Pasaron varias semanas, y florecieron las primaveras y las primeras campánulas. El médico amigo de Dwight regresó a su hogar, y Dwight realizó averiguaciones acerca de la posibilidad de incorporarse a la marina como cirujano. Pero no adoptó otras medidas, porque la guerra estaba terminando. Los optimistas habían acertado, y Francia comenzaba a derrumbarse otra vez. Derrotado por los austríacos, que al fin habían actuado, el general Dumouriez siguió a Lafayette al campo enemigo. Dos terceras partes de las provincias se habían rebelado contra París. La invasión de Holanda había fracasado y los británicos habían ocupado Pondicherry y Tobago. Por segundo año consecutivo, París estaba abierta al ejército que tuviese la audacia de ocuparla. Era evidente que esta vez alguien lo haría, aunque fuera el viejo duque de York.
Entre los resultados de la reanimación general de los espíritus se observó un descenso del precio del cobre y el estaño. Pero la caída del precio no alcanzó a modificar la situación. En la Wheal Grace el éxito o el fracaso aún dependían de la capacidad de los administradores para apuntalar sus propias finanzas en el proceso, para conservar un delicado equilibrio entre ingresos y gastos. Las cien libras de Henshawe ya se habían gastado, pero sé conservaban en la forma del crédito otorgado por el banco de Pascoe con la garantía de la siguiente partida de mineral. Las mulas transportaban el estaño oscuro hasta Truro, y allí el banco emitía sus comprobantes sobre la base de la calidad y el valor del estaño blanco que en definitiva se obtendría; y gracias al crédito representado por estos cheques, la mina podía continuar.
La mayoría de las economías que habían conseguido realizar se invertían en la superficie, donde fue necesario reorganizar y ampliar las plantas de elaboración. No sólo hubo que ocupar más peones y paleadores: también había que contratar personal diferente, porque el minero que era eficiente en la extracción del cobre a menudo no sabía cómo manipular el estaño. Gran parte del mineral se enviaba a las estamperías de estaño del bosquecillo de Sawle.
El dos de mayo encontraron el cadáver de Charlie Kempthorne flotando en el mar, frente a la caleta de Basset. Dwight fue a identificarlo.
El hombre había pasado varios días en el agua. No exhibía signos de violencia, pero el mar no se había mostrado bondadoso con él. Dwight miró fijamente un momento los restos del hombre a quien había curado de la tisis de los mineros, uno de sus pocos éxitos médicos reales.
Traidor, delator, novio de Rosina, fabricante de velas, padre y despojo humano, descompuesto y sin ojos; ahora sus labios no dibujaban esa sonrisa franca y engañosa, sólo mostraban el oscuro hueco de la corrupción. La familiaridad con la muerte no había atenuado el esencial desagrado de Dwight. Cuanto más la veía, menos la entendía. La desaparición instantánea de la personalidad, como una luz que se apaga, y que no deja nada valioso e interesante, excepto para el cirujano que puede hundir a voluntad su escalpelo. Y no estaba en su temperamento el deseo de hacer tal cosa. Toda su preocupación se concentraba en los vivos, incluso cuando los vivos mentían, engañaban y vendían a sus amigos.
Rosina Hoblyn fue a verlo. Dwight la había evitado desde la noche de la pelea con Kempthorne.
—¿Es cierto, señor —preguntó la joven— que el cuerpo que trajo el mar era de Charlie?
—Sí…
—¿Quizá… lo mataron, antes de arrojarlo al mar?
—No puedo decirlo. Es posible. Pero tal vez cayó al agua.
—Señor, Charlie no se hubiera caído. No era un hombre así.
En el fondo de su corazón Dwight sabía que la joven estaba en lo cierto. Rosina conocía a su hombre.
—O quizá se suicidó… tal vez él mismo se dio la muerte. Seguramente no se sentía muy feliz con su propia situación.
—Yo tampoco, señor.
—¿Te sientes… muy dolorida por él?
Rosina se sonrojó intensamente.
—Sí, señor. O quizá no estoy muy segura de ello. Siempre fue muy bueno conmigo… En parte eso, y en parte la vergüenza. No sé cómo decirlo… es difícil creerlo; que haya sido el mismo hombre: el que era bondadoso y el que traicionó. Y siento mucha vergüenza… como si lo hubiera hecho yo misma. Como si siempre lo hubiera sabido. Y yo no lo sabía, señor; no lo sabía. ¡Jamás supe nada!
—Claro que no, Rosina; nadie puede creer que lo supieras.
—A veces la gente me mira, como diciendo… Parece que piensan que si una anda con un hombre…
—Tienes que estar agradecida porque no te casaste con él. ¿La rodilla te molestó después de aquella noche?
—No, señor. Se lo agradezco mucho. Y pese a todo, parece extraño; si usted no hubiese venido esa noche para ayudarme…
Dwight se habría casado, y viviría en una ciudad lejana, quizá Ross estaría en la cárcel o lo habrían deportado; tanto había dependido de un hilo; la vida de tres, cuatro, cinco, innumerables personas alterada por una circunstancia casual. Y esa joven estaba en el centro de todo. La rodilla de Rosina. Ridículo. Después de la muerte de Francis, Ross había renegado de los súbitos cambios de la fortuna que reducían al absurdo los esfuerzos y los planes de los hombres. Y lo mismo habría ocurrido otra vez, pero de un modo más atroz.
Cuando Rosina se marchó Dwight sintió la necesidad urgente de hablar con alguien. Otras personas comentaban sus problemas con él, pero en su caso no tenía con quién hablar. Reprimía la manifestación de su propio humor, y así las cosas se enconaban y empeoraban.
Ahora sabía que necesitaba irse. Era indispensable si quería restablecer el sentimiento de su dignidad. Sin recibir ninguna recompensa, debía renunciar a todas las cosas de las cuales había pensado desprenderse, pero de mala gana, por conquistar a Carolina. Y eso no era todo: la cuestión no era tan sencilla como a veces quería creerlo; pero en todo caso sabía que no podía quedarse allí, con el recuerdo de sus fracasos.
Sólo con dos personas podía hablar, porque eran las únicas que conocían la verdad… o parte de la misma. Pero había que buscar la oportunidad, y romper el hielo. Decidió salir inmediatamente, sin pensarlo más, antes de que las vacilaciones y los escrúpulos de costumbre lo dominasen. Lo que importaba era aliviar su propio corazón. Después que su amigo Wright había vuelto a su casa, las prolongadas horas de soledad eran más de lo que él podía soportar.
Era un día pesado de principios de mayo, con nubes bajas. El mar estaba agitado como en invierno, y entre las líneas blancas de las rompientes se formaban estanques de un verde intenso y aceitoso. A lo lejos, el horizonte estaba cubierto por una bruma gris pálido, y Dwight esperó sensatamente un rato bajo la protección del porche. En efecto, sobrevino la lluvia, una cortina de agua agitada por el viento más intenso que la había traído. Duró unos minutos y después cesó con la misma brusquedad, y dejó todo empapado y goteando, y el sol hundió un solo sable de luz en el verde del mar.
Cuando llegó a la cima de la colina pudo ver a las dos personas que buscaba. Demelza estaba limpiando el agua que cubría los peldaños de la escalera, y trabajaba con la energía de una persona que dispone de poco tiempo; y Garrick, el hocico entre las patas delanteras, sobre el pasto húmedo, sin duda esperaba un acicate íntimo o quizá el vuelo de una chota que lo indujese a galopar por el valle. Ross salía en ese momento de uno de los galpones de la mina.
Los pasos de ambos confluirían sólo cuando estuvieran cerca de la casa, y Dwight advirtió que Ross llegaría bastante antes. No se dio prisa. Desde ese lugar elevado podía ver todo el valle. Un momento después, Demelza vio acercarse a Ross y lo saludó con la mano. Garrick, que durante todos los años que había vivido en Nampara había continuado obstinadamente siendo el perro de Demelza, de todos modos se incorporó lentamente y fue al encuentro de su amo.
En ese momento Dwight sintió un ligero temblor en el suelo, y oyó un ruido que no pudo identificar ni localizar. Podía tratarse de una explosión mar afuera, pero sin saber por qué comprendió que no era eso. Cuando pasaron varios segundos, llegó a la conclusión de que era una ilusión de sus sentidos, o quizá un golpe de viento.
Ross se había detenido para palmear los flancos de Garrick; era lo que realmente agradaba a Garrick; las palmadas en la cabeza de nada servían y sin duda despreciaba a quien intentaba ese tipo de caricias. Demelza bajó para hablar con Ross y juntos entraron en el jardín comentando algo. En ese momento, Dwight llegó al primer seto de espinos, cuyas ramas tenían a causa del viento el extremo superior doblado formando un ángulo agudo. Entre los espinos y los manzanos había un trecho de terreno; y cuando llegó al manzanar vio a un hombre que corría hacia la casa, viniendo de la mina. Entonces miró hacia la mina y advirtió que, además del humo del carbón que solía brotar de la chimenea, se había formado alrededor del galpón de las máquinas una suerte de bruma, que no parecía humo ni vapor. Mientras miraba, el balancín de la máquina comenzó a moverse más lentamente y finalmente se detuvo.
Dwight también se detuvo. Otras figuras salían de la casa de máquinas. El hombre que corría aún no había llegado adonde estaba Ross, pero Demelza ya lo había visto. Ahora desandaban camino, para salir a su encuentro. Dwight comenzó a correr hacia la mina.
En las minas de Cornwall los accidentes casuales eran cosa corriente, un hombre caía y se rompía una pierna; las explosiones eran peligrosas… pero los accidentes graves no eran frecuentes. Durante los cinco años en que Dwight había ocupado el cargo de cirujano de la mina, no había tenido que atender casos graves. Ahora, Ross regresaba corriendo con el hombre, y Demelza marchaba un poco rezagada.
Pero Dwight se les adelantó. La primera persona a quien encontró fue Peter Curnow que, el rostro gris y sucio, acababa de salir del galpón de máquinas.
—¿Qué pasa, hombre, qué ocurre?
—¡Señor, cayó el entablado, y el fondo está lleno de muertos! Jack Carter dio la alarma. Dice que hay cuatro o cinco atrapados. ¡Los demás suben ahora!
—¿Heridos?
—Sí, la mitad o más.
—Vea, ¿puede hacerme un favor? Vaya a mi casa y traiga mi maletín y los instrumentos. Dígale a Bone. El sabrá qué debe traer.
—Sí, señor. ¡Ahora mismo! —Se alejó corriendo.
La bruma alrededor del galpón de máquinas era polvo. El viento estaba disipándolo, pero abajo sin duda era muy espeso. Tres o cuatro hombres subieron a la superficie, pero rechazaron a Dwight, —nada grave, raspones o golpes leves— y muchos habían quedado abajo, algunos para atender a los heridos y otros para empezar a retirar los escombros.
Mientras hablaban, llegó Ross. Por la expresión del rostro, Dwight comprendió lo que su amigo sentía. Día tras día la gran cavidad creada por la extracción apresurada de estaño se había agrandado. No había parecido un riesgo excesivo. Se habían instalado rápidamente algunos puntales, que aparentemente bastaban. Otras minas habían aceptado y aceptaban riesgos similares. A menudo, esos sostenes se mantenían veinte años sin inconvenientes. Pero la suerte no los había favorecido, y la galería se había derrumbado. Tal vez se habían desprendido miles de toneladas de roca, enterrando en el mismo foso la veta y a los hombres.
El derrumbe había provocado la muerte de dos hombres, y además había tres heridos graves. Todo lo hecho en el fondo de la mina se había desplomado, arrastrando en la caída las escalas, los accesorios de bombeo y las plataformas; apenas podía verse algo con las luces que parpadeaban en medio de nubes de polvo. A lo sumo, una enorme pila de rocas desprendidas, en la cual excavaban frenéticamente una docena de figuras subhumanas. Hubieran podido perder cinco hombres, pero los tres que habían podido salir con vida habían oído el comienzo del derrumbe, y se habían alejado algunos metros y aplastado contra la pared de roca, para esquivar el desplome. Los heridos más graves eran Ellery y Joe Nanfan, que permanecieron enterrados cuatro horas antes de que los rescataran.
Dwight bajó un rato, pero pronto comprendió que podía hacer más en la superficie, de modo que subió con el primer herido grave a quien pudo rescatarse. El cobertizo donde los mineros se cambiaban se había convertido en una especie de hospital, y allí yacían seis hombres. En el primer momento de pánico alguien había llamado al doctor Choake, y el hombre decidió que por el momento no haría caso de la antipatía que sentía por su joven rival. Un hombre tenía el brazo roto, y Choake se lo amputó a la altura del codo, casi antes de que la nauseada Demelza pudiera volver la cabeza. Cuchillo en mano, miró alrededor en busca de la víctima siguiente, y frunció el ceño desilusionado cuando pareció que no podría acuchillar a nadie más. Cuando Dwight se acercó, Choake estaba vendando una herida en la cabeza, y los dos hombres cambiaron unas pocas y frías palabras antes de concentrarse en la tarea común.
Pasó la medianoche antes de que subieran a los dos últimos supervivientes, y Dwight poco tardó en advertir que Joe Nanfan estaba al borde de la muerte. Una viga había caído sobre él; tenía aplastada la cadera derecha, y una gran mancha oscura se le difundía por el abdomen, que había sufrido heridas internas. Transpiraba, y respiraba con un jadeo entrecortado. Dwight hizo lo que pudo, le administró láudano, y vendó el abdomen para sostenerlo.
Ellery estaba inconsciente, con una herida profunda en la sien. Se contempló la posibilidad de una trepanación para aliviar la presión del hueso sobre el cerebro, y Choake dijo que de todos modos valía la pena intentarlo, porque él necesitaba un poco de práctica; pero finalmente se decidió ver cómo evolucionaba el paciente sin ningún tipo de intervención.
Ross no subió a la superficie en toda la noche, y Demelza sabía que existía el peligro de otro derrumbe. Mientras otros se turnaban para cavar, él permaneció abajo. A las cuatro Demelza quiso descender a la galería, pero Dwight no se lo permitió. En cambio, envió a Gimlett con un mensaje que pedía a Ross que subiese. Ross replicó que volvería a la superficie cuando no hubiese más que hacer.
Comenzó a aclarar poco después de las cuatro, pero el cielo sombrío de la madrugada parecía el abrigo raído y desgarrado de un mendigo. Salió el sol en medio de otro chubasco, y un arco iris dibujó su perfil sobre el valle. Demelza pensó que era la segunda vigilia que ella pasaba en ese cobertizo de máquinas. Pero esta vez la máquina se había detenido. ¿Sería Ross la última víctima? A la fría luz de la mañana, ella se estremeció y se estiró, trató de sofocar un bostezo, consciente de su propia fatiga, y avergonzada por ello. Sentado en los peldaños, poco más arriba, Daniel Curnow se mantenía inmóvil, como si hubiera sido una pieza de la máquina que había dejado de funcionar. Seis más. La esposa y los hijos de uno de los que habían quedado enterrados; dos hermanas y un padre del otro. Esperando lo imposible, o si era lo peor, por lo menos un cadáver que pudiesen llevar.
A las cinco Jim Ellery, a quien habían envuelto en mantas entibiadas y mantenido perfectamente inmóvil comenzó a reaccionar sin necesidad de ninguna operación. Hacia las siete estaba bebiendo un poco de caldo, y a las nueve pudo regresar caminando a su casa.
A las nueve Ross subió a la superficie, después de permanecer abajo trece horas. No le quedaban energías, ni pudo hablar. No habían logrado recuperar los cuerpos de los dos mineros, y el agua subía lentamente.
Contrariamente a lo que Dwight había creído, Joe Nanfan pasó la noche, y tres días después pareció que mejoraba. Fascinado, Dwight lo comparó en su fuero íntimo con uno de esos insectos que uno aplasta bajo el pie, y que de todos modos consiguen alejarse, como si nada hubiese ocurrido.
El siete de mayo la Wheal Grace cerró oficialmente. No había mucho más que hacer. Se hubieran necesitado seis semanas de trabajo para eliminar los restos y volver a la veta. El derrumbe había destruido veinte brazas de accesorios de bombeo. Ni siquiera con doscientas libras podía reanudarse la explotación.
Ross no estaba seguro de que deseara volver a trabajar la mina. Había costado la vida de tres hombres. Desde el comienzo mismo había sido una empresa signada por la mala suerte.
El nueve de mayo recibió una carta de Elizabeth.