera. La envolvió y la tomó totalmente por sorpresa. Había temido llorar, pero ahora no le brotaba una sola lágrima.

—¿Esa… esa boda… se celebrará?

—No lo sé… —Esa mañana la cicatriz de Ross era muy visible. A menudo parecía que la herida recibida en Pennsylvania se había convertido en un símbolo del inconformismo de su carácter, el carácter de un renegado inconciliable.

Demelza advirtió que los labios le temblaban de cólera.

—¿Cuándo volverás a verla?

—No lo sé.

Demelza tragó saliva, y procuró controlar su voz.

—¿A qué hora volviste?

—Creo que eran las cinco.

Se hizo el silencio entre ellos. Ella no estaba dispuesta a preguntar nada más. Y él no podía explicar lo inexplicable.

Esforzándose por hablar, por atenerse a lo concreto, como si hubiera sido un desayuno igual a los que habían tomado durante años, él dijo:

—Ayer hablé a la señorita Trelask acerca de las cintas para Jeremy. Dice que dentro de un mes o dos las tendrá más baratas.

Demelza no habló.

—Estuve con Harry Pascoe una parte considerable de la mañana, de modo que no pude comprar las cosas que me pediste.

Demelza revolvió el té, bebió un sorbo, sintió que el líquido caliente descendía hasta el estómago, y miró hacia la ventana con ojos que no veían. Ross tomó un tenedor, y dibujó rayas paralelas sobre el mantel.

—Cené con Richard Tomkin. En sociedad con Harry Blewett compró un astillero en East Looe. Ha prosperado desde que comenzó la guerra.

—Oh.

—Según dice, ha recibido más pedidos de los que puede atender. Embarcaciones pequeñas. Por lo menos es agradable saber que alguien prospera.

—¿Lo crees?

Ross miró a su esposa.

—¿No te satisface?

—No, no me satisface.

—Lástima.

—Lo mismo digo.

—Demelza, estás derramando el té.

—Sí —dijo ella, e intencionadamente dejó caer la taza al suelo. Ahora la poseía la furia más ardiente. Deseaba matar no sólo a Elizabeth, sino también a Ross. Quería arrojarle una por una todas las piezas de la vajilla, y también los cuchillos y los tenedores. Más aún, habría podido atacarlo cuchillo en mano. En ella esencialmente no había nada que fuese manso y sumiso. Era una luchadora, y ahora lo demostraba claramente. Luchó consigo misma, dejó escapar una exclamación, y se encontró con los ojos grises de Ross. Después, con un movimiento del brazo arrojó al suelo la tetera, la jarra de leche, la azucarera y dos platos.

Demelza salió.

Ross no hizo un solo movimiento hasta que Jane Gimlett llegó corriendo.

—¡Dios mío! ¿Qué ocurrió, señor? ¡El juego de té destrozado! Y la alfombra… —Se inclinó para comenzar a recoger los pedazos.

—Enganché mi chaqueta —dijo Ross—. Y arrastré el mantel. Es una lástima.

—Por cierto, una gran lástima. ¿Dónde está la señora?

—Se retiró. Hoy no desea desayunar.

Toda la semana una atmósfera tormentosa prevaleció en la casa. Aunque la propia Demelza no tenía conciencia de ello, toda su vida se había atenido al principio de que debía evitar las rabietas interminables. Pero esta vez parecía que ese sentimiento de cólera podía durar indefinidamente, porque se originaba en una herida que parecía incurable. No era que no pudiese perdonar. Pero no sabía si a él le importaba el perdón de su esposa; o en todo caso, qué importancia general tenía dicho perdón. Uno puede perdonar a alguien que ha talado un árbol, o destruido un vaso precioso, o quemado un cuadro, pero no por eso cambia la condición de la cosa destruida.

Se encontraban sólo a la hora de las comidas, y aún así a menudo conseguían evitarse, porque uno comenzaba temprano o el otro llegaba tarde. Cuando se encontraban hablaban poco, y de asuntos de la casa o del campo. Ross ordenó que le preparasen una cama en el antiguo dormitorio de Joshua, donde Demelza había dormido la primera noche de su residencia en la casa. Después de lo que había ocurrido, a Ross le parecía imposible imponer su presencia a Demelza. A ella le parecía que un solo contacto con Elizabeth había determinado cierta repugnancia de Ross por su esposa.

Que hasta ahora él no hubiese intentado ver nuevamente a Elizabeth era hasta cierto punto una sorpresa, aunque por lo que ella sabía bien podía verla todos los días. Por lo menos, Ross continuaba comiendo y durmiendo en su propia casa. Demelza prefería morir antes que preguntarle qué pensaba hacer.

Después del primer estallido ella se mostró más serena, pese a que la cólera continuaba dominándola. Ese sentimiento se había convertido en una compañía identificable, más fría y consciente, y ella no podía desecharla. Tampoco lo deseaba. Cierto tiempo después, a veces la asaltaba la idea de que durante esa semana había podido continuar viviendo gracias precisamente al sentimiento de cólera. Era su narcótico, y hacia él se volvía cuando los pensamientos habituales llegaban a ser intolerables.

Demelza sabía que él estaba muy atareado vendiendo las máquinas de la mina. Le pagaban más o menos una cuarta parte de lo que habían costado. Se sentiría conmovido cuando comenzaran a retirarlas; pero quizá en ese momento ya no estaría allí. El jueves llegó una carta para Ross, y él no se la mostró; pero al día siguiente dijo:

—Mañana por la noche no estaré en casa. Voy a Looe, y no puedo regresar en el día. Harry Blewett me ha escrito, y quiere verme.

—Oh.

De modo que ese era el pretexto. Saber que él sentía la necesidad de mentir enfrió todavía más la relación. Por qué no decía: «Voy a reunirme con Elizabeth».

—Si lo deseas, puedes leer la carta. —Quizá había adivinado los pensamientos de Demelza, porque ahora empujó la carta hacia ella a través de la mesa.

—No —Demelza la rechazó sin leerla.

Después de unos instantes, Ross dijo:

—No sé por qué desea verme. Seguramente Richard Tomkin le ha dicho que no tengo dinero para invertir en su astillero. Ojalá me pagase parte de lo que me debe.

Demelza casi dijo: «Así podrías dárselo a Elizabeth». Pero en el último instante su propio sentido de las proporciones evitó que se mostrase mezquina.

El viernes por la tarde un hombre vino a caballo desde la Casa Werry con un mensaje verbal. Sir Hugh no había recibido ninguna respuesta a su invitación. ¿El capitán y la señora Poldark pensaban aceptar? Demelza casi se echó a reír. Sir Hugh y su reunión. ¿Quién deseaba asistir a fiestas? En todo caso, ella no. Y Ross estaría lejos, enfrascado en sus propias reuniones. Su reunión con Elizabeth. Tal vez podía sugerir a Ross que se llevase a Elizabeth, y que ella, Demelza, iría a reunirse con George Warleggan.

No estaba segura de que Ross se propusiera ir realmente a Looe, pero sabía que pasaría las últimas horas del fin de semana en Casa Trenwith, en brazos de Elizabeth. Seguramente, no querría que lo molestasen con una recepción y un baile que no le interesaban en absoluto. Lo único que le preocupaba era la acogida que podía dispensarle Elizabeth. Demelza se preguntaba si frente a Elizabeth, Ross utilizaría las mismas formas de galanteo que a veces empleaba con su propia esposa. No dudaba de que Elizabeth debía estar encantada con su nuevo amante. Al fin había conseguido lo que deseaba. Y ahora lo recibía en su propia cama. Se exhibe como un lirio en los brazos de Ross. Patricia, bien educada, y distinguida, de un modo que Demelza jamás podría llegar a ser. Una mujer cuyo linaje se remontaba a ochocientos años, quizá conocía refinamientos del amor de los cuales la hija de un minero nada sabía. Después de una unión así era imposible que Ross retornase jamás a la arcilla común. Imposible. Imposible. Él seguiría su propio camino, mientras ella decaía y languidecía en el hogar. Y trabajaba y cuidaba al hijo de Ross, y chapoteaba en el lodo de los campos.

¿Era posible que hiciese eso? Una luz vivísima se encendió en la mente de Demelza e iluminó los rincones más oscuros de su corazón, el capitán Poldark no podía asistir a la fiesta de sir Hugh, pero la señora Poldark podía. Una señora Poldark sin freno. Una señora Poldark dispuesta a vengarse de su marido y a aliviar su propio dolor, a reparar la herida infligida a su orgullo del único modo que ahora se le ofrecía. Que Ross afrontase las consecuencias, porque todo se originaba en él.

Comunicó el mensaje al lacayo que esperaba, y lo vio alejarse por el valle, montado en su caballo. La luz seguía iluminando su mente, y Demelza sabía que no se extinguiría. Comenzó a prepararse para la fiesta del sábado.