Capítulo 5

Ross había estado en Truro todo el día y de nuevo había iniciado negociaciones con los accionistas de la Wheal Radiant, con el propósito de traspasarles los artefactos utilizados en la mina. Le parecía que había consagrado la mitad de su vida a iniciar empresas, y la otra mitad a clausurarlas. Pues bien, aquí terminaba todo. En adelante se ocuparía de cultivar su tierra, y si nada lo impedía viviría en una pobreza agobiada de deudas el resto de sus días. Ahora no tenía ninguna mina, ni intereses en una explotación minera, y así continuaría.

El fracaso lo agobiaba profundamente, pero él no hablaba mucho del asunto. Cuando evocaba el pasado, a veces le parecía que exageraba sus propias decepciones de la juventud. A medida que uno cargaba años, llegaba a comprender que de nada servía descargar puntapiés sobre la mesa, como un niño contrariado. Uno aceptaba la mala suerte, absorbía el golpe y se decía y decía a otros que no importaba.

Era difícil aprender la lección. Y sobre todo era difícil para Ross.

Por la tarde volvió a encontrarse con Richard Tomkin y le comunicó la novedad, y recibió sus muestras de simpatía con mejor talante que las de otra gente, porque antaño habían sufrido juntos una suerte semejante. Comieron en la posada de las Siete Estrellas, y Ross regresó a su casa poco antes de las nueve.

Todo el día se había manifestado una leve sugerencia de calor estival, y Demelza tenía un aire fresco y juvenil, instalada en el jardín, con una pechera blanca y una falda de popelín crema, y sobre esta un delantalcito verde. Ross desmontó y ella lo acompañó de regreso a la casa.

—¿Cenaste, Ross? Pensé que ya lo habías hecho. Te esperé hasta las ocho y cuarto. ¿Te sorprendió la lluvia esta mañana?

—No, en el camino no llovió.

—Es una sequía en verdad sorprendente. Estos caracoles son terribles; imagino que la causa es el tiempo cálido. Se comen mis flores y ensucian las lajas; y si los piso me vienen náuseas. Cuando se trata de un caracol tengo los instintos de una dama. Es extraño, porque puedo vendar una herida infectada, o lavar un bebé o levantar un ratón sin asco.

—Deberías adiestrar a Garrick para que se los coma. O quizá, si nuestra situación empeora, podemos comerlos nosotros mismos. No había visto esa pechera. ¿Es nueva? —Con el dedo rozó la prenda.

—¿Nueva? —Demelza sonrió.

—Bien, estoy seguro de no haberla visto.

—La hice con dos de tus camisas viejas, que ya no podían remendarse. Es buen material, si uno elige las partes que no se gastan.

—Cuando te pedí en matrimonio, no creía que tendrías que confeccionarte blusas con los faldones de mis camisas.

—No fueron los faldones, sino los costados. Y el encaje viene de un viejo chal. De todos modos, me he visto en situaciones mucho peores.

Gimlett no estaba, de modo que Demelza acompañó a Ross hasta los establos.

Demelza dijo:

—Desensillaré a Morena. Si entras, te seguiré apenas termine. Te esperan dos cartas.

—¿Dos? ¿De quiénes? —Había algo en el tono de la voz de Demelza—. No, deja eso, Gimlett volverá pronto, ¿verdad? ¿Las leíste?

—Sólo la que está dirigida a ambos. Es de sir Hugh, y nos invita a una fiesta en su casa el sábado próximo. Mencionó el asunto la última vez que lo vi. Es su cumpleaños, confieso que no me atreví a preguntar cuántos cumple, y según parece planea hacer algo que avergüence a sir John Trevaunance.

Ross pensó que ya sabía por qué el tono de Demelza le había parecido peculiar de modo que olvidó preguntar por la segunda carta.

—Confío en que no te sentirás decepcionada si rehusamos.

Demelza dijo:

—Yo diría que es bastante razonable aceptar, puesto que muchos de nuestros vecinos probablemente irán. Pero no me importa si prefieres quedarte en casa.

Ross entró en la casa, satisfecho porque ella había renunciado fácilmente a la idea, y un tanto sorprendido de la actitud de su esposa. Quizá Demelza comenzaba a cansarse del hombre tanto como él.

No advirtió que Demelza no lo había acompañado. Entró en el salón y recogió las dos cartas, depositadas sobre la espineta. El prolongado atardecer estaba terminando, y la luz era muy escasa, de modo que llevó las cartas a la ventana. En los últimos tiempos había visto la escritura de Elizabeth, en documentos y notas, más que en cualquier época anterior, de modo que inmediatamente la reconoció cuando la vio sobre la cara exterior de la segunda nota. Rompió el sello.

Querido Ross:

No sé cómo escribir esta carta; no sé dónde comenzarla o dónde terminarla, o cómo decirte lo que debo comunicarte. Sé que te conmoverá, y yo, que antaño he sido la causa de tanto sufrimiento como soportaste, haría casi cualquier cosa para evitar herirte; y lo que es peor, herirte del mismo modo que antes. Sin embargo, parece que así debe ser.

Oh, Ross, mi vida ha sido una grave frustración; una vida vacía y muy fría. Sobre todo durante estos meses de soledad, desde la muerte de Francis. Quizá no soy la persona más apropiada para vivir sola. Creo que necesito la fuerza y la protección que un hombre puede dar.

He prometido casarme con George Warleggan.

Nos uniremos dentro de diez días. Nos casaremos en la iglesia de Santa María. He insistido en que sea una ceremonia muy íntima, sólo nuestros padres y los testigos indispensables. Viviremos principalmente en Cardew, de modo que en adelante me verás poco. Creo que eso es lo que desearás.

Ross, no puedo ofrecerte razones para casarme con George. Dar razones sugeriría que necesito justificarme y no puedo comenzar mi segundo matrimonio siendo desleal ni siquiera en el pensamiento. Si durante todos estos años ha existido afecto entre nosotros, entre tú y yo, ruego que lo uses ahora para llegar a comprender mi situación. Porque comprenderlo todo puede ser perdonarlo todo. O por lo menos, disculparlo en parte.

Tu amiga sincera y afectuosa.

Elizabeth.

Mientras leía, había oscurecido. ¿O se trataba de las sombras que poblaban su corazón y su mente? Escuchó el tamborileo de su propia sangre. Después de los primeros instantes de absoluta incredulidad, sus pensamientos valerosos y civilizados de esa mañana se esfumaron, completamente absorbidos por la marea de los sentimientos. Había pensado que era imposible luchar contra los imponderables de la vida. Pero ¿este era uno de los imponderables? ¿Era algo que debía aceptar resignado, con un suspiro?

Eso, por lo que respecta a las ideas más o menos identificables. Pero además estaban los sentimientos, los sentimientos absolutos. Lo que acababa de saber lo afectaba simultáneamente y en dos sentidos, en su amor y en su odio. Hubiera podido imponerse a cualquiera de los dos. Unidos, tenían una fuerza abrumadora.

Se volvió bruscamente y salió de la habitación.

—¡Demelza!

No hubo respuesta.

Tomó su capa y atravesó la cocina, y salió de la casa, en dirección a los establos.

—¡Demelza!

No hubo respuesta. Morena continuaba ensillada. Jane Gimlett salió presurosa de la antecocina.

—Señor, ¿puedo ayudarle? John volverá de un momento a otro.

—No. Diga a su ama…

—Aquí estoy, Ross —dijo Demelza, emergiendo de las sombras de los establos.

Jane Gimlett miró primero a uno y después al otro. Apenas podía ver nada, pero en las voces de sus amos había algo que la indujo a alejarse prontamente.

Ross dijo:

—Demelza, voy a Trenwith.

Demelza se había ocultado de la vista de Ross, no porque le temiese sino porque no podía soportar la idea de verlo en el momento en que se enterase de la novedad.

—Ross, no vayas esta noche.

—Es necesario. Tengo que ver a Elizabeth.

—Será mejor por la mañana.

—¿Sabes… sabes algo?

—¿Se trata de George?

—¿Cómo lo adivinaste?

—Oí decir algo.

—No me informaste una palabra.

—¿Cómo podía?

—Estos… esta cosa… —Advirtió que aún tenía en la mano la carta. La convirtió en una pelota de papel—. Es necesario evitarlo.

—¿Cómo lo lograrás? No puedes.

—Crees que no. Ya lo veremos.

—Ross, no quiero que vayas esta noche.

—Quizá no deseas de ningún modo que lo impida.

—No quiero que lo hagas… del único modo que puedes hacerlo… —dijo Demelza con voz que expresaba dolor.

Ahora él comenzó a sentir que la cólera lo dominaba, y que cada oleada era más intensa que la anterior.

—Por favor, sal de mi camino.

Durante un momento ella no se movió, y lo miró, esforzándose por ver.

—Siempre… siempre creí… nunca había pensado que sería así… —También ella sentía un impulso colérico, como respuesta al de Ross, un sentimiento que pugnaba por manifestarse. Pero por el momento no quería expresarlo—. No comprendes, Ross, que no puedes ir. Porque si tú… Si haces lo que piensas…

Aunque se interponía en su camino, la figura blanca de Demelza parecía lejana, un tanto irreal. Ross trató de esbozar un gesto, una actitud afectuosa hacia ella. Pero por primera vez fracasó. El espectro de Elizabeth se elevaba inmutable entre ellos, más real, más tangible para su dolor que la propia Demelza.

Ella comprendió que no podría detenerlo. El mismo no podía contenerse. Era algo fundamental. Se apartó de su camino. Ross montó su caballo y atravesó el patio adoquinado.

Excepto dos luces en el primer piso, la casa Trenwith estaba a oscuras. Como conocía bien la casa, Ross comprendió que una correspondía al descanso de la escalera y otra a la habitación de la tía Agatha. El cuarto de Elizabeth daba al patio interior, y lo mismo ocurría con el de Geoffrey Charles. Los Tabb dormían sobre las cocinas.

Ross desmontó y tocó la campanilla que estaba junto a la puerta principal. El último resto del día moribundo era una mancha azulada hacia el oeste. Las estrellas resplandecían, y mientras él miraba el cielo un meteoro surcó el firmamento. La cabalgata lo había enfriado, pero sin modificar su propósito. Su decisión se había afirmado, aunque ahora parecía menos irrazonable e impulsiva.

Como nadie contestó, volvió a usar la campanilla. Después que pasó un minuto o dos golpeó la puerta con el látigo de montar. Finalmente descendió los peldaños y miró impaciente la casa. Era muy probable que los Tabb no hubiesen oído nada. Si estaban durmiendo, podía llamar hasta el día siguiente. Y era más fácil despertar a Charles, enterrado en el cementerio de Sawle, que a la tía Agatha, que dormía en su cuarto. Quedaban solamente Elizabeth y Geoffrey Charles.

Regresó a la puerta y golpeó fuertemente. ¿Era una clausura diplomática de Elizabeth? Ross no había preguntado a qué hora habían entregado la carta, pero quizá Elizabeth había esperado toda la tarde su visita. Mal podía suponer que él no haría nada. Quizá al anochecer había echado cerrojo a todas las puertas y se había acostado, decidida a no verlo esa noche.

Bien, tal vez en eso se equivocaba. Probó la puerta, y encontró que no cedía. Retrocedió otra vez. El frente de la casa era inexpugnable, pero Ross no creía que fuera imposible entrar.

Rodeó la casa por el lado este, y un búho pasó volando, alarmado por el andar cauteloso del hombre. Estaba en el vergel, muy descuidado, pero mucho más aromático al caer de la noche. «Hacia la tumba, cargado de flores fragantes». Palabras que su mente evocaba. Ahora, entre los arbustos, algo se movía; una rata o un perro vagabundo, silencioso como él, algo que no tenía nada que hacer allí.

Cerca de la casa crecía un sicomoro, y algunas de las ramas más delgadas rozaban la ventana del cuarto que otrora había ocupado Verity. Necesitaba una buena poda. Pero no lo habían podado. Probó una rama baja, y después trepó al árbol. Allí, se desprendió de la capa y la dejó caer sobre un arbusto. «Tengo hinojo para ti y aguileña, y ruda… te daría violetas pero se amustiaron cuando mi padre murió…». Continuó subiendo, una sombra que se movía, según parecía sin demasiado cuidado, hasta que quedó al mismo nivel que la ventana.

Una ventanita de paneles con recuadro de plomo. Desde abajo le había parecido que estaba entreabierta, pero no era así. Sólo un minúsculo panel del extremo superior estaba abierto, pero demasiado lejos del cerrojo. El único objeto apropiado que tenía era la llave del candado que aseguraba la puerta de su propia biblioteca. La extrajo, y golpeó uno de los paneles, hasta que consiguió romperlo. Después, casi antes de que el vidrio hubiese terminado de caer, introdujo la mano enguantada y corrió el cerrojo. Un minuto después estaba en el cuarto.

Había hecho un poco de ruido, pero sin duda menos que llamando a la puerta principal.

Salió al corredor que daba hacia el este. Al fondo, hacia el frente de la casa, un débil hilo de luz se reflejaba sobre la pared revestida de madera. Era la vela del descanso de la escalera, a pocos metros del salón principal. Se dirigió allí, y ya casi había llegado cuando se abrió una puerta y apareció Elizabeth.

Ella trató de ahogar un grito, y retrocedió hacia la pared. Se miraron fijamente. Pareció que Elizabeth estaba al borde del desmayo.

—¡Ross!

—Vine a presentarte mis respetos.

—Ross, creí…

—Que era un ladrón. Y lo soy, si se considera el modo de entrar. Pero no pude conseguir que me abriesen la puerta.

Ella continuó mirándolo, los ojos muy grandes en el rostro pálido. Tenía puesto un vestido de terciopelo verde, una prenda vieja, y con mejor luz se veía lustrosa; pero le sentaba. Todo le sentaba. Ese era el inconveniente.

—Oí un ruido. ¿Cómo entraste?

—Vine a agradecerte tu carta.

—Creí que era Geoffrey Charles. Yo… me pareció extraño.

—¿Dónde podemos hablar?

Elizabeth lo conocía bien, y no se dejó engañar por la voz ecuánime. Ahora no podía esquivarlo, ni evitar la entrevista.

—Sí… Buscaré una vela…

Se volvió para entrar en la habitación que había abandonado. Como si irracionalmente sospechara que ella podía llamar a alguien, Ross la siguió y cerró la puerta.

—Aquí está bien.

Era el dormitorio de Elizabeth, y ella retiró la mano del candelabro.

—No creo que…

—Nadie sabe que estamos aquí. Quiero hablar contigo, Elizabeth y ahora.

Un bonito dormitorio. Las cortinas marrones con sus cordones, el espejo de marco dorado, el caballito de juguete, las pantuflas azules, el camisón de encaje blanco sobre una silla. Ross nunca había estado allí.

Vio que la sangre retornaba al rostro y los labios de Elizabeth. Y que también recuperaba parte de su confianza.

—Ross, lamenté mucho verme obligada a enviarte esa carta. Era lo que menos deseaba. Como te dije… Pero no es posible que me visites a esta hora. Por la mañana…

—Por la mañana será demasiado tarde. Quiero saberlo esta noche.

—¿Saber qué? ¿Lo que ya te dije en la carta? ¿Hay algo más que decir?

—Pues sí. —Se apartó de la puerta, se quitó los guantes y los dejó caer sobre una silla, y se acercó aún más a Elizabeth. Ella retrocedió un paso—. Tenía cierta imagen de la situación. Dime, Elizabeth, en qué me equivoqué… Siempre pensé que George Warleggan era mi peor enemigo. De ti siempre creí que eras mi mejor amiga. ¿En qué me equivoqué gravemente?

Elizabeth se sonrojó.

—No se trata de eso, Ross. Pero mi situación ha sido muy difícil. Por supuesto, me alegra, me enorgullece pensar que eres mi mejor amigo…

—Bien, fui un poco más que eso, ¿verdad? ¿No es cierto que hace apenas doce meses nos encontramos en casa de Trevaunance? ¿Qué me dijiste entonces, cuando estábamos cenando? Que cuando me rechazaste y te casaste con Francis cometiste un error, que lo habías descubierto pocos meses después, y siempre lo habías lamentado. Dijiste que… te habías sentido desconcertada y humillada, porque habías cometido un error así. Recuerdo las palabras.

Ella extendió una mano para aferrar el respaldo de la silla.

—Que hayas aparecido así, Ross… Casi me desmayo de la impresión…

Pero él no se dejó desviar.

—Elizabeth, el error que tú confesaste provocó el sufrimiento constante de Francis. Y tú también sufriste y yo sufrí. ¿Qué clase de error cometes ahora?

—No —dijo ella—. Lo que te dije esa noche… no lo desmiento. Aunque jamás lo habría dicho, si hubiese pensado que algo le ocurriría a Francis. Por favor, Ross, compréndeme. Sentí que tenía que decírtelo, que debía explicarte que si entonces tú te sentías desgraciado, no había pasado mucho tiempo sin que a mí me ocurriese lo mismo. Me pareció que te complacería saber que el error había sido mío, y no tuyo. Era demasiado tarde, habían pasado varios años y ya nada podía arreglarse; pero quería que tú lo supieras. Apenas hablé, comprendí que había cometido un error. Y cuando Francis murió… fue peor todavía.

—Eso nada explica. ¿Qué tiene que ver con esto George Warleggan?

—Por supuesto, en ese momento nada. Sólo ahora… mucho después. Es tan bueno, Ross, tan amable…

—¿Te casas con un hombre por gratitud?

—No sólo por gratitud. Pero te equivocas de medio a medio si crees que es tu peor enemigo. Me parece, creo que puedo reconciliarlos, que en verdad pueden y podrán ser amigos. El no te guarda rencor…

—¿Te casas por su dinero?

Durante un minuto ella nada dijo, los ojos entrecerrados en el esfuerzo por mantener la calma. Hasta ese momento se habían enfrentado como adversarios, y ella a lo sumo había podido parar los golpes que él asestaba, sin tiempo ni posibilidad de maniobrar. Por el momento, sólo la situación determinaba que la entrevista fuese peor aún que lo que ella había imaginado. Había sabido que no sería de ningún modo agradable; y al recordar sus anteriores presunciones, trataba de controlarse. Ella lo estaba ofendiendo, no Ross a ella; por lo tanto, debía soportar sus insultos, tratar de obligarlo a razonar, y quizá establecer la amistad que los unía. Esquivar el asunto no era posible. Ofrecerle razones detalladas de su decisión de contraer matrimonio con George era perder el tiempo. Cada razón que ella formulase, Ross la destruiría en un instante.

—Por favor, Ross. —Ella le sonrió, pero evitó la mirada inquisitiva de los ojos gris azulados—. ¿Vendrás mañana, para que podamos hablar con más serenidad y en un lugar más propio que este? Créeme si te digo que no me caso con George por su dinero. No he sido muy inteligente con mi vida. Pero siempre traté de mostrarme leal a la gente que me importa. Lo que puede parecerte deslealtad, no lo es en absoluto. Ross, ¿qué me propones? ¿Treinta años de viudez y soledad? Quizá viva treinta años. ¿Es lo que me pides que haga, por el error que cometí una vez? ¿Puedes ofrecerme algo que aliente mis esperanzas?

Él guardó silencio, y estudió las curvas del ceño, la mejilla y la boca de Elizabeth.

—Me iré, si puedes responder a una pregunta. ¿Amas a George?

El reloj dio las once, y pareció que subrayaba las diferentes formas de silencio de la casa. Muy lejos, como conectado con un oído interior, se oía el rumor del mar.

—Sí —respondió ella.

Fue el momento decisivo. Él la tomó de los hombros, con manos serenas pero muy firmes, de modo que los ojos de Elizabeth, sorprendidos y alarmados, se elevaron para encontrar la mirada de Ross.

—Esta es una impostura muy parecida a la primera, poco después que te casaste con Francis. Me dijiste que lo amabas, y no creías una sola de tus propias palabras. Entonces yo era más ingenuo, y te creí. Pero no te creo ahora.

Ella trató de liberarse.

—Déjame, Ross. Me haces daño.

—Me preguntaste si quiero condenarte a treinta años de viudez. La respuesta es negativa. Pero con tu belleza podrías elegir a quien quisieras. No me gusta esta unión con George Warleggan. Te pido que esperes un tiempo, y hagas otro intento.

—Déjame. Soy dueña de mí misma y haré lo que quiera. Lamento que reacciones así. Pero no puedo evitarlo.

—Nunca pudiste evitar nada, ¿verdad? Todo ha estado fuera de tu control. Toda tu vida derivaste, como impulsada por una corriente de buenas intenciones. Pues tampoco puedes evitar esto. —La besó. Ella volvió la cara, pero no pudo desviarse lo suficiente para esquivarlo.

Cuando él apartó la cara, los ojos de Elizabeth estaban encendidos por la cólera. Él nunca la había visto así, y la nueva imagen lo complació.

—¡Eso es… despreciable! Jamás lo hubiera creído de ti. Mira que imponerte… insultarme cuando… cuando no tengo a nadie…

—Elizabeth, no me gusta este matrimonio con George. No me gusta. Me alegrará tu promesa de que no seguirás con el asunto.

—Si te diera esa promesa, me sorprendería que me creyeses. ¡Me has llamado mentirosa! Bien, ¡por lo menos no falto a mis promesas! Amo perdidamente a George, y me casaré con él la semana próxima…

Él volvió a aferrarla, y esta vez volvió a besarla con una pasión intensa, tanto más placentera por la cólera que se mezclaba con ella, antes de que este sentimiento se disipara del todo. Los cabellos de Elizabeth comenzaron a desprenderse en mechones. Acercó la mano a la boca de Ross, pero él la apartó. Entonces, ella lo abofeteó pero Ross sujetó el brazo.

De pronto, durante una fracción de segundo ella quedó casi libre.

—Me tratas… como si fuera una prostituta…

—Era hora de que te tratasen así…

—Déjame, Ross. ¡Eres odioso, horrible! Si George…

—¿Te casarás con él?

—¡No hagas eso! Gritaré. Oh, Dios mío, Ross… Por favor…

—No me importa lo que digas, ahora ya no puedo creerte. ¿No es así?

—Mañana…

—No hay mañana —dijo Ross—. No hay mañana. La vida es una ilusión. ¿No lo sabías? Aprovechemos la oscuridad.

—Ross, no podrás… ¡Basta! Te digo que basta.

Pero Ross ya no prestaba atención a lo que ella decía. La alzó en brazo y la llevó al lecho.