Capítulo 3

La veta de estaño no se interrumpió. Una semana de trabajo les permitió comprobar que en ese lugar el mineral productivo formaba una gran masa. Nadie sabía hasta dónde llegaba, pero Ross comenzó a contagiarse un poco de la excitación general. Una semana después estaban extrayendo considerable cantidad de mineral; y aún teniendo en cuenta las dificultades de la elaboración, se insinuaba la perspectiva de un beneficio.

Con el fin de reducir los gastos, se suspendieron los trabajos en las vetas de cobre, en el supuesto de que merecieran ese nombre; y por la misma razón fue necesario adoptar otras decisiones difíciles. Estaban trabajando en una veta en escalón, y ya tenían sobre ellos un espacio abierto, del cual se había extraído el mineral. Muy pronto sería peligroso continuar si no se obtenía la ayuda de un grupo de carpinteros, que instalaran puntales. La explotación, realizada de ese modo, era hasta cierto punto antieconómica, porque ninguna veta tiene calidad y proporciones constantes; y en lugar de aprovecharla de ese modo anticientífico, hubieran tenido que excavar una serie de conductos y niveles en ángulo recto, para acercarse a la veta en diferentes profundidades, y crear reservas de terreno explotado. Tal era la forma metódica, pero la falta de capital los obligaba a vivir al día.

Ningún rumor de la importante decisión adoptada en Cusgarne llegó al mundo exterior. En el curso de una visita a Truro, Ross encontró a Richard Tomkin, a quien hacía un año que no veía, y le habló del descubrimiento de las vetas de estaño. Tomkin observó que su propia experiencia en ese sentido era alentadora, y como otrora había sido gerente de Minas Unidas, conocía bien el asunto. Ya no se dedicaba a la minería, pues seis meses antes había comprado un pequeño astillero en East Looe, en sociedad con Harry Blewett: otra víctima del fracaso de la Compañía Fundidora Carnmore, y el hombre a quien Ross había prestado dinero después del desastre. Los dos hombres estaban prosperando bastante bien.

Ross se separó de Tomkin un tanto alentado por sus comentarios. Si podía mantenerse, aunque fuese con la retribución más modesta, el propio Ross sentiría que se justificaban muchas cosas; podría mantener empleados a los obreros de la mina, y todos los que estaban relacionados con la empresa alcanzarían un sentimiento de mayor dignidad personal…

El siguiente fin de semana, Verity, la hermana de Francis, visitó a Elizabeth. No había estado en Trenwith desde la muerte de su hermano; pero no se trataba de una invitación muy antigua, y más tarde o más temprano había que romper el hielo. La propia Elizabeth trató de evitar la cancelación de la cita, aunque a decir verdad la miraba con cierta aprensión… Verity trajo a su hijastro James Blamey, que había llegado inesperadamente con una licencia de pocos días. Joven, ruidoso, cálido, encariñado con su madrastra de un modo juvenil y en cierto modo tosco, James ayudó a disipar los espectros del pasado.

Todos se preocuparon mucho cuando supieron de la enfermedad de la señora Chynoweth, y ofrecieron retirarse inmediatamente, pero Elizabeth no quiso saber nada. Su madre estaba bien atendida… ahora. Se había empleado a una enfermera y dos criados nuevos, y podía abrigarse la esperanza de que en pocas semanas mejoraría bastante, y sería posible trasladarla. Verity meditó acerca de la palabra «ahora», que según parecía se insinuaba con bastante frecuencia en la conversación de Elizabeth.

James quedó atónito ante la belleza de Elizabeth —una reacción que ella provocaba con cierta frecuencia en los jóvenes—, y se divirtió recorriendo la campiña montando en un caballo que le prestaron. Acompañó a Verity en varias de sus visitas a antiguos amigos, y el domingo fue con ella a Nampara a almorzar y tomar el té. Demelza los esperaba, y ella y Verity se abrazaron, mientras Ross estrechaba la mano de James Blamey. Después, James tuvo que besar a Demelza, de modo que transcurrieron unos instantes antes de que ella recuperase el aliento para formular la pregunta que Ross había tratado de evitar.

—Pero… ¿Elizabeth no vino con ustedes?

—No. Pensaba hacerlo, pero tuvo una jaqueca intensa. Como ustedes saben su madre le preocupa mucho. Envió cariños, y pidió que la disculparan.

Entraron en la casa, y charlaron y rieron, quizá con más desenvoltura de la que habrían demostrado en presencia de Elizabeth. Mientras hablaban de la entrevista de Ross con Mark Daniel, los ojos de Verity se desviaron hacia la ventana, y lo que vio le permitió confirmar su impresión anterior: en efecto la chimenea de la mina aún humeaba. Dijo:

—Veo que todavía no cerraron la mina.

Ross explicó la situación.

—Pendemos de un hilo, y todo está contra nosotros. Pero la calidad del mineral que hemos extraído esta semana es notable… afortunadamente, porque tenemos que pagar todos los gastos con lo que extraemos, y no querría que la veta se interrumpiese y nos viéramos obligados a terminar.

—Saben una cosa —dijo James Blamey, con voz resonante—. Nunca bajé al interior de una mina, por extraño que parezca. ¿Qué profundidad tiene su sentina, capitán? ¿Para volver a la superficie trepan una escala o tienen esas nuevas cadenas sinfín?

—Ross, quizá después de la comida James desee bajar a ver —sugirió Demelza.

—Con gusto lo llevaré.

—¡Ah! Me encantaría —dijo James—, aunque sospecho que puedo marearme trepando al revés de lo que hago siempre. Cuando uno está entre las velas del palo mayor es reconfortante ver abajo la cubierta, aunque tenga el tamaño de una tarjeta de visita. ¡Presumo que en una mina tendré que subir y no bajar a la superficie si pierdo el equilibrio!

Poco antes del almuerzo llegó Dwight. Una semana antes, Demelza lo había abordado acerca del fracaso de su plan de matrimonio con Carolina, y por eso mismo ahora sentía más que nunca cierta responsabilidad por su bienestar.

De todos modos, su presencia no frustró la vivacidad del grupo, sobre todo porque Dwight se interesó mucho por la persona de James Blamey y por las condiciones sanitarias de la marina. James se rio de las preguntas del médico. Cuando uno se embarcaba, no se atrevía a enfermar. Y si en efecto caía enfermo, le aplicaban una purga o un vomitivo, según donde estuviera el dolor. Durante el último viaje su barco había sufrido treinta muertes sólo a causa del escorbuto. James había dejado el Thunderer y se había incorporado a la fragata Hunter, que formaba parte del escuadrón a las órdenes del almirante Gell. Ahora estaban en el estrecho de Plymouth, pero habían recibido la orden de zarpar la semana siguiente, con destino aún desconocido, aunque probablemente irían al Mediterráneo. A semejanza del capitán McNeil, James estaba preocupado por la posibilidad de que la guerra concluyese antes de que él hubiera tenido oportunidad de intervenir.

Después del almuerzo Dwight se marchó, y Ross llevó a James a la mina, de modo que las dos mujeres quedaron solas.

Al principio hablaron de Jeremy, y de pronto Verity cambió de tema y dijo:

—Dime, querida, ¿has visto algo extraño en Elizabeth?

—¿Extraño en qué sentido? —preguntó Demelza, súbitamente alerta—. Apenas la veo.

—Bien, es difícil definirlo. Pero me parece que se ha recuperado con bastante rapidez de su duelo, ¿verdad? Oh, sé que ya pasaron seis meses, y nadie pretendería que sufra eternamente; no se trata de eso… pero la veo distinta, un poco tensa, como si íntimamente se sintiera excitada. Mientras conversábamos, una o dos veces se contuvo, como si temiese decir demasiado.

—¿Contigo? ¿Este mismo fin de semana?

—Sí. Y creo que no es mi imaginación. La conozco bastante bien, porque hemos vivido juntas mucho tiempo. Mi impresión es que cree que sus circunstancias cambiarán.

Quizá ya cambiaron, pensó Demelza, recordando las seiscientas libras.

—Deberías preguntar a Ross —dijo.

Verity miró a Demelza.

—Querida, eso parece un poco ácido. ¿Crees que tienes motivos para hablar así?

Demelza alzó rápidamente los ojos, y sonrió.

—¿Te pareció? Pues no era mi intención. Sé que Ross amó a Elizabeth; de modo que cuando va a visitarla no sería humana si no me preguntara qué se dicen. ¿No te parece? Ross no me explica lo que hablan, y mi orgullo no me permite preguntar, de modo que nunca me entero. —Se puso de pie, y miró a Verity; después, se inclinó y la besó en la frente—. No lo habría dicho si no me hubieses preguntado; pero lo hiciste, de modo que te respondí. Verity, ¿deseas una taza de té? Es temprano, pero nuestra charla me ha dado sed.

—Con mucho gusto. Pero, te diré, y no lo hago para tranquilizarte, que si Ross…

—No —dijo Demelza—. No creo que necesites decirlo, para tranquilizarme o por la razón que fuere. Creo que tener marido es un poco como ir a la iglesia. Confías en algo, o no confías. Si no confías, de nada sirve asistir a la iglesia, ¿no te parece? Pero si crees en él, no tiene sentido reclamar pruebas a cada momento.

—Es un criterio realmente admirable…

—Oh, sí, y no siempre yo soy admirable. A decir verdad, rara vez lo soy. Pero así están las cosas, ¿no lo crees? Y esto es más importante que los sentimientos que a veces experimentas. Verity, para variar, háblame de ti misma. ¿Eres feliz, realmente feliz? Quiero mucho a James. Me gustaría que Jeremy llegara a ser como él. Es como un viento del oeste, fuerte y limpio, sin atisbo de malicia. Creo que está perdidamente enamorado de ti.

Verity vio la sonrisa de Demelza, y se apresuró a responder.

—Quiero a James como a mi propio hijo. Sí, Demelza, soy feliz, o lo sería si no temiese por la seguridad de Andrew. Hasta ahora los buques correo no tan tenido dificultades, y él dice que se desvía más hacia el oeste para evitar un posible ataque, pero debe atravesar los pasajes más estrechos entre las islas Scilly y Ushant, y ahora nunca se sabe lo que puede ocurrir. Tú conoces bien lo que una puede sentir.

Esa noche, cuando ya estaban acostados, Demelza dijo a Ross que Verity tendría un hijo.

—¿Qué? —Ross se incorporó, apoyándose en un codo—. ¡Qué sorpresa! Una gran noticia. ¿Estás segura?

—Ella misma me lo dijo. Todavía es un secreto. Andrew no lo sabe. Y ella desea reservar la noticia un tiempo. ¿No es maravilloso? Me alegro por los dos.

—Lo mismo dijo. ¿Pero cuándo lo espera?

—Alrededor de octubre.

—Este año cumplirá treinta y cinco. Supongo que todo irá bien.

—Oh, Ross, no es mucha edad, si bien creo que también ella está un poco ansiosa. A Andrew, que tiene una hija de casi veinte años, le parecerá un poco extraño; pero sé que lo complacerá, y yo le dije que se lo comunicase cuanto antes.

—Nunca observé que tú misma fueses muy generosa con tus noticias en casos así. Más aún, fue mi queja principal en ambas ocasiones.

—No hablemos de eso ahora —dijo Demelza.

Después, en la oscuridad, los pensamientos de Demelza se centraron en otro asunto, el tema que la había estado inquietando toda la tarde. ¿Por qué Elizabeth había suscitado en Verity la impresión de que sus circunstancias muy pronto cambiarían? ¿En qué sentido sus circunstancias podían cambiar ahora más de lo que ya lo habían hecho gracias a las seiscientas libras? No tenía sentido; y cuanto más repasaba las explicaciones corrientes, menos la satisfacían. Finalmente Ross, que había conseguido dormirse, despertó y dijo:

—Querida, ¿tienes hormigas en el cuerpo que necesitas moverte sin descanso? Jamás te he visto tan inquieta.

—Disculpa. Es algo que no me deja dormir. No me moveré más.

—¿Te sientes mal?

—No, no, mi salud es excelente. Sólo que no podía tranquilizarme. Ahora estaré mejor.

Era fácil decirlo. Apenas sus piernas habían adoptado una postura ya sentía el impulso de cambiar de lugar. Aunque fuera unos centímetros. O medio centímetro.

¿Quizá Ross y Elizabeth planeaban huir juntos? ¿Era ese el cambio de circunstancias que Elizabeth preveía? De este modo su situación económica no mejoraría, pero quizá ella no se refería a la circunstancia financiera. Demelza habría contemplado más seriamente el asunto si Ross no hubiese estado durmiendo, en la misma cama, su respiración más acompasada a medida que su sueño se hacía más profundo. No le parecía improbable que deseara fugarse; pero como conocía muy bien a Ross, Demelza estaba segura de que no lo haría así. Era una persona demasiado honesta para aceptar esa forma sinuosa. Si pensaba abandonarla e irse con Elizabeth, él mismo se obligaría a hablar francamente.

Muy bien, pero quizá él se lo dijese en el momento oportuno. Tal vez Elizabeth le había dicho: «Mientras sea posible, y por su propio bien no le digas una palabra». En medio de las sombras de la noche Demelza casi oía la voz de Elizabeth pronunciando esas mismas palabras. Pero tampoco eso concordaba con el carácter o las actitudes de Ross. El día anterior había estado muy animoso, más alegre que lo que ella había visto jamás desde la muerte de Julia. Sí, la causa de esa actitud era la mina, no Elizabeth. Demelza estaba dispuesta a apostar la cabeza a que era una alegría minera, y no una alegría de origen femenino.

Entonces, ¿George Warleggan tenía algo que ver con Elizabeth? De pronto, Demelza se puso rígida. Algo que sir Hugh Bodrugan le había dicho, y que ella no había revelado a Ross. Un indicio, nada más. ¿Quizá él sabía algo más?

Si en ese momento Demelza hubiese tenido la certeza de que el misterio que intentaba resolver afectaba sólo a Elizabeth y a George, habría abandonado el asunto. Pero de ningún modo estaba segura.

De modo que al día siguiente…

Demelza sabía que cuando visitaba a sir Hugh Bodrugan caminaba sobre hielo muy delgado. Ross desaprobaba profundamente que ella alentase de ningún modo las atenciones de su vecino. Además, sin duda la mayoría de las veces sir Hugh se mostraba amable y divertido, pero era cada vez más difícil mantenerlo a distancia. Decíase que estaba enredado en un asunto con una mujer llamada Margaret Vosper. En todo caso, no por eso mostraba menos interés en Demelza. Quizá una conquista demasiado fácil lo inducía a mostrarse menos paciente con las jóvenes que lo obligaban a esperar.

Para evitar ambos peligros, o por lo menos atenuarlos, esperó hasta el miércoles, porque ese día Ross pasaba la mayor parte del tiempo en la mina; y realizó la visita por la mañana. Cuando era probable que el ardor donjuanesco de sir Hugh mostrase menos intensidad.

Pero no tuvo suerte, porque sir Hugh había salido y no lo esperaban hasta la hora del almuerzo. Constance Bodrugan también estaba fuera de la casa, con sus perros, de modo que Demelza se encontró bebiendo chocolate con el único habitante de la residencia que podía recibirla y que era exactamente la persona a quien menos deseaba ver.

No había previsto que volvería a ver a Malcolm McNeil, y hasta cierto punto suponía que él mostraría cierto resentimiento; pero el oficial la recibió como a una antigua amiga. Tenía el brazo aún en cabestrillo, y había engrosado a causa de la forzosa ociosidad. Demelza cuidaba mucho su atuendo siempre que iba a la casa Werry; a ella le pareció que la mirada de McNeil se demoraba con particular deleite. No cabía duda de que la influencia perversa da la familia Bodrugan comenzaba a manifestarse.

Mientras ella trataba de pensar una excusa que le permitiera retirarse, McNeil sugirió que, puesto que hacía buen tiempo, debían pasear por el parque y tratar de hallar a sir Hugh. No debía ser difícil, porque el dueño de casa estaba tratando de capturar a sus ciervos jóvenes, y los ayudantes probablemente lo acompañaban.

Descendieron los peldaños de la escalera, y siguieron el sendero entre los prados mal cuidados. A McNeil le llamó la atención el largo paso de Demelza, un rasgo bastante desusado en una mujer.

—¿Y cómo está el capitán Poldark?

—Muy bien, gracias. Muy atareado con su mina. —Había acariciado la esperanza de recibir una invitación a visitarlos, antes de partir.

—… La última vez usted vino sin invitación.

—En el cumplimiento del deber. En cambio, ahora iría por placer.

—Entonces, venga cuando le acomode. Sé que Ross se alegrará de verlo.

—¿Y usted?

—Y yo, por supuesto… ¿Cuándo piensa partir?

—Aún pasarán varias semanas. Es decir, si continúo obedeciendo a su amigo, el médico-contrabandista.

—Es un hombre muy eficaz, y conviene hacerle caso.

—Todavía me parece difícil entender su relación con los contrabandistas.

—¿Le ha preguntado acerca de eso? —A menudo.

—Capitán McNeil, si él rehusó ofrecerle explicaciones, no creo que a mí me corresponda empezar a darlas.

Continuaron caminando en silencio, y pasaron cerca de un rebaño de unos treinta ciervos, que sin excepción alzaron la cabeza y miraron suspicaces, hasta que el peligro se alejó.

—Esa noche el capitán Poldark estaba en la casa, ¿verdad?

—¿Espera que responda a esa pregunta?

—No es necesario. Adiviné que usted esperaba verlo en ese escondrijo secreto que nosotros abrimos. Sabía que usted lo había visto esa noche.

Después de un momento, Demelza preguntó:

—¿No es sir Hugh, allí, entre los árboles?

—No, monta un caballo castaño. Me pareció probable que si apostaba un centinela que vigilase un tiempo la casa, descubriríamos dónde se ocultaba.

—¿Y lo hizo? Quiero decir, ¿apostó un centinela?

—No.

—¿Por qué no?

—Porque la considero mucho, señora.

Demelza le dirigió una rápida mirada, suponiendo que se trataba de una hipocresía convencional; pero no halló nada parecido.

McNeil continuó:

—O le diré, para ser sincero, que esa es la mitad de la verdad. Si hubiera creído que era mi deber, lo habría hecho. Pero soy soldado, no espía, y el asunto ya me enfermaba. Atrapamos a algunos hombres, y ahí terminó mi intervención. —Se atusó el bigote—. Y ahora… bien, por lo que a mi respecta, todo está olvidado. Nada tengo contra el capitán Poldark, si se exceptúa el hecho de que está casado con una esposa tan encantadora.

Demelza dijo:

—Por mi parte, ni siquiera eso le censuro… en la medida en que es cierto.

—Es cierto. —McNeil se detuvo, y ella también tuvo que interrumpir la marcha. El militar le dirigió una sonrisa—. Entonces, ¿puedo creer que no me guarda rencor por la intervención que me tocó en el asunto?

Ella lo retribuyó con su mejor sonrisa.

—Lejos de ello. No le guardo rencor por lo que hizo, y le agradezco mucho lo que no hizo.

Él se inclinó levemente.

—¿Puedo ofrecerle el brazo, señora? Me refiero al que está sano. Creo que allá lejos veo a sir Hugh, y será más propio que nos acerquemos observando todas las reglas de la cortesía.

En definitiva, Demelza consiguió la información deseada, aunque no sin algunas maniobras tácticas. Dijo que había ido a ver a sir Hugh a propósito de una nueva sembradora de la que él le había hablado la última vez. Era una mediocre excusa, pero él se mostró indulgente e interrumpió su propio trabajo para mostrarle el funcionamiento del artefacto. Felizmente, tanto a sir Hugh como a Demelza les interesaba desembarazarse de McNeil, de modo que en definitiva lo consiguieron.

Sir Hugh dijo:

—Como usted ve, la semilla cae en los depósitos, que están unidos a las tolvas, exactamente como en la vieja sembradora de Tull; pero según afirman aquí está la mejora… Querida, ¿por qué vino por la mañana, cuando interrumpe mi trabajo, si tengo libres tres tardes por semana? El miércoles no es una tarde apropiada, porque suelo estar comprometido; pero los jueves, los sábados y los lunes puedo recibirla como corresponde a una joven tan atractiva. Venga el sábado; Connie a menudo sale, y…

—Pensé que después que se pone el sol es mal momento para ver una sembradora.

—Ah, claro, sí; pero si se queda a pasar la noche, puedo mostrarle la sembradora el lunes por la mañana. Sería una excusa para no asistir a la iglesia.

—¿Y qué diría mi esposo?

—¿Qué? Bien, ¿qué diría? ¿Es un aguafiestas? Bien, venga cuando él no está en casa, y no sabrá una palabra. Tengo una idea…

—Sir Hugh, usted se proponía decirme en qué esta sembradora es mejor que las anteriores.

Sir Hugh gruñó impaciente, y explicó el punto. Después de un rato, Demelza dijo:

—¿Recuerda que la última vez que usted vino a verme mencionó a George Warleggan y Elizabeth Poldark, y dijo que George estaba dispensándole muchas atenciones? ¿Sabe si eso es cierto? ¿Por qué me lo dijo?

Sir Hugh se detuvo, con la mano sobre la de Demelza, que empuñaba el manubrio de la sembradora. Las cejas espesas del hombre se unieron como orugas peludas.

—No, rumores y nada más.

—¿Y qué decía el rumor?

—Lo que le expliqué. Ahora, mire aquí…

—Sir Hugh, ¿qué decía exactamente el rumor?

—Que él le dispensaba muchas atenciones, con propósitos definidos. Nada más y nada menos. En verdad, me sorprendió que usted no lo supiera. La murmuración es siempre un tema agradable a la hora del té, especialmente si es un poco licenciosa. Le contaré algunas cosas cuando venga, el sábado.

—¿Acerca de Elizabeth y George?

—No, de ellos nada más sé y no recuerdo bien dónde oí eso. Pero, no, hay otra cosa. El lunes fui a Truro a comprar corbatines nuevos, y mi sastre me dijo en confianza que George le había ordenado un traje para una boda. Según explicó, por el momento era un secreto. En fin, no pretendo saber qué relaciones mantiene George con su prima política. Una de dos: o lo hará legalmente, o mantendrá una relación clandestina. Por el bien de ustedes espero que sea lo primero, porque aprovechará mucho a los Poldark incorporar a George Warleggan a la familia. Ojalá Connie volviese a casarse, y se uniera con alguien así. Necesitamos dinero. Siempre la fastidio en ese sentido, y ella me paga en la misma moneda, pero yo le digo que no soy hombre para el casamiento; sin excepción, ella responde que soy hombre para la cama, y cuál es la diferencia, excepto la ceremonia y el anillo de oro; a lo cual yo respondo que sí, pero el anillo de oro es lo que no quiero, porque uno no puede echar a pastorear a la esposa como se echa a una yegua. Ahora, querida, cuando usted venga el sábado…

—Lo siento, sir Hugh, pero el sábado no podré. Como usted comprende…

—En ese caso, el sábado siguiente. Ese militar piensa acompañar a Connie…

—Lo siento mucho, sir Hugh.

Él volvió a fruncir el ceño.

—Señora, si me disculpa la confianza le diré que es una moza condenadamente difícil. Sino simpatizara también con usted, diría que es desagradable.

La mano de Demelza seguía cautiva bajo la de sir Hugh.

—Sir Hugh, me alegro de que me dispense tanta simpatía, porque a mí me ocurre lo mismo con usted, y lamentaría pensar que le desagrado. Pero usted me dijo que considera a las mujeres como yeguas que se echan a pastorear cuando a uno le place. En ese caso, ¿no puede perdonar a una mujer que desea galopar según le place, sin que nadie la sofrene, y sin un hombre que le ordene adónde o cómo debe correr? ¿No es bueno tener la excepción tanto como la regla? ¿Todas las mujeres deben decir lo que usted desea para conquistar su aprobación?

Él miró fijamente la abertura de la camisa de Demelza, sin molestarse en atender a la argumentación, y complaciéndose en la pálida y suave curva de la piel.

—Le diré una cosa, señora —dijo sir Hugh—. Dentro de pocas semanas será mi cumpleaños, y Connie y yo pensamos ofrecer una recepción y un baile. Unos pocos amigos… quizá cuarenta o cincuenta. Nos invitan aquí y allí, y le dije a Connie que sería bueno hacerlo mientras aún estamos en guerra. Sin embargo, lo prepararemos en gran estilo; no como ese individuo Trevaunance, que por mezquino ni siquiera escupe. Una orquesta, y todo eso. Ahora si me siento y escribo una invitación formal para su altanero marido, ¿cree que los dos vendrán? Eso le parecería bien, ¿verdad?

Demelza miró los ojos protuberantes del hombre, tratando de adivinar qué segundas intenciones se traía.

—Gracias, sir Hugh. Ahora usted se muestra tan amable. Mucho más de lo que yo merezco.

—Señora, no puede juzgar lo que merece. Déjelo a mi cargo, y creo que uno de estos días tendrá lo que merece.

Demelza llegó a su casa sin verse en la necesidad de explicar a Ross dónde había estado. Había descubierto lo que se había propuesto saber, pero no por eso se sentía más aliviada. Comprendió inmediatamente que no podía comunicar la noticia a Ross; ni siquiera podía aludir al asunto. No tenía la menor idea de la posible reacción de su marido, ni del modo en que él actuaría. Lo único que sabía era que no deseaba ser la persona que se lo dijera, ni estar presente cuando lo supiese.