A las tres de la tarde siguiente, después que se le concedió la libertad con una fianza de veinte libras, Dwight cabalgó hasta la entrada de Killewarren. Si antes había sido necesaria cierta discreción, ahora la situación había cambiado por completo.
Durante un rato nadie contestó a los llamados ni los golpes, pero al fin la puerta se abrió y apareció el lacayo Thomas, el mismo que muchas veces lo había recibido en visitas anteriores. Enarcó el ceño al ver la cabeza vendada y el rostro lastimado de Dwight.
—Vengo a ver a la señorita Carolina Penvenen.
—Se ha ido, señor. Este mediodía, con su tío.
—¿Se ha ido?
—Partieron para Londres. Señor, la casa está cerrada… excepto para los criados. No sé cuándo regresarán. Quizá de aquí a un mes.
Dwight se sintió incapaz de pensar.
—¿A qué hora salieron?
—Poco después de las diez. Los dos deseaban partir cuanto antes, de modo que decidieron almorzar en el camino.
—¿Me dejaron un mensaje? Pensé que lo harían.
El hombre lo miró, dubitativo.
—No, que yo sepa. Pero pase al vestíbulo y preguntaré al ama de llaves.
—Esperaré aquí.
El hombre se ausentó varios minutos, y luego trajo una carta sellada.
—La señorita Penvenen dejó esto al ama de llaves un momento antes de salir. No tiene dirección. Dice solamente «Doctor Enys». Sin duda, sabía que vendría.
Dwight se apartó uno o dos pasos, y sin hacer caso de la charla del hombre se detuvo junto a su caballo, tratando de romper el sello. La carta estaba fechada: «9 de la mañana, sábado 3 de febrero de 1793».
Querido Dwight:
Dentro de una hora parto con mi tío para Londres, una actitud que no te sorprenderá después del fiasco de anoche. ¿Es necesario que hablemos de eso? Tu criado ya te habrá informado.
Esperé. Oh, sí, esperé como una novia escrupulosa, lo cual sin duda te satisfará, durante casi dos horas, mientras mi cochero y mi doncella se morían de sueño —y sin duda se reían para sus adentros— y tu criado formulaba tantas excusas que me sentí maravillada de su capacidad de invención.
Pero al comienzo ya me había dicho todo lo que yo necesitaba saber.
Es mejor así, Dwight. Sin duda, es mucho mejor que haya ocurrido ahora, y no después. Hace más de un mes comprendí que no eras feliz. Desde que convinimos en huir he visto el desarrollo de la lucha, la contienda entre tu enamoramiento y tu verdadero amor, que es tu trabajo en Sawle y Grambler. Bien, tu verdadero amor ha triunfado, y de qué modo —el mismo día en que podía esperar que yo misma sería tu principal preocupación—, y así me he visto completamente derrotada.
Ahora, no necesitas preocuparte más. Sólo tienes que renunciar a mí, y eso ya lo hiciste. Quizá sea lo mejor, y en varios sentidos. Nos conocemos tan poco, te conozco tan poco y me conoces tan mal. Sin duda, habríamos aprendido un poco más en Bath, y entonces habría sido tarde.
Dwight, esta es mi despedida. No temas que vuelva a Cornwall para molestarte otra vez. De ningún modo. Gracias por las lecciones que me diste. Te aseguro que no las olvidaré.
Tu sincera amiga.
Carolina Penvenen.
Esa misma tarde, a las cinco, poco antes de que comenzara a anochecer, seis hombres fueron a buscar a Charlie Kempthorne a su cottage, en la cima del bosque de Sawle. Tenían rostros sombríos, como cumplía a la misión que los llevaba; pero nadie los recibió. Charlie Kempthorne se había ido, llevándose su sonrisa falsa y su tos, y una bolsa de plata que había ahorrado y que tenía oculta bajo el piso. También se llevó la ropa que preparaba para la boda, y que había confeccionado personalmente; y su Biblia, y las compras más recientes —por ejemplo, las tazas y el espejo— que pudo transportar.
Solamente dejó a Lottie y May, agazapadas y aterrorizadas, en un rincón del primer piso. Cuando pudieron convencerlas de que hablaran, dijeron que su padre les había dado una moneda de plata a cada una, y que se había marchado al alba, previniéndoles que no salieran de la casa, no fuese que las mataran. No sabían dónde se había ido. Frustrados y coléricos, algunos hombres querían quemar el cottage, y castigar a las niñas; pero prevalecieron las opiniones moderadas y se envió un mensajero a Santa Ana, con la misión de informar a la tía de las niñas para que acudiese y se las llevase cuanto antes.
Charlie también dejó a su futura esposa. La interferencia de Dwight había destruido dos romances. Rosina, que al principio se mostró incrédula, de pronto comenzó a recordar menudos hechos probatorios. En realidad, nunca había amado a Charlie, pero después de un tiempo había respondido agradecida a su admiración y sus atenciones. Para comprender y condenar hubiera necesitado sufrir una transformación emotiva muy profunda; durante un tiempo no pudo hacerlo, y pareció que vivía en medio de una bruma de aturdimiento, dolorida pero incapaz de odiar, respondiendo distraídamente y sin mostrar interés a las preguntas que se le formulaban. Sólo a veces se encendía en sus ojos una chispa de cólera, cuando la pregunta que alguien formulaba parecía sugerir que su propia inocencia no podía ser tan total como ella quería aparentar.
Los seis hombres que habían ido a buscar a Charlie no renunciaron a sus esfuerzos después de ver el cottage vacío. Pensaron que no podía alejarse muy rápidamente, o viajar sin dejar huellas. En las regiones rurales las noticias se difunden velozmente, y el delator es el más odiado de los hombres. Tal vez aún pudieran atraparlo.
Esa misma noche, alrededor de las siete Ross salió del escondrijo donde se había ocultado, sin alimento o agua, durante dieciocho horas, y en una atmósfera que nadie que no estuviese acostumbrado al aire viciado de las minas hubiese podido soportar. Se había impuesto esperar hasta que oscureciese del todo, porque sabía que otros hombres podían ser tan pacientes como él. Cuando subió a la biblioteca, sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, alcanzaron a distinguir la ventana, los muebles, y la puerta que daba al jardín. Probó el picaporte, esperando que la puerta estuviese con llave; pero no era así, y pudo salir al aire libre. En la casa había luces, pero antes de acercarse hizo un prudente desvío alrededor de los cobertizos, el jardín y el arroyo. Después, se acercó a la casa y espió en cada una de las ventanas iluminadas. Todos los soldados se habían marchado.
De modo que finalmente llamó a Demelza, quien durante dieciocho horas había estado preguntándose qué había sido de su marido, e imaginando que la sangre de los nudillos en realidad provenía de alguna arteria vital.
El escondrijo, excavado de acuerdo con las indicaciones del señor Trencrom, tenía una puerta falsa que giraba sobre un eje central, y daba paso a un segundo escondrijo, más amplio que el primero. No era un recurso desconocido para los miembros más inteligentes de la comunidad de contrabandistas de Cornwall; pero en todo caso era un ardid que rara vez fracasaba. Los hombres que habían ejecutado la tarea, todos mineros, con excepción de un campesino y un carpintero, habían completado el trabajo con habilidad excepcional. El segundo escondrijo tenía amplitud suficiente para esconder bastante contrabando; pero mientras veía trabajar a los hombres, Ross jamás pensó que llegaría el momento en que tendría que usar ese lugar para esconderse él mismo.