Capítulo 1

La intervención de Dwight no había alcanzado todos los objetivos que se había propuesto, pero por lo menos había logrado salvar el cargamento del señor Trencrom. El One and All regresó a las islas Scilly y allí permaneció dos semanas; después, desembarcó la mercadería en tres lotes separados, en diferentes puntos de la costa. También salvó a Ross, porque el señor Trencrom cuidaba de sus amigos. Nada podía hacer para ayudar a los detenidos, pero los que habían tenido más suerte merecieron su apoyo eficaz. Ross fue informado de que cuando el caso del Sábado Negro se ventilara en las sesiones trimestrales de fines de mes, comparecerían un agricultor y su hijo, ambos residentes de Gwithian, que jurarían que el capitán Poldark había pasado la noche del dos de febrero en la propiedad de ambos.

Una semana o cosa así después de la batalla un médico llamado Wright vino a reunirse con el doctor Enys, y a compartir las tareas de atención de su clientela. Pocos días después, el doctor Enys partió para Londres.

Más tarde, Dwight lamentó haberse precipitado tanto, y no haber esperado el fin de las sesiones judiciales; pero en ese momento creía que no podía demorarse más. Había persuadido a Thomas, y obtenido así la dirección de Carolina en Londres. Dos veces escribió a la joven, y en cada carta, ante la posibilidad de que se perdiese una de las misivas, había incluido un relato completo de sus aventuras aquella noche, y de las razones que lo habían inducido a proceder así. Como sabía que Carolina era una joven esencialmente razonable, presumía que la carta de despedida, redactada en un momento de irritación y apremio comprensibles, se vería seguida más tarde o más temprano por una retractación, de modo que ambos podrían trazar nuevos planes. Había esperado día tras día, y cada noche se había dicho: «Esperaré hasta mañana». Al fin, había decidido dejar todo y viajar a Londres.

Pero en las circunstancias dadas, con un viaje de ida de cinco días y otros tantos para regresar, y obligado a volver a causa de las sesiones del tribunal, le quedaba un solo día en Londres para disculparse y obtener una reconciliación.

Habría bastado si Carolina se hubiese mostrado por lo menos medianamente dispuesta. Se alojaban en casa de Sara, la hermana del señor Penvenen, y Dwight acudió allí dos veces, y otras tantas se le rehusó la entrada. De modo que esa misma tarde, pensando en la probabilidad de que el tío de Carolina hubiese ordenado prohibirle la entrada, llamó por tercera vez; sabía que la joven estaba, y dio una propina a un lacayo para lograr que le entregase una nota a la joven. Esperó impaciente hasta que el criado regresó con una respuesta que decía:

Querido Dwight:

Sí, recibí tus cartas. Me alegro de que tu decisión haya sido útil a Ross Poldark y los restantes contrabandistas. Pero la elección —tú elección— la adoptaste antes de que supieses que ese hombre era un delator. De modo que no puede afectar la mía. ¿Lo comprendes? Lo siento mucho, muchísimo. Pero es mejor para ambos que las cosas queden así.

Carolina Penvenen.

Por la mañana siguiente, bien temprano, hizo un último esfuerzo para verla, pero fue inútil; y así, decidió regresar a Cornwall.

Mientras se celebraron las sesiones trimestrales del tribunal, la región costera de Sawle y Santa Ana tuvo que atender cosas más urgentes y apremiantes que la guerra con Francia. Según se afirmaba, se había elegido al tribunal de modo que fuese garantía la imparcialidad; pero muchos entendían que lo habían elegido por su parcialidad en beneficio de la letra de la ley. Lo presidió el reverendo doctor Halse, a quien siempre se había conocido por la severidad de sus fallos, y no transcurrió mucho tiempo antes de que los contrabandistas apresados fuesen juzgados y condenados sumariamente. Cuatro recibieron penas de doce meses de cárcel, y dos, Ned Bottrell y un hombre de Santa Ana, fueron sentenciados a diez años de deportación. Eran sentencias bestiales en Cornwall, donde los contrabandistas casi siempre recibían penas leves, y cuando Dwight Enys compareció los ánimos estaban caldeados.

El caso del doctor Enys era bastante particular. No se había aclarado bien hasta dónde estaba complicado, y los testigos convocados no contribuyeron a dilucidar el asunto. El propio Dwight rehusó explicar sus movimientos, y la exasperación del doctor Halse fue bastante evidente. Nadie, y menos un hombre educado, podía aparecer de pronto al borde del acantilado, encendiendo una fogata, sin que se extrajeran conclusiones muy claras. El doctor Halse dijo eso y mucho más en el curso de una extensa homilía que siguió a las consultas que mantuvo con los diez miembros restantes del tribunal. Según afirmó, era una verdadera vergüenza que un médico muy conocido en el vecindario se hubiese complicado en ese tráfico censurable. Todos los hombres dignos asumían la grave responsabilidad de contribuir a corregir la conducta ilegal de sus vecinos menos esclarecidos; no debían alentarla ni participar en esas actividades, y puesto que no había otras explicaciones, cabía suponer que el doctor Enys había terminado por complicarse en el contrabando. El tribunal llegó a la conclusión de que el doctor Enys debía pagar una multa de cincuenta libras, o purgar una pena de tres meses de cárcel.

Dwight aceptó inconmovible la censura y la multa; y una vez concluida la audiencia, rechazó las muestras de simpatía o los ofrecimientos de ayuda de los que habían concurrido a oír el caso. Aunque normalmente era un hombre bondadoso y tolerante, durante todo ese mes había mostrado una brusquedad inesperada, y había exhibido una actitud hostil frente a los amigos y los simpatizantes. Su popularidad en Sawle y la región contigua había alcanzado mayor altura que nunca, por supuesto, excepto en la casa de Vercoe, y muchos se preguntaban por qué el joven rehusaba las muestras de amistad. Se mostraba impaciente ante los gestos de cordialidad, y a todos los consejos y las condolencias oponía un rostro inexpresivo.

Pareció que quería evitar incluso a Ross y a Demelza; y cuando él y Ross cabalgaron de regreso, después de abandonar el edificio del tribunal, fue casi la primera vez, durante ese período, que mantuvieron una conversación privada.

Durante un rato comentaron los fallos del tribunal. Ross creía que ni Bottrell ni el hombre de Santa Ana cumplirían sus sentencias. La Marina ya estaba reclamando hombres, y como los dos prisioneros tenían experiencia en el mar, probablemente se les daría a elegir.

—No digo que una situación sea mucho mejor que la otra; pero es una cuestión de dignidad. Por lo menos, creo que Bottrell preferirá enrolarse en la Marina —observó Ross.

—Ross, me alegro de que no lo acusaran. Pensé que quizá tratarían de culparlo, en vista de que el desembarco se hizo en su propiedad, y de lo mucho que se esforzaron para condenarlo la vez anterior.

—Lo habrían intentado, de no haber sido por Trencrom. Me facilitó testigos que demostraron que esa noche yo estaba muy lejos.

—Cuando salía del tribunal se me acercó un hombre, dijo que venía de parte del señor Trencrom, y que él insistía en pagar mi multa.

—¿Qué le contestó?

—Por supuesto, me negué. No hice todo eso por el bien de Trencrom.

—No, lo hizo por mí. ¿Le he dicho lo que siento al respecto?

—No se moleste. Cualquiera hubiese hecho lo mismo.

—Cualquiera no lo hubiese hecho. He contraído con usted una deuda permanente.

—Oh, tonterías. Se quedaron en silencio algunos minutos. Era un día ventoso, pero no frío. Las gaviotas marinas describían y chillaban a gran altura, y un rayo de sol se reflejó súbitamente en sus alas. Ross era la última persona dispuesta a formular preguntas que no eran bien recibidas; pero era evidente que algo inquietaba profundamente al joven médico.

—El otro día conocí a su amigo Wright. Supongo que ahora que todo esto ha terminado, aún piensa alejarse de la región.

—No tengo planes definidos.

—Entonces… ¿su matrimonio con Carolina?

—Asunto terminado. Fue una locura de adolescente. Felizmente, lo descubrimos a tiempo.

Ross miró fijamente a su amigo.

—¿Cómo consecuencia de este incidente del contrabando?

—No, claro que no.

—Demelza insiste en que así debe ser. Según me dijo, usted le informó que emprendía viaje en la noche del sábado. ¿De qué modo su arresto afectó el plan?

—Según ahora veo las cosas, en nada me perjudicó. Ross, jamás debimos pensar en eso. Somos… incompatibles, y ocurrió sencillamente que nos dejamos dominar por una pasión absurda. No habría durado, y habría sido fuente de sufrimiento para ambos.

—¿No es esa precisamente la situación actual?

—No… una infelicidad pasajera, por la cual después estaremos agradecidos. Si usted puede comprenderlo así, yo seré su deudor, y no usted el mío.

Dwight habló con bastante firmeza, pero Ross advirtió que esa actitud le costaba mucho esfuerzo. Le hubiera agradado decir algo que contribuyese a aliviar los sentimientos de su amigo; pero en el fondo tenía la misma opinión que Dwight. Esa relación estaba condenada desde el primer momento. Era mucho mejor afrontar ahora una amarga decepción, que no la perspectiva de la humillación y el sufrimiento de un mal matrimonio toda la vida.

Después de un rato Ross, que se había devanado los sesos buscando un tema distinto, atinó a decir:

—McNeil, el oficial de dragones, está bastante mal a causa de su herida. ¿Es cierto que se encuentra en casa de los Bodrugan?

—Sí. Lo conocieron durante su primera visita, y ahora lo invitaron. Continúo atendiéndolo.

—¿Usted? En verdad, me sorprende.

Dwight sonrió apenas.

—Lo sé. Sirvo a los dos bandos. En fin, le extraje la bala y le vendé la herida en su casa, la noche del sábado, y según parece está agradecido porque no lo sangré. Sea como fuere, pidió que volviese a verlo, y así lo hice.

—Sin duda habrán conversado bastante acerca de la moral del contrabando.

—No comentamos esa cuestión. Pero no creo que me guarde rencor… reserva su mala voluntad para el hombre que lo hirió. Aún no está en condiciones de viajar, y no hubiera debido comparecer hoy ante el tribunal; lamenta amargamente la imposibilidad de unirse a su regimiento y combatir contra los franceses.

—Creo que si se muestra paciente las oportunidades de gloria no desaparecerán del todo en los primeros meses.

—No, quizá no. Es difícil prever la duración de la guerra.

—Bien, cuando una nación que tiene menos de cincuenta mil hombres, la mayoría en países extranjeros, se dispone a luchar con un ejército de medio millón, concentrados en su patria y con líneas de comunicación cortas…

—Tenemos aliados.

—¿Prusia y Austria? No hicieron buen papel el año pasado, cuando tenían mejores oportunidades. ¿Holanda? Creo que los holandeses necesitarán alguna de nuestras cañoneras y un regimiento inglés de infantería que les infunda voluntad de lucha.

Dwight dijo:

—Estas últimas semanas he llegado a la conclusión de que me gustaría hacer algo. Es difícil saber qué, pero ahora la idea me atrae… y creo que me ayudaría a aliviar el… el sentimiento de futilidad.

—Bien, no se apresure. Piénselo con cuidado, porque una vez que uno entra, es difícil volver a salir.

Poco antes de separarse Dwight dijo:

—Y su visita a… a Mark Daniel ¿de nada sirvió?

—Sí, sirvió de algo, porque me demostró que fui un tonto excesivamente entusiasta.

—¿Nada de lo que él dijo fue útil?

—En absoluto.

—¿Cuánto tiempo podrá continuar?

—Hasta que se termine el carbón.

Dwight guardó silencio, hasta que tiró de las riendas para desviar el caballo.

—Ross, ¿cómo estaba Daniel?

—Como usted puede suponer, el episodio dejó su huella.

—Sí… lo imagino.

Ross cabalgó valle abajo. De los hechos del Sábado Negro se desprendía otra consecuencia importante para él. Ahora, la caleta de Nampara ya no era útil para el señor Trencrom. Los aduaneros no podían vigilarla todas las noches, pero la notoriedad de la incursión y los incidentes que la habían acompañado determinaban que por mucho tiempo no pudiera usarse ese lugar. Ahora no se trataba de aclarar si los Poldark estaban dispuestos a afrontar el riesgo, porque el señor Trencrom era precisamente quien lo rehusaría. Lo cual representaba una gran diferencia desde el punto de vista de los ingresos de Ross; precisamente la diferencia fundamental con la cual no había contado. Había apostado otra vez, y de nuevo había fracasado…

Había pedido a Demelza que no asistiese a las sesiones trimestrales, y como él mismo no corría ningún riesgo, ella había aceptado. Ahora, tuvo que narrarle todos los detalles, y por lo tanto cenaron tarde. Después, conversaron sobre la mina. Los accionistas de la Wheal Radiant estaban interesados en las máquinas de bombeo; y un día antes del comienzo de las sesiones Ross se había entrevistado con un representante de otra mina, con el fin de convenir la venta de algunos excedentes.

De pronto, Demelza dijo:

—Ross, nunca mencioné el hecho; pero un día, a principios de año, fui a Santa Ana para comprar algunas cosas, recordarás que esa vez pedí que me prestases a Morena; y mientras estaba allí vi al señor Renfrew, el abastecedor…

Ross había recogido el Mercurio de Sherborne para hojearlo; y ahora, con el propósito de darse tiempo para pensar, lo plegó con cuidado y lo depositó en el estante, al lado de la ventana, donde se apilaban los números viejos.

—El señor Renfrew me dijo que era una lástima que hubieses vendido tus últimas acciones de la Wheal Leisure. Nunca pensé preguntarte, porque… bien, si no querías decírmelo, yo debía aceptarlo. O tal vez no deseabas preocuparme. O bien el señor Renfrew se equivocó y hablaba de las primeras acciones que tú vendiste.

Ross regresó al fuego, y permaneció de pie al lado del hogar.

—No, es verdad. Vendí las acciones a principios de enero. Obtuve 675 libras, lo cual significa una excelente ganancia por mi inversión. Por supuesto, no disponemos del dinero…

—¿Hubo que invertirlo todo en la Wheal Grace?

Como ella facilitaba la mentira, para él era más difícil que nunca falsear los hechos.

—No. Solamente 75 libras. Usé el resto para saldar una deuda de honor…

Después de un momento de silencio Demelza dijo:

—Ah, bien, supuse que sabía a qué atenerse, puesto que también es accionista de la mina. Ross, ¿crees que la cerveza que preparamos hace un tiempo ya puede beberse? La anterior se terminó, y sé que a John le gusta beber un poco en la cena.

—Dile que la pruebe. Así sabremos a qué atenemos. Demelza, hace mucho que deseo explicarte este asunto, pero nunca supe muy bien cómo hacerlo. En realidad, esperaba una oportunidad apropiada, esperaba el momento en que ya no importase lo que había hecho con el dinero. En cambio, tengo que hablar de eso cuando el dinero importa más que nunca.

Ella lo miró con aire reflexivo.

—Es tu dinero, Ross. Debes administrarlo como te plazca.

—No del todo. Tengo diferentes obligaciones. Pero en este caso una me pareció más importante que las restantes.

Algo en el rostro de Ross sugirió a Demelza lo que él quería decir. Dejó el objeto que estaba cosiendo.

Ross le explicó lo que había hecho.

—A veces —concluyó—, uno siente una obligación dentro de sí mismo. Que lo sea realmente o no, parece un asunto de conciencia, y al fin lo es en efecto. Yo había convencido a Francis de que invirtiese su dinero en la mina. Ahora, está muerto, y Elizabeth y Geoffrey Charles no tienen un centavo y están solos. Aunque yo no sea una protección muy importante para ti y Jeremy, vivo y trabajo… hago todo lo que puedo; ofrezco cierta protección… Elizabeth no tiene nada parecido. Con ese dinero pueden arreglarse bastante bien, y afrontar los momentos más difíciles.

—Sí. Comprendo.

—Naturalmente, antes de Navidad yo no estaba en condiciones de ayudar a nadie. Pero mi desconocido amigo me concedió cierto respiro y así concebí la idea de imitarlo. Era temerario, pero en beneficio de mi tranquilidad de conciencia necesitaba liberarme de la carga de esa obligación. Por supuesto, en ese momento confiaba en que Trencrom continuaría pagándonos durante algunos años.

Demelza no habló. Rompió el hilo, y permaneció mirándolo fijamente, con los ojos entrecerrados.

—Gracias al dinero de Trencrom las cosas estaban bastante bien —continuó Ross—, y podíamos afrontar los intereses y el capital. Ahora estamos otra vez en dificultades… o mejor dicho, a su debido tiempo tendremos problemas. Felizmente, aún disponemos de nueve meses. Pero me arrepiento de mi generosidad, y lamentablemente tú estás en la misma situación.

Demelza comenzó a enhebrar otra vez la aguja.

—¿Me lo censuras? —preguntó Ross.

—Claro que no. No por mí misma. No estoy tan segura si se traía de Jeremy. Pero lo hecho, hecho está, y de nada servirá arrepentirse. —Vaciló, y se apartó de la frente los cabellos oscuros, como si hubieran sido un pensamiento ingrato—. ¿Crees que Elizabeth está tan necesitada?

—Creo que lo estaba. ¿Por qué?

—Bien, oí decir que George Warleggan se muestra muy amable con ella.

—No dudo de que así lo haría si ella se lo permitiese. Pero Elizabeth no le aceptará nada. ¿Quién te lo dijo?

—Sir Hugh Bodrugan.

—¿Volvió a visitarnos?

—Sí, vino una tarde de la semana pasada. Según dijo, pasaba cerca.

—No me hablaste de eso.

—Lo olvidé. Quería invitarnos a la reunión que se celebraba en su casa la semana pasada. Le dije que teníamos otro compromiso, porque sabía que tú no querrías aceptar.

Ross se inclinó para encender su pipa, pero la boquilla no tiraba, de modo que volcó el tabaco y comenzó a llenarla otra vez. Sin duda, era ahora la última persona que podía quejarse de la atracción que su esposa ejercía sobre otro, o de que ella no le hubiese informado oportunamente de la visita. Pero quizá la irritación que sentía se originaba, no en la visita de Sir Hugh, sino en lo que él había dicho.

—Uno de los propósitos de George Warleggan, mucho antes de que Francis muriera, fue meter una cuña entre ellos y yo; y el modo más sencillo de intentarlo era demostrarles amistad. Una vez lo logró, y la consecuencia fue que Francis y yo sufrimos… Si ahora trata de ayudar a Elizabeth, le único que hace es aplicar la misma táctica. Y aunque no fue el propósito que me movió a entregarle esta suma, de todos modos mi actitud fortalece la posición de Elizabeth frente a George.

—Sí —dijo Demelza, y continuó cosiendo.

El doce de marzo, que era martes, el capataz Henshawe fue a ver a Ross en la biblioteca, donde el dueño de casa estaba trabajando. En su rostro había una expresión peculiar, y traía un saquito que depositó sobre el piso, al mismo tiempo que se quitaba el sombrero y se enjugaba la frente.

—¿Tiene calor? —preguntó Ross—. Aquí pronto se enfriará. Bajo la puerta sopla un viento que sin duda se extravió por estos parajes en enero. ¿Qué es eso, el resto de nuestro carbón?

Henshawe dijo:

—El joven Ellery acaba de subir de la galería, y trajo esto. Me pareció que le gustaría verlo.

Vació el saco sobre el piso. Había una docena de fragmentos de roca de cuarzo, no muy distintas de otras mil que habían sido extraídas y pulverizadas los últimos doce meses. Los ojos de Henshawe exploraron con curiosidad el rostro de Ross, y la mirada de este encontró la del capataz.

—Recójalos —dijo Henshawe.

Ross así lo hizo, sopesó uno o dos trozos en la mano, los depositó sobre el escritorio, y probó con dos o tres más.

—¿Qué es? ¿Plomo?

—Estaño.

—¿En qué proporción?

—Buena. Como usted puede ver, hay un hilo delgado de cobre, y algunos minerales de sílice. Vienen de la galería principal que estuvimos excavando, bajo el nivel de sesenta brazas. Esquisto arcilloso azul claro. Aparecieron hoy.

—¿Usted bajó?

—Sí. Como usted sabe, estuvieron perforando el granito y el esquisto arcilloso negro y duro; pero ayer lo dejaron atrás, y tal como habíamos decidido siguieron la línea este de la vieja veta de cobre. Durante veinte brazas estuvo mezclada con estaño, pero nunca en mucha cantidad, y cada vez menos cobre. Como usted sabe, apenas podría hablarse de veta. Es la primera vez que hay indicios tan interesantes.

—¿Puede calcularse el tamaño?

—El mineral es más o menos abundante, como usted puede ver por el peso. La veta es más estrecha que antes, y en general tiene forma de panal, pero ese depósito tiene un diámetro de unos dos metros, y todavía no sabemos la profundidad.

Ross se recostó en el respaldo de la silla y miró fijamente el escritorio.

—Estaba cerrando los libros de la mina. El sábado terminamos. Los infieles de la Wheal Radiant se están acercando al precio que pido por las máquinas. Los mantuve esperando un par de días por táctica comercial, pero mañana les enviaré un mensaje aceptando.

—¿Y esto?

Ross movió con el pie un pedazo de roca.

—Puesto que hemos pasado dieciocho meses e invertido nuestro dinero buscando cobre, mal puede pretender que me entusiasme cuando descubrimos un pequeño depósito de estaño.

—Según la apariencia de la cosa, yo diría que vale la pena pensarlo un poco.

—¿Quiere que baje a la galería?

—Sí. Desearía que lo haga.

—¿Quiénes encontraron esto?

—Ellery y Green.

—¿Y creen que descubrieron El Dorado?

—Como puede imaginarse, están excitados. Después de tantos esfuerzos inútiles…

—Les parece mucho más importante de lo que es realmente, ¿verdad?

Henshawe dijo prudentemente:

—Antes de continuar hablando, desearía que usted lo vea.

Ross se puso de pie y cerró los libros. Los dos hombres salieron y comenzaron a atravesar el valle. Soplaban nubes grises y bajas que a veces ocultaban el sol, y el hilo de humo que brotaba de la chimenea de la mina se fundía y alejaba con las nubes. Más hacia el oeste, algunas grietas del dosel móvil de nubes mostraban un cielo lejano, azul, verde pálido e índigo brumoso. Era un día tranquilo, y habría sido benigno, pero una brisa del norte lo había infectado, y soplaba un viento helado. Los árboles del valle parecían tan sombríos como en mitad del invierno.

Caminaron sin hablar. Cuando se aproximaron a la mina, Ross alzó los ojos hacia el movimiento lento y medido del balancín. Trevithick había dicho que la máquina duraría cincuenta años, y sin duda acertaba… si se le ofrecía la oportunidad de durar. Ross adivinaba que, a su modo discreto, Henshawe estaba muy interesado en ese descubrimiento; pero había sufrido decepciones tan amargas que en un gesto de autodefensa no quería reconocer que se trataba de una situación nueva y a menos que en efecto hubiesen dado con un lecho de estaño que exigiese el mínimo absoluto de desembolso, y aportara una rápida retribución por el producto, no había la menor posibilidad de mantener operando la mina. En todo caso, el estaño era esencialmente menos rentable que el cobre, porque costaba mucho más llevar el mineral a la superficie. En la región habían existido anteriormente minas de estaño, Grambler había comenzado así en el siglo XVII, y aún se explotaban unos pocos yacimientos aluviales, actividades que daban de vivir a dos o tres hombres; pero Ross nunca había creído seriamente en la posibilidad de hallar o extraer grandes cantidades de mineral. Además, la industria del estaño afrontaba una situación difícil: nadie estaría dispuesto a financiar una mina de cobre agotada sobre la base de unas pocas muestras de roca.

Bajaron a la galería, y Ross inspeccionó el descubrimiento. El trabajo se había interrumpido en otros sectores de la mina, sólo la máquina principal continuaba succionando pacientemente el agua del sumidero, y los hombres en cierto modo se turnaban para picar la roca, sopesando los fragmentos con sus manos curtidas por el trabajo, inclinándose sobre las muestras y conversando, asintiendo y comparando experiencias anteriores. Casi todos los hombres estaban desnudos hasta la cintura, porque el calor se había acentuado mucho en las últimas veinte brazas. Ross tomó un pico y trabajó algunos minutos, mientras Ellery permanecía de pie al lado, señalando el ancho y la inclinación de la veta.

Ross no dijo mucho; todos los obreros conocían la situación de la mina, pero sin duda todos esperaban que el descubrimiento modificara la situación. Ross no los desilusionó, porque de eso se encargaría la experiencia, y con bastante rapidez.

De regreso a la superficie dijo a Henshawe:

—Estoy de acuerdo. Parece impresionante.

—Usted siempre dijo que había que trabajar a mayor profundidad.

—Sí, pero no buscando estaño, no para extraer estaño. De todos modos, quizá no es más que un bolsón.

Cuando llegaron a la superficie, bajo un cielo que por contraste parecía luminoso, Ross agregó:

—Me alegro de que Ellery haya descubierto esto. Él y su compañero son buenos mineros. Podemos trabajar y estampar lo poco que consigan extraer, y así mejorarán los últimos salarios.

—No verán con buenos ojos que se los prive de la oportunidad de trabajar unas semanas más. Lo habrían aceptado más fácilmente si no hubiesen descubierto esta veta. Necesitamos un poco de tiempo pura comprobar qué significa.

—De acuerdo, pero ¿cómo lo lograremos? ¿Quién pagará? Hablando con franqueza, no dispongo ni de veinte libras.

Henshawe dijo:

—Nunca tuve mucha fe en su idea de profundizar las vetas. Contradice mi experiencia en esa región… Pero me parece que esto tiene buen aspecto. Y es extraño; uno espera encontrar cobre bajo el estaño… pero no estaño bajo el cobre.

—Bien, aún faltan cuatro días. ¡Será mejor que trabajen fuerte hasta el sábado!.

Ross no habló a Demelza del descubrimiento. Era inútil alimentar falsas esperanzas. Pero el rumor tenía alas, y poco después ella se enteró, y quiso saber a qué atenerse.

—No significa nada —dijo Ross—. A lo sumo, una suerte de premio de consolación. Hace unos meses habríamos podido explotar la veta como un complemento; nadie se opone a aprovechar otros minerales, y el producto de la venta nos habría permitido durar un poco más. Pero eso es todo. La clausura de la mina será un golpe para muchas familias, y por supuesto me parece lógico que esperen lo imposible.

—Yo también lo esperaba —dijo Demelza; y después, nada más se habló del asunto.

Es decir, hasta el jueves por la tarde, en que recibieron la visita del capitán Henshawe. Los dos esposos estaban en el hogar, de modo que la conversación se realizó en presencia de Demelza.

—He vuelto a descender a la galería, señor. Desde el martes han abierto un poco mejor la veta. Cada vez más creo que es una veta valiosa, y no sólo un bolsón de mineral. Como usted sabe, el material extraído es inmejorable. En la situación actual, es totalmente ilógico permitir que la galería se inunde.

Ross frunció el ceño, incómodo.

—En cualquier situación es ilógico permitir que se inunde. Pero será necesario que alguien provea el carbón que mantenga en funcionamiento la bomba…

—Eso mismo estuve pensando —dijo Henshawe, con aire de disculpa.

—¿Qué quiere decir?

—Estuve pensando que si muestro más entusiasmo que usted, también estoy en mejores condiciones de respaldar mi opinión. La Leisure me rinde buenos dividendos, y tengo ahorros. No es mucho, pero lograríamos mantenernos un mes o más. Si es necesario, podría invertir unas cien libras. Me parece justo, y estoy dispuesto a hacerlo.

Ross lo miró fijamente.

—¿Lo haría?

—Sí, estoy dispuesto.

Ross conocía a Henshawe desde hacía doce años, del tiempo en que lo habían designado capataz de Grambler. Era un hombre honesto y sagaz. El propio Henshawe decía a veces que su educación había costado a su padre un penique semanal durante ocho meses. Había alcanzado antes de que comenzara la crisis en la industria minera, la posición de gerente asesor de cinco minas, gracias a su propia capacidad y su inteligencia. Su amistad con Ross se había consolidado a partir de la iniciación de los trabajos en la Wheal Grace. Pero Ross no temía que Henshawe formulase su oferta por amistad, o por un impulso caritativo de carácter circunstancial. A diferencia de otras personas que él hubiera podido mencionar, Henshawe jamás había disimulado el hecho de que entendía que su principal deber era hacia su propia esposa y su familia. Tal vez hubiese donado cinco libras para salvar de la cárcel a un amigo; pero nada lo habría inducido a arriesgar otras cien libras de capital duramente ganado en una aventura minera que ya había consumido tanto, a menos que…

Ross encontró la mirada de Demelza. Sabía lo que ella estaba pensando.

—Entonces, ¿está completamente convencido de que vale la pena continuar la explotación? Después de tantos fracasos, está tan seguro de que esto…

—No estoy seguro, señor. Pero pensé que convendría trabajar despacio. Dentro de una semana sabremos mucho más. Si no hay resultados, siempre podemos cerrar, y haber perdido veinte o veinticinco libras. Si la veta continúa, como creo que ocurrirá, podré financiarla un mes más. Pero debemos adoptar medidas mañana mismo. Con su permiso, pensé que convendría pedir carbón a la caleta de Trevaunance o a la de Basset. Si nos damos prisa, el combustible llegará a tiempo.

—Hágalo —dijo Ross, pero ni su rostro ni su voz expresaron nada. Luchaba encarnizadamente contra un sentimiento, porque temía identificarlo como lo que era: un rayo de esperanza.

El mismo día, hacia el anochecer, George Warleggan fue a visitar a sus padres en Cardew, y les dijo que Elizabeth Poldark había prometido ser su esposa.