En todos los éxitos humanos hay un factor de azar, una combinación de buena suerte con buen criterio que infunde al afortunado el sentimiento de que ha merecido el premio, y al hombre meritorio, si es modesto, la conciencia de su buena suerte.
Que George Warleggan pudiera comunicar noticias tan sorprendentes a su familia fue consecuencia, en parte, de hechos sobre los cuales él no ejercía ningún control, y en parte de ese agudo sentido de la oportunidad que ya le había brindado muchos éxitos como hombre de negocios.
Se encontraron en Cusgarne, el jueves por la tarde, y el jueves fue el último y más dificultoso de cuatro días que habían sido penosos para Elizabeth.
Primero, había afrontado la desagradable escena con George Tabb, que había sido un fiel criado de los Poldark toda su vida. Era el último servidor, y por eso mismo se había considerado con derecho a reclamar ciertos privilegios incluso antes de la muerte de Francis; y después, de un modo sutil se había convertido en un hombre cada vez menos gobernable. El lunes había sobrevenido una prueba de fuerza, y Elizabeth emergió de ella con la amarga conciencia de que había dejado ir muy lejos las cosas. Ahora, debía aceptar el desafío del hombre o despedir a los dos últimos criados, y emplear personal nuevo, que quizá no aceptaría la misma sobrecarga de trabajo.
La decisión se postergó temporal pero peligrosamente. Después llegó el señor Nathaniel Pearce, que acababa de sufrir un ataque de gota, y hubo que afrontar otros problemas, informarse de los resultados de ciertos tramites, y adoptar nuevas decisiones de las cuales sólo Elizabeth podía responsabilizarse. Los Poldark tenían derecho a un diezmo de 1 libra, 6 chelines y 8 peniques anuales por las redes de algunos pesqueros de Sawle; y en el caso de la mayoría de las embarcaciones el pago estaba muy atrasado. Durante los últimos cuatro años la pesca había sido escasa. ¿Debía apremiarse a los pescadores para que pagasen? ¿Quién tenía más necesidad ahora? Una antigua queja de Garth, el representante del señor Penvenen, acerca del estado del puente que cruzaba el arroyo detrás de la aldea de Grambler, donde se unían las dos propiedades. La reparación era responsabilidad de los Poldark, pero ahora el señor Penvenen, que acababa de regresar de Londres, ofrecía pagar una cuarta parte del costo de un puente nuevo si la señora Poldark estaba dispuesta a solventar el resto. ¿Quería hacerlo? ¿Y qué decía de los prados que se extendían al oeste de la casa? Ross le aconsejaba arar la tierra; porque ahora que había estallado la guerra era probable que el cultivo del trigo rindiese buenos dividendos. Pero ya era tarde para hacer algo ese año, y además hubiese sido necesario contratar y pagar peones. Finalmente, había una complicada disputa con algunos fontaneros que reclamaban derechos seculares, de acuerdo con los cuales podían entrar en las tierras de propiedad privada y buscar estaño.
Durmió mal esa noche, de modo que por la mañana, cuando amaneció, no estaba en condiciones apropiadas para recibir las noticias que le comunicaron. Llegó un hombre de Cusgarne a decir que la madre de Elizabeth había sufrido un ataque de apoplejía, y que la propia Elizabeth debía acudir sin demora. Elizabeth llegó a Kenwyn hacia las once, y halló a su madre con un brazo paralizado, casi incapaz de hablar. En el curso de una comida silenciosa con su padre, Elizabeth afrontó lo inexorable. No tenía elección. En Trenwith ya había una mujer obligada a guardar cama, y mal atendida por la moza aldeana que Elizabeth había podido emplear. Los Chynoweth aportarían un poco de dinero, pero también problemas y dificultades desproporcionados. Elizabeth avizoró el futuro, y vio que sus únicos compañeros serían la enfermedad, la edad y la responsabilidad.
En medio de esa situación llegó George Warleggan, y dijo que acababa de enterarse de la enfermedad de la señora Chynoweth; que había venido directamente desde el banco. Se disculpó por su ligero desaliño, se mostró solícito por la salud del señor y la señora Chynoweth, y más que solícito por el bienestar de la señora Poldark.
Elizabeth le explicó todo lo que había que explicar, y sin emoción le comunicó lo que se proponía hacer. Mientras conversaban, el señor Chynoweth salió del cuarto arrastrando los pies; era un hombre que durante treinta años había aceptado las órdenes de su esposa, y que ahora, como ella estaba enferma, parecía un buque sin timón, que derivaba hacia donde lo llevaba el viento.
Conversaron un rato. George no parecía muy dispuesto a despedirse. Contemplaba atentamente a Elizabeth. Finalmente, dijo:
—¿Sabe cuál es mi deseo?
—No.
—Querida Elizabeth, deseo que me permita adoptar todas las disposiciones necesarias, y organizar un alojamiento separado para su madre en Trenwith, de modo que esa carga no recaiga sobre usted.
—No puedo permitir tal cosa.
—¿Por qué no? Elizabeth, usted es tan frágil. Temo por usted. Uno no pretende que el lirio soporte las tormentas invernales. Necesita protección. Usted necesita protección. Y es el único modo en que puedo ofrecérsela.
Ella lo miró a través de sus pestañas, el rostro pálido y contraído pero no hostil.
—Usted es muy amable. Pero soy más fuerte de lo que parezco. Ahora… ahora mismo… y quizá durante unos años tendré que serlo. Lo lamento… No sabe cuánto lo lamento… pero así tendrá que ser. Uno debe afrontar las circunstancias de la vida.
—Pero uno no tiene por qué afrontar las circunstancias que yo propongo, ¿no? ¿Se trata de eso?
Ella le dirigió una sonrisa.
—Ya he aceptado demasiado.
—Oh —George esbozó un gesto—. Cosas sin importancia para mi ahijado y no de muy buena gana; algunas concesiones en el problema de las deudas de Francis. Pero nada para usted misma. Y ahora, nada para su madre. Quisiera actuar en beneficio de su madre…
Le experiencia había enseñado a George que ese era el camino más seguro para conquistar la simpatía de Elizabeth; y lo mismo ocurrió ahora.
—Oh, George, usted sabe que yo siempre aprecié profundamente lo que usted hizo por ella. La bondad que usted nos ha demostrado es tal que me avergonzaría negarle nada. Pero lo que ahora sugiere…
George dijo:
—Si hubiera una sola cosa que usted no rehusara lo resolvería todo.
—¿Y qué es eso? —preguntó Elizabeth, mirándolo; e instantáneamente comprendió.
—Usted misma —dijo George.
Se apartó un poco de él, con el súbito sentimiento de encontrarse al borde de un precipicio. Era un precipicio de cuya existencia sabía desde hacía mucho tiempo, pero del que no hacía mucho caso porque creía que podía mantener el equilibrio. No había peligro… excepto, quizá, si se le dejaba creer que lo había. Y ahora, de pronto, la situación había cambiado.
—Antes de que me diga nada —continuó George—, permítame agregar una palabra. Aunque nunca hablé del asunto, me atrevo a suponer que usted sabe que la he amado durante diez años. Casi desde el momento de conocerla. Durante ese período la he servido en la medida de mis fuerzas, reembolsando la mitad de las deudas pendientes con nuestro banco, desechando la posibilidad de una represalia cuando él… insistía en insultarme. Todo eso lo hice de buena gana, y habría hecho mucho más si se me hubiese ofrecido la oportunidad… como usted muy bien lo sabe. Después de la muerte de Francis la he servido según usted me lo permitió, y continuaré haciéndolo sin pensar en lo que de ese modo pueda beneficiarme.
—Sí —dijo Elizabeth—. Le estoy muy agradecida… más que agradecida.
—Pero ahora le pido que se case conmigo. Como dije, la amo. No creo que usted me ame. Pero creo que simpatiza conmigo y me respeta; y creo, más aún, estoy seguro, que con el tiempo esta simpatía se convertirá en un sentimiento más duradero, algo más parecido a un interés común. —Encorvó levemente la espalda y la miró. Elizabeth no había alejado la cara, y él podía verla. Le pareció que bajo la expresión serena y pálida había un ligero sonrojo. George suponía que, en vista de todo lo que dependía del resultado, estaba defendiendo bien su posición—. Querida amiga, no puedo aportar un nombre a este matrimonio, pero sí puedo ofrecer cierto grado de cortesía, que es tanto más escrupulosa porque se remonta a una sola generación. Y por lo que se refiere a los aspectos materiales…
—Por favor —dijo Elizabeth.
—Oh, sé que no se casaría conmigo por mi dinero o mis propiedades. Si lo hiciera, no sería la persona que yo conozco. Pero a riesgo de perderla, deseo explicarle qué puedo ofrecerle.
Elizabeth apretó los labios, un poco más tensa, como si se preparase para protestar de nuevo. La ventana a través de la cual ella miraba estaba colmada de árboles y matorrales frondosos, movidos por el viento.
George dijo:
—Mi padre prometió que cuando me case él y mi madre saldrán de Cardew. Es decir, que podré vivir con mi esposa en una casa que es cuatro veces más espaciosa que Trenwith, donde todo es casi nuevo, y hay veinte criados y un parque de doscientas cincuenta hectáreas. Usted la ha visto. La conoce. Si se casa conmigo, podemos reparar y amueblar nuevamente Trenwith, que será un segundo hogar donde sus padres podrán vivir con un número adecuado de servidores, y donde podríamos visitarlos con la frecuencia que usted deseara. Ya tengo mi propio carruaje; usted podría disponer de uno, si lo desea, o de dos, o de seis… como le plazca. Podría llevarla a Londres y Bath, y presentarla en sociedad. La sociedad local ya me está pareciendo un tanto provinciana. He asumido la responsabilidad de educar a Geoffrey Charles. Pero si fuera mi hijo ocuparía un lugar diferente. Soy heredero de todos los intereses de los Warleggan. Y él ocuparía la misma posición. Elizabeth, usted y yo todavía somos jóvenes. Si nos lo proponemos, para nosotros muy pocas cosas serían imposibles. Durante diez años usted ha vivido en una jaula. Permítame abrir la puerta.
«Y el demonio lo llevó a una altísima montaña, y le mostró todos los reinos del mundo y su gloria; y le dijo: Todo esto te daré…». Había sido uno de los sermones del domingo anterior en la iglesia de Sawle, donde Elizabeth ocupaba con Geoffrey Charles el escaño de la familia.
Elizabeth tomó su bolso de la mesa, y rebuscó en su interior sin saber bien qué deseaba. Ella no había hablado, y ahora George esperaba. La luz del cuarto ya era escasa, a su modo tan pobre como los muebles gastados; pero un reflejo del espejo colgado sobre el sofá ilumino el rostro de rasgos gruesos, firme y controlado. Elizabeth sabía que con cada instante de espera se acentuaba en George la presunción de una respuesta favorable. Asombrada, comprendió que a ella misma ya no le parecía imposible una respuesta favorable. Era como si la vida estuviera hipnotizándola para llevarla a aceptar una situación que otrora, de hecho no hacía mucho, le habría parecido imposible. En ella aún había objetividad crítica suficiente para advertir las torpezas ocasionales de la propuesta de George. Sin embargo, la razón le decía que ni una sola de las afirmaciones que él había formulado era exagerada o falsa. Podía ofrecerle todo eso. Él, George Warleggan, ahora en una relación muy estrecha con Elizabeth, un amigo tan antiguo que la desenvuelta familiaridad llevaba a subestimar sus realizaciones y su encanto; pero en realidad un hombre formidable, adinerado, para bien o para mal poderoso en el condado, aún joven, bastante apuesto, un hombre que ya era un personaje, uno de los pocos que contaban y que contarían aún más con el correr del tiempo; que le ofrecía todo eso como precio del matrimonio: la satisfacción de todas las necesidades del hijo de Elizabeth, la solución de todos los problemas que ella afrontaba. Todos excepto uno, un problema nuevo, el problema del propio George.
—Elizabeth —dijo George—. Puedo suponer que…
Ella lo interrumpió con un gesto instantáneo, que de pronto cobró un color y un brillo particulares.
—No, por favor, no quiero que crea…
Y en el acto mismo de rechazarlo se detuvo. En las habitaciones del primer piso estaban su madre, agobiada y dolorida, y su padre, indeciso, quejándose interminablemente. Ella misma había recorrido bajo la lluvia la distancia que separaba las dos casas, y esa noche o al día siguiente debía cabalgar de regreso a Trenwith, que la recibiría con sus habitaciones oscuras y frías, y con todos sus problemas no resueltos. Y la esperaban años de soledad, atendiendo a dos mujeres ancianas y enfermas. En cambio, aquí se le ofrecía la luz, el calor, la compañía y la atención.
—Oh, George… —dijo, y se llevó las manos al rostro sonrojado—. No sé qué decirle.
Al instante él estuvo al lado de Elizabeth, y con un brazo le rodeó afectuosamente los hombros, consciente de un triunfo sorprendente que no se había atrevido a esperar, pero advertido también de que todo sostenía un precario equilibrio.
—Querida, ahora no diga más —la exhortó—. Nada más, por favor.
—Me siento tan deprimida. Por favor, no me exija ahora una respuesta.
—No le exijo nada. Sólo quiero que me autorice a dar.
—Pero si usted da…
—No diga nada más, Elizabeth.
—Pero es necesario. Es la… soledad. Lo que yo no había imaginado… la ausencia de una persona, de un amigo. Pero fingir ahora, o permitirle que crea…
—Por el momento nada creo. Pero abrigo la esperanza. Elizabeth, la soledad no sólo a usted la afecta. Un hombre también puede sentirla, sobre todo cuando ha amado a alguien tanto tiempo y tan sin esperanzas como yo la he amado a usted.
Así permanecieron un momento. Y mientras ella mantenía baja la cabeza, como derrotada, él sostenía alta la suya, como saboreando la victoria, y contemplaba el jardín silvestre y descuidado, y la lluvia, y observaba el agua que formaba hilos grises sobre el vidrio de la ventana.
Aunque no había sido esa su intención, de pronto comprendió que la perspectiva que se abría ante él era extraordinariamente buena, primero, porque le permitía llegar a esta mujer, a la que había amado y deseado tanto tiempo; y segundo, porque al mismo tiempo asestaba el golpe más duro a su peor enemigo. Pensó que no muchos hombres podían conseguir tanto de una sola vez.