Durante el viaje de regreso, la impaciencia había dominado a Ross. El entusiasmo y la anticipación del viaje de ida se habían esfumado, y cuando llegaron a la vista de Cornwall, sintió deseos de desembarcar inmediatamente, en lugar de navegar ociosamente cerca de la costa durante doce horas.
No era que al llegar a Nampara tuviese nada útil que hacer, ni buenas noticias que transmitir. La burbuja de sus esperanzas había reventado, y en su lugar no quedaba nada. Ahora, sólo deseaba volver a su casa, abandonar definitivamente la minería y olvidar el dinero que había perdido.
Por primera vez en su vida comenzó a sentirse viejo. Los últimos años, a menudo había pensado que era un fracasado; pero en su fuero íntimo siempre había alentado la convicción fundamental de que se trataba de una fase temporaria, un momento de «decaimiento», que de acuerdo con la naturaleza de las cosas era el preludio de un momento de «ascenso». Por lo menos parte de esta convicción derivaba de la conciencia de su propia juventud y su vigor. Su encuentro con Mark Daniel había quebrado esa confianza.
Ahora comprendía que, basándose en el comentario casual de ese hombre, formulado cuatro años antes, había erigido un castillo de ilusiones; y comprender su propio engaño quebrantaba la confianza en sí mismo y en su propio juicio. Se criticaba acremente el temerario exceso de confianza, el entusiasmo que a la luz de la experiencia parecía una actitud absurda y tonta. Había renunciado a una inversión provechosa en una mina que él mismo había comenzado a explotar, y había volcado todo lo que tenía, y convencido a Francis de que hiciese lo mismo, en una mina agotada que su propio padre había abandonado un cuarto de siglo atrás. No sólo había apostado dinero; también había apostado seguridad, y la seguridad y la felicidad de su esposa y su hijo.
El aspecto de Mark lo había conmovido. Antaño entre ambos existía un vínculo estrecho; en la infancia habían jugado juntos, y en la adolescencia habían pescado y participado en encuentros de lucha. Ese hombre envejecido, de cabellos canos, que se esforzaba por interpretar el mapa… ¿Acaso él, Ross, era tan inmune al correr del tiempo como lo creía? ¿Se engañaba y creía que aún tenía de su lado a la juventud? ¿Cuántos errores de juicio, además de este, se originaban en su cerebro calenturiento?
No estaba de muy buen humor, y después de algunos intentos Farrell y el resto de la tripulación renunciaron al esfuerzo de entablar conversación. Después de la caída de la noche la goleta se acercó lentamente a la costa, y hacia las once y media ancló a corta distancia de la entrada de la caleta de Nampara. Bajaron el bote de fondo plano, y Farrell no opuso objeciones cuando Ross le sugirió que él podía desembarcar con la primera remesa. Pero Farrell no estaba dispuesto a iniciar la operación hasta que de la costa llegase la señal.
Llegó a las doce menos diez, y la emitió una sola linterna sorda al borde del mar, de frente a las aguas, y duró medio minuto. Farrell impartió las órdenes, y los barriles fueron bajados al bote.
Era una carga heterogénea, como Ross había advertido después de examinarla en el viaje de regreso; pero inmensamente valiosa. No era de extrañarse que Trencrom no necesitara realizar más que unas pocas operaciones anuales. Té y tabaco, y barriles de veinte litros de brandy y ginebra; y buena cantidad de artículos de precio: brocados de oro y plata, guantes con filigranas de plata, cintas y adornos.
Los licores formaban la parte principal de la carga, y se los desembarcó primero. En general era brandy puro, y el suministro incluía un barril de mezcla colorante. Era bebida de elevada graduación alcohólica; y en el momento oportuno el señor Trencrom rebajaría el producto, antes de venderlo, de modo que obtendría tres barriles por cada uno de los que desembarcaba. Pagaba cuatro chelines el galón en Francia, y en Inglaterra, una vez abonados los derechos aduaneros, el precio era de veintiocho chelines. Aunque vendiese el licor a mitad de precio, el monto de la ganancia era incalculable, pues la nave traía unos cuatrocientos barriles sólo de brandy; en todo caso, Ross sentía menos deseos que nunca de compadecer a Trencrom por lo que le cobraba por el uso de la caleta.
El bote estaba tan lleno que la borda se hallaba apenas a tres o cuatro centímetros sobre el agua; y Ross se instaló a proa, mientras los seis hombres comenzaban a remar pausadamente en dirección a la costa.
Durante un momento el único ruido fue el chapoteo líquido de los remos y el golpeteo del agua contra el bote. Los brazos de la caleta se cerraron alrededor de ellos, y alejaron el gran vacío resonante del mar. En cambio, a corta distancia se oía el murmullo de la marejada; por esta vez inocuo y sibilante. Tierra adentro, las estrellas no parecían tan brillantes como se las veía sobre el mar: había descendido una débil bruma, tan tenue que no llegaba a nublar el cielo. Poco después la proa del bote se alzó y al caer tocó la arena, y dos de los hombres saltaron a tierra y sostuvieron firmemente las amarras, para impedir que la embarcación volviese al mar. De la oscuridad que los envolvía surgieron inmediatamente cuatro figuras, dos para asegurar más firmemente el bote, y dos que se internaron en el agua y comenzaron a descargar.
Ross bajó a la arena húmeda. Una ola le lamió las botas mientras caminaba. Reconoció a Ted Carkeek y a Ned Bottrell, y después de un momento Paul Daniel emergió de las sombras.
—¿Está bien, señor? ¿Encontró a mi hermano?
—Sí, lo encontré…
—¿Está bien? ¿Envió un mensaje?
—Hay un mensaje para usted, y para Beth y su padre. Mañana por la mañana iré a verlos.
—¿Le sirvió hablar con él? ¿Le dio información?
—Paul, mañana hablaremos de todo eso.
Detrás, casi nadie hablaba; habían comenzado a descargar los primeros barriles. A menudo todo era diferente; muchas veces tenían que luchar con la marejada, y arrojar los barriles al agua y empujarlos hacia tierra con la ayuda del mar. Ross avanzó unos pasos, y Will Nanfan se acercó trayendo una mula. Como sabía que Will volvería a formularle las mismas preguntas, Ross se dispuso a formular una excusa y seguir su camino. Pero nunca llegó a decir lo que pensaba. Detrás se oyó una áspera exclamación de uno de los hombres. Ross vio a alguien que miraba fijamente hacia tierra, y de pronto en la playa se alzó una luz. En Punta Damsel una fogata comenzaba a crecer y a humear.
Los hechos se sucedieron con más rapidez que lo que la mente alcanzaba a percibirlos. Los hombres que estaban cerca profirieron maldiciones, se oyó claramente un grito de alguien que no era miembro del grupo de contrabandistas, y después el sonido agudo de un silbato. De pronto, iluminadas por la luz parpadeante del fuego, varias figuras comenzaron a descender por los costados de la caleta; traían linternas que no estaban cubiertas.
Una sorpresa… Los aduaneros… La emboscada tan temida… Pero nada menos que esa noche… Ross se volvió bruscamente, y comprendió que la gente del bote estaba sumida en la confusión. Retrocedió a la carrera.
—¡Rápido! ¡Vuelvan a embarcar! Salgan de aquí y dejen los barriles… —Volcó su peso sobre el costado del bote; dos o tres más unieron sus esfuerzos. El bote tembló y raspó el fondo arenoso. Dos hombres a bordo comenzaron a apartar los barriles. Algunas figuras que corrían, desconocidos tocados con gorros chatos, y algunos con morriones. Nanfan se había alejado con su mula. Llegó una ola y les bañó las piernas; el bote flotaba, pero el mar lo devolvía a la costa—. ¡Sosténgalo! ¡Fuerza! ¡Ahora!
Uno de los hombres cayó al agua, pero se unieron otros dos. Sostuvieron la embarcación, y cuando la ola volvió a retroceder arrastró consigo al bote. Cerca se oyó un disparo de mosquete. Un hombre saltó al bote, y después otro hizo lo mismo. Ross continuó empujando, hasta que estuvo con el agua hasta la cintura. Habían sacado los remos, pero apenas podían mantener en su sitio el bote. El hombre que manejaba el timón extendió la mano para ayudar a Ross. Este hizo un gesto, como para saltar a bordo, y después cambió de idea. Otra vez en la goleta, aislado; quizá tendría que perder una semana más. Prefería correr el riesgo.
Se volvió, y vio la playa poblada de gente, el camino que subía los arrecifes, bloqueado por dos mulas, y confusión, y hombres que peleaban, y estacas y mosquetes. Cuando salió del agua se topó con un hombre alto, tocado con morrión:
—¡Alto allí! ¡En nombre del Rey! —Ross se desvió rápidamente—. ¡Alto o disparo! —Un nuevo viraje, y se agachó. El mosquete explotó en el oído de Ross, y este derribó de un puñetazo al hombre, que cayó dé bruces al agua.
No podía hacer nada. Otro disparo y después otro. Se desvió hacia la izquierda, en dirección a la caverna donde guardaba su embarcación. Desde allí podía trepar fácilmente. De las sombras surgió un hombre… era demasiado tarde para esquivarlo. Ross cayó bajo el cuerpo del otro.
—¡Lo tengo! Quieto, bastardo o… ¡Aquí, Bell!
Un hombre de barba. Vercoe. Ross se encogió y luego se enderezó bruscamente. Vercoe perdió el equilibrio, pero sin dejar de aferrar a su antagonista. Rodaron sobre la arena, Vercoe debajo. Ruido de pasos a la carrera. Ross golpeó dos veces al aduanero, se soltó, y rodó sobre sí mismo mientras se acercaban los pasos. Vercoe gritó:
—¡A mí no, estúpido! Por allí… ¡Acaba de huir!
Junto al arrecife, Ross se volvió en el mismo instante en que el recién llegado lo alcanzaba… traía en la mano la dura estaca de madera de los aduaneros. Se enfrentaron, y el hombre soltó la estaca. Un golpe afortunado, en el cual Ross puso toda la fuerza de su cuerpo. El aduanero cayó delante de Vercoe.
Mientras subía, Ross oyó que reanudaban la persecución. En la caleta se libraba una pequeña guerra. Bailoteo de luces. Sin alimento, el fuego de Punta Damsel se había apagado. Mientras trepaba con toda la destreza adquirida en la niñez, Ross trató de alejarse en zigzag. Pero una bala de mosquete se aplastó contra la roca, a pocos centímetros de la cabeza de Ross. En el arrecife alguien apuntaba con cuidado. Llegó a la cima, casi sin aliento, rodeó el matorral, y enfiló en diagonal hacia el primer muro de su propiedad. Se lamió la sangre de los nudillos y escupió. Los dos aduaneros llegaron a la cima, formaban un hermoso blanco, si él hubiese tenido un arma de fuego. Lo mismo debió haber pensado el soldado, porque de pronto los dos hombres se agacharon, y la voz de Vercoe ladró una orden en dirección a la playa. De ese modo, Ross tuvo tiempo de salvar de un salto el muro y comenzar a correr hacia el extremo opuesto.
El oído agudo de Demelza había distinguido el primer estampido lejano del mosquete, y ahora ella ya no podía soportar más. Se puso de pie y había recorrido la mitad de la distancia que la separaba de la puerta antes que el soldado atinase a reaccionar.
—¡Eh, no, señora! ¡Nada de eso! Ya oyó lo que dijo el capitán.
—¡Arriba duerme mi hijo! Se asustará. ¡Debo traerlo aquí!
—No, señora. El capitán McNeil dijo que usted debía quedarse aquí.
—¡Por favor, déjeme pasar! —dijo ella, furiosa.
—Vamos, señora, cálmese. Tengo mis órdenes y…
—¡No me calmaré! Ustedes no hacen la guerra a los bebés, ¿verdad? ¡Salga de mi camino!
El soldado vaciló, y miró a los Gimlett.
—¿Hay un bebé?
—¡Claro que sí! —rezongó John Gimlett.
El soldado se volvió hacia la joven de rostro tenso que lo enfrentaba:
—No oigo nada. ¿En qué cuarto está?
—El primero al final de la escalera.
El hombre se pasó el dedo por el mentón, y lo retiró lentamente.
—Le permitiré ir. Pero nada de trampas, señora.
La siguió hasta el vestíbulo y se detuvo casi en el umbral, desde donde podía ver la escalera y la entrada del patio. Demelza subió de prisa, y entró en su dormitorio. Inconsciente de los peligros que amenazaban a sus padres, Jeremy dormía serenamente.
La habitación tenía ventanas con saledizo que miraban hacia el norte y hacia el sur. Demelza se acercó rápidamente a la primera, y espió. Al principio, la noche parecía tranquila y silenciosa, pero casi al instante ella vio el resplandor del fuego sobre Punta Damsel. Abrió del todo las persianas. Desde el borde inferior de la ventana el techo formaba una brusca pendiente hasta la cañería de desagüe agregada poco antes. Pero hacia el final, sobre la cocina, se unía con el techo de paja del cobertizo donde se guardaban las carretillas.
Consiguió pasar el cuerpo por la estrecha abertura de la ventana, y descender al techo. Una vez allí, se deslizó como un gato hacia el extremo, y pasó al techo de paja. Lo siguió hasta la parte más baja, que distaba un metro y medio del suelo, y una vez allí saltó.
Cayó sobre las manos y las rodillas, y se desgarró la falda y se lastimó una muñeca y las dos rodillas. Un instante después estaba de pie, y corría hacia el Campo Largo.
Sin aliento, acababa de llegar al portillo cuando vio una figura que trepaba. Reconoció sin dificultad el perfil de los hombros, la cabeza larga y angosta. Se miraron en la oscuridad.
—¡Demelza!
—¡Ross! Creí que te habían matado… ¡Gracias a Dios que estás a salvo! Pensé…
—No estoy a salvo —dijo él—. Me siguen. ¿Cuál es el mejor modo de entrar en la casa?
—No debes hacerlo. Hay un soldado. Dije que estabas en Saint Ives. ¿Estás herido?
—No. —Mientras hablaban, volvían con paso rápido por el mismo camino que ella había seguido; él cubriendo las espaldas de Demelza, no fuese que les dispararan—. Creo que me… me reconocieron. No estoy seguro. ¿Hay vigilancia en el extremo del valle?
—No lo sé. Estaba muerta de miedo. Podrías continuar hasta Mellin.
—Enviarán gente por esos lados… —A la entrada del patio Ross se detuvo y aguzó el oído. El único ruido era el raspado en una puerta del establo, donde Garrick esperaba para darle la bienvenida—. Ya vienen… por el campo. ¿Estás bien aquí? ¿No te hicieron nada?
—No, por supuesto. Pero tú…
—En ese caso, entra. Me ocultaré en la biblioteca… en el escondrijo secreto. Es bastante seguro.
—No podrás entrar…
—Sí… dando la vuelta. Tengo la llave.
—Pero ¿es seguro…?
—Debo arriesgarme.
Un instante después se había alejado de Demelza. Ella oyó el ruido de pasos a la carrera. Demelza se apresuró a entrar en la casa… avanzó a tropezones en la cocina oscura y pasó al vestíbulo. El soldado la apuntó con el mosquete, sorprendido y después irritado.
—¿Dónde estuvo? ¿Cómo bajó?
Demelza respiró hondo.
—Por la escalera del fondo.
El hombre dijo:
—¿Qué escalera del fondo? ¡Usted no me habló de eso! ¿Por qué…?
—Bien, ya estoy aquí. ¿No le basta?
El soldado también oyó el ruido de pasos sobre los adoquines, y de nuevo alzó el mosquete. Vercoe y su ayudante Bell irrumpieron en la casa.
—¡Baje ese mosquete, hombre! —dijo Vercoe con voz de mando. Ardía de cólera—. ¡Uno de ustedes ya estuvo disparándonos! —Se movió hacia Demelza—. Señora, ¿dónde está el capitán Poldark?
—Creo que en Saint Ives.
—¡En ese caso se equivoca! Hace apenas diez minutos estuve peleando con él en la playa. Soldado, ¿vino por acá?
—No. El único que ha venido es usted.
—Cuando lo perdimos de vista, se encaminaba hacia aquí. ¡Sin duda está en la casa!
—¡No puede entrar así en mi casa! —protestó Demelza, que halló alivio en la cólera—. ¿Qué derecho tiene a introducirse en nuestra propiedad? ¡Mi esposo será informado de esto! Vaya, si…
—Sin duda será informado. Y confío en que muy pronto…
—¿Cómo sabe que era él? ¿Afuera hay luz de día? ¿Lo llamó por su nombre? ¡Claro que no! Le digo que no está aquí y…
—Vea, señora —dijo Vercoe, tratando de controlar su irritación—. En la playa vi al capitán Poldark, o a su hermano mellizo. Discúlpeme si tengo que entrar así, pero no creo probable que… ¿Qué es esa sangre en su vestido?
—¿Sangre? —dijo Demelza, y miró la mancha. Se le encogió el estómago. De modo que Ross estaba herido—. Me lastimé la muñeca. Hace un momento rocé la pared. Vea…
Vercoe hizo un gesto impaciente.
—¿Nos autoriza a revisar la casa?
—Si no lo hago, mirarán igual todo.
—Sí, quizá. Es necesario cumplir la ley. Por favor, pase a la sala con los criados.
—¡No haré tal cosa! Puede entrar por la fuerza a la casa, pero no me dirá lo que debo hacer. ¡Iré con usted!
Antes de que Vercoe pudiese contestar, volvió a oírse ruido de pasos en la cocina, y apareció otro soldado. Con él, medio arrastrado y medio llevado, estaba Dwight Enys, con un trapo teñido de sangre alrededor de la cabeza. El soldado lo había sorprendido mientras alimentaba el fuego, y lo había derribado de un culatazo.
En la caleta había cesado la enconada batalla en la oscuridad. Siete contrabandistas habían sido capturados, y de ellos dos estaban heridos y uno muerto. Un soldado y un aduanero habían sido heridos. Pero a causa de la alarma prematura, el resto había escapado. Lo que era peor, la goleta había podido levar anclas y alejarse de la costa antes de que la nave del gobierno, que había emergido rápidamente desde el noreste, pudiese cortarle el paso. Se habían intercambiado disparos, pero la One and All, construida en Mevgissey especialmente para el contrabando, se había alejado sin dificultad de la embarcación del gobierno.
El contrabandista muerto era Ted Carkeek. Dejaba una viuda de veintiún años y dos niños pequeños. El soldado herido era el capitán McNeil. Alguien le había disparado en el hombro. Dos o tres centímetros más abajo, y habría ido a hacer compañía a Ted.
Fue casi el último en llegar a la casa Nampara, donde sus hombres se habían reunido con los prisioneros. Entró en el salón sosteniendo un vendaje improvisado sobre el hombro. El salón ya era en parte un hospital, y Dwight, muy pálido a causa de la pérdida de sangre, trataba de ayudar a quienes estaban peor que él. Mientras McNeil examinaba la escena y cambiaba algunas palabras con su cabo, Vercoe, Bell y Demelza descendieron la escalera.
—¿Bien?
Vercoe meneó la cabeza.
—No, señor. El capitán Poldark no está aquí, aunque juraría que lo vi en la playa.
—He apostado a tres hombres: quizá lo traigan. ¿Soldado, miró el sótano?
—Sí, está vacío.
—¿No hay contrabando?
—No.
McNeil vio el resplandor irritado de los ojos de Demelza.
—Ross está en Saint Ives —dijo la joven—. Se lo dije a estos hombres. Y a usted.
—Me gustaría creerle.
—Está herido —dijo Demelza—. Su chaqueta… está empapada de sangre… llamaré al doctor Enys.
—Cuando haya concluido mi trabajo. —Se volvió hacia Vercoe—. Debemos revisar los cottages de los alrededores. ¿Examinó los anexos de la casa, los establos, la biblioteca?
—Los establos. La biblioteca, no. Está cerrada con llave. Quise esperar a que usted viniese.
—Iremos ahora.
Demelza temió que esta vez su rostro traicionara lo que sentía.
—¿La biblioteca? —dijo, cuando se volvieron hacia ella—. Yo… tengo que buscar la llave… Pero su herida, capitán McNeil.
—Tendrá que esperar un poco. No es la primera vez que me sangran.
Atravesaron el antiguo dormitorio de Joshua. Vercoe y McNeil, y Bell llevando una linterna. Con dedos temblorosos Demelza abrió la puerta de acceso a la biblioteca, y entró. Apareció la habitación amplia y sórdida, nunca usada para el fin que indicaba su nombre, atestada de muestras de minerales y cajas de cosas viejas, dos escritorios y una caja de hierro. Tan pronto la linterna iluminó la escena, Demelza comprendió que Ross había entrado allí, tal como le había dicho. Los arcones de metal, que normalmente estaban sobre la puerta trampa, habían sido movidos.
Se apoyó contra la puerta, sintiendo que le temblaban las piernas, mientras los hombres examinaban el sitio. Vercoe tenía un mosquete que pertenecía a uno de los soldados. Parecía un cazador en busca de la caza. Y la caza se había metido bajo tierra.
Primero examinaron los objetos más visibles, y abrieron los escritorios y los arcones, en busca de contrabando. Después de unos instantes, ella atinó a seguirlos con la vista, mirándolos desde el centro de la habitación. De pronto, muy cerca, vio una mancha de sangre. Era minúscula, y ya estaba secándose. Demelza avanzó un paso y aplicó el pie sobre la mancha, y frotó la madera.
Pero sin duda todo eso de nada servía. Algo de lo que Vercoe había dicho, o el modo de decirlo, advirtió a Demelza que no se trataba de una investigación común. Los hombres comenzaron a examinar el piso.
De modo que el delator también había hablado de eso.
Se acercaron a los arcones de metal, y Vercoe vio las junturas de las tablas del piso. Se arrodilló e indicó a Bell que acercase la linterna.
Demelza dijo:
—Deseo que…
Malcolm McNeil se enderezó y miró a la joven que se había acercado al grupo de hombres. Dijo:
—Creo que será mejor que salga.
Demelza meneó la cabeza, porque ya no confiaba en su propia voz. McNeil la miró un instante más, y luego indicó a los dos aduaneros que continuaran.
Vercoe había encontrado una pala, y trataba de introducirla en el angosto espacio entre las tablas del piso. Con un crujido de madera quebrada las tablas comenzaron a ceder, porque estaba levantándolas por el lado que no correspondía. Después de un momento Vercoe metió la mano bajo una de las tablas que había conseguido levantar, y Bell, que depositó sobre el piso la lámpara, se arrodilló, para ayudarle. Consiguieron alzar la puerta trampa, y el escondrijo quedó al descubierto. McNeil avanzó un paso.
Desde el lugar en que estaba, Demelza no podía ver. Sentía que todo zumbaba y tamborileaba en sus oídos. Los rectángulos de la pared y el techo comenzaron a disolverse en la insegura geometría del desmayo y la náusea. Los tres hombres estaban alrededor del agujero, como chacales que se aprestan a caer sobre una bestia herida, como sabuesos un momento antes de rematar a la víctima. Durante unos segundos parecieron incorporados a la general sinrazón de la escena de imágenes turbias, de deformación e inestabilidad. Después, Demelza movió una mano, y con terrible esfuerzo se apoyó en una silla.
No sabía quién hablaría primero, si Ross o uno de sus aprehensores; en realidad fue McNeil y lo único que dijo fue:
—Bien… —e hizo un gesto a Vercoe. El aduanero emitió un gruñido.
Después, nadie volvió a hablar, ni se movió. Finalmente, Demelza consiguió mover las piernas. Miró hacia el interior del escondrijo.
Estaba vacío.