Nadie había dicho una palabra a Demelza, pero ella sabía a qué atenerse. Apenas oscureció corrió las cortinas de las ventanas, y encendió todas las velas, de modo que la casa pareciese más hogareña y segura. Quizá él no volviese hasta la mañana temprano, pero Demelza no deseaba acostarse. Esa noche era importante por más de una razón. Ella sentía que tan pronto mirase en los ojos a Ross sabría si traía buenas o malas noticias.
Retrasó la cena hasta las nueve, y finalmente se sentó sola a la mesa, y picoteó la pierna fría de cordero y las tartaletas de jalea de manzana. Después, se dirigió a la cocina, porque ni siquiera deseaba oír el significativo repiqueteo de los cascos de los caballos, el movimiento de los arneses, las ocasionales voces roncas. Jane Gimlett estaba sola en la cocina; John Gimlett había salido en busca de un cordero extraviado; y con el fin de que su propia presencia tuviese algún justificativo Demelza comenzó a planchar nuevamente los encajes de las camisas de Ross. Todas estaban muy gastadas, zurcidas varias veces, y hacía mucho que hubiera sido necesario desecharlas.
Jane Gimlett charló un rato; pero como su ama apenas respondía, la criada renunció a la conversación. En el primer piso, Jeremy dormía profundamente.
Feathers, el gatito, se acercó y se frotó la cabeza contra la falda de Demelza. Como vio que no lo rechazaban, se deslizó bajo el ruedo de la falda, y apoyó las patas delanteras sobre el tobillo de su dueña.
Al cabo de un momento se le enredaron las patas traseras, y empezó a retorcerse y agitarse. Demelza se inclinó, consiguió desprenderlo y lo depositó sobre la mesa, frente a ella misma. El animalito arqueo el lomo y abrió su boquita en un bufido silencioso, y luego se desvió hacia un costado, como impulsado por una ráfaga de viento, y casi se cayó de la mesa. Demelza volvió a alzarlo y lo depositó en el canasto, al lado de la vieja Tabitha Bethia, que estaba dormida y se limitó a emitir un único maullido de protesta.
Revolvió el pollo, que estaba cocinándose en una olla —quizá Ross tendría apetito cuando llegase a la casa— y adelantó la marmita con papas, de modo que recibiese mejor el calor de las brasas. La marea culminaba alrededor de medianoche, y Demelza pensó que Ross llegaría a esa hora, o poco después. Retiró el jamón del cuarto donde se lo ahumaba, y lo acercó al resplandor del fuego, para comprobar si estaba suficientemente curado. Después, regresó a la mesa.
Entonces apareció Gimlett, con un cubo en la mano, sin aliento, y tropezó con el felpudo apenas puso un pie en la cocina.
—¡John! —dijo la esposa—. ¿Qué pasa? ¿Viste al amo?
—¡Hay un soldado! —dijo Gimlett, y dejó caer el cubo—. Junto al portillo que está al final del Campo Largo. ¡Casi tropezamos! Creí que era uno de los contrabandistas.
Demelza bajó la plancha. Sentía lo mismo que si le hubieran aplicado un hierro helado al cuerpo.
—¿Estás seguro, John? ¿Cómo lo sabes?
—Alcancé a verle la túnica, señora. ¡Y también tenía un mosquete!. Le dije: «Linda noche, hijo», y él contestó: «Sí». Nada más que eso. No es nativo de Cornwall; ¡y después le vi el mosquete!
—¿Y la gente encargada de recibir la mercadería?
—Vi algunos, hace una hora. Dos bajaron a la caleta.
Oh, Dios mío, había que pensar algo. Estaba en juego la libertad y quizá la vida de Ross. Era lo que ella ya había temido muchas veces, pero antes Ross no había estado implicado directamente. Nada menos que ahora, cuando volvía a casa. Sentía que las paredes de la cocina se cerraban sobre ella, como los muros de una cárcel.
—John, ¿cree… cree que puede salir de la casa sin que lo vean, y bajar a la caleta? Tendría que acercarse a los arrecifes. Jane, ¿cuántas velas tenemos? ¿Bastarán para iluminar todas las ventanas?
—Señora, creo que hay unas veinte. Tendríamos que haberlas comprado la semana pasada…
—John, no pierda tiempo. Haga lo que pueda, aunque tenga que…
Demelza se interrumpió. Gimlett dijo:
—Está aclarando. Hace mucho frío, pero puedo…
Gimlett fijó los ojos en Demelza, y también él se interrumpió. Ella miraba fijamente hacia la puerta. Ahí estaba el capitán McNeil, ahora de uniforme, y detrás se dibujaba el perfil de otra figura.
—Buenas noches, señora Poldark. Lamento esta intromisión en su intimidad. Su criado vio a uno de mis soldados, de modo que tendré que pedirles que durante la próxima hora nadie salga de la casa.
Demelza recogió una de las camisas de Ross; con los dedos temblorosos, pero tratando de controlarse, la plegó cuidadosamente.
—Capitán McNeil… qué sorpresa. Realmente…
—Ya le explicaré todo, señora, si me concede un momento a solas. ¿El capitán Poldark está en casa?
—… No. Ahora no está…
Una sombra pasó sobre el rostro de McNeil.
—Comprendo. En ese caso, hablaré con usted, si me lo permite.
—Sin duda…
—Un momento. Señora, ¿cuántos criados tiene en la casa?
—Dos. Sólo estos dos.
—En ese caso, les pediré que se queden aquí, bajo la vigilancia de mi soldado. ¡Wilkins!
—Sí, señor.
Con paso inseguro, latiéndole fuertemente el corazón, Demelza se dirigió al salón.
—Tome asiento, capitán McNeil. Es extraño que haya aparecido de pronto en mi cocina, como… como un vendedor ambulante con su surtido de anillos, cuando creí que estaba a muchos kilómetros de distancia, en Londres o… o en Edimburgo. Debió habernos escrito.
—Señora, le ruego me perdone. No deseaba molestar a ningún residente de esta casa, pero su criado descubrió a uno de mis centinelas. Yo…
—¿Centinelas? Parece una operación militar. ¿Cree que por aquí hay enemigos?
El hombre se atusó el espeso bigote.
—Un enemigo de cierto tipo. Sabemos que los contrabandistas se proponen usar esta noche la caleta. El aduanero Vercoe ha pedido muchas veces que le envíen refuerzos. Esta noche, mis soldados y yo le ayudamos. Por eso pedí ver al capitán Poldark.
Demelza se había acercado a una alacena, y de ella retiró un botellón. El militar continuaba de pie, y en su uniforme se lo veía enorme… y excesivamente corpulento comparado con la figura grácil de Demelza.
—¿Beberá un vaso de vino? —preguntó ella.
—Gracias, no. Estoy de servicio.
—Pero ¿por qué desea ver al capitán Poldark? ¿Qué tenemos que ver con todo esto?
—Confío… espero que nada. Pero, señora, es su propiedad. En verdad, es difícil que ustedes sean tan inocentes como lo parecen. ¿Dónde está el capitán Poldark?
Demelza meneó la cabeza.
—Ya le dije que no está en casa. Se encuentra en Saint Ives.
—¿Cuándo regresará?
—Creo que mañana. Tome asiento, capitán McNeil. Cuando está de pie, la habitación parece demasiado pequeña.
El hombre esbozó una semisonrisa y obedeció la invitación, extrajo su reloj y volvió a guardarlo.
—Créame, señora, que lamento encontrarme en esta situación con usted.
—De modo que era verdad lo que algunos dijeron, que cuando vivió en casa de los Trevaunance… en realidad estaba espiando.
Él replicó con aspereza:
—No, eso es absolutamente falso. Vine a la región para reponerme. Y mientras estaba aquí me limité a hacer una visita de cortesía a los aduaneros, puesto que había colaborado con ellos tres años antes. ¡Le ruego me crea, señora Poldark, si le digo que no está en mi carácter cometer actos… deshonrosos!
—En ese caso, ¿por qué hace esto… ahora?
—Esto es distinto, completamente distinto. Soy soldado, señora. Es necesario terminar con el contrabando organizado. ¡Y yo sólo puedo obedecer las órdenes que me imparten!
Demelza se sorprendió al advertir que el acento de menosprecio de su propia voz lo había impulsado a reaccionar así.
—Sin embargo, desea encerrarme en mi propia casa…
—Por el resto de la noche. No puedo permitir que usted o sus criados vayan a prevenir a los contrabandistas.
—De modo que no confía en mí, capitán McNeil.
—En eso, no puedo confiar en usted.
Ella lo miró a través de sus pestañas.
—Usted me pide que crea en su honor pero rehúsa creer en el mío.
—¿Con su esposo fuera de la casa y quizá complicado en esto? —Se puso de pie y permaneció así un momento, con las manos apoyadas en el respaldo de la silla—. El capitán Poldark también ha sido soldado. Me molestaría que estuviese complicado… por su bien, espero que no esté. No me agrada adoptar medidas que perjudican a amigos. Pero ya una vez le previne que era peligroso desafiar a la ley. Si ahora lo ha hecho, debe afrontar las consecuencias. Créame, señora, por merecer su buena voluntad estaría dispuesto a pagar un precio muy alto. Más aún, cualquier precio personal que usted reclamase. Pero no lo que puede significar… una infracción a mi deber.
En la cocina podía oírse una voz hosca. Demelza sintió el impulso de decir la verdad a McNeil, de explicarle el cruel azar de la complicación de Ross en el tráfico, de decirle que era la única ocasión en que ello había ocurrido, y de entregarse ella y Ross a la comprensión y la buena voluntad del militar. Pero se detuvo a tiempo. Había hablado pocas veces con McNeil pero ya comenzaba a comprender su carácter. En el intento de justificar ante ella sus actos, ese hombre había revelado tanto sus buenas cualidades como sus limitaciones. Tenía carácter, era astuto, se mostraba susceptible al encanto de las mujeres; y pese a todo, cumplía su deber con una inflexibilidad que no conocía debilidades. La compasión tenía tan escasas probabilidades de conmoverlo como el dinero o el sexo.
—¿Qué desea que haga?
—Que se quede aquí, señora. Necesito a Wilkins, pero tendrá que vigilar esta casa, pues a causa de su error ustedes están advertidos. No será mucho tiempo.
—Y cuando usted haya apresado a sus contrabandistas, y los tenga bajo llave… ¿quedaremos en libertad de acostarnos y olvidarnos de usted?
El hombre se sonrojó e hizo una reverencia.
—Así es. Y si detengo a alguien relacionado con esta casa, me pesará tanto como a ustedes. Confío en que esta será la última vez que intervendré en una misión así. En adelante, tendremos cosas mejores que hacer.
—¿A qué se refiere?
—Señora, combatiremos con gente de distinta raza. Y de diferente creencia. Ayer Francia declaró la guerra a Inglaterra. Si lo hubiese hecho hace unas pocas semanas, nos habríamos ahorrado este encuentro desagradable.
Dwight salió del cottage, cerró la puerta y se apoyó contra ella. Estaba oscuro, pero era la oscuridad de la fría noche, no esa oscuridad interior que casi lo había sumergido. Estaba lastimado, temblaba y sufría, pero ahora no temía desmayarse. El aire lo reanimó; mientras estaba de pie, tratando de pensar, fue como un tónico, un aliento frío que traspasaba sus ropas empapadas de sudor, como el contacto del hielo que congela pero reanima.
Caminar hasta el caballo, desatar las riendas, un esfuerzo tremendo, elevarse hasta la silla. Ya eran más de las once. Carolina debía estar esperando. Bone habría llegado, y quizá le había explicado la situación. (Pero no podía explicar lo que ignoraba). Podía estar en diez minutos… a lo sumo quince. Media hora de retraso.
Pero se trataba de una mera hipótesis, y no podía comprobarla. Faltaba más de media hora para medianoche. Aún por Carolina…
Tiró de las riendas, e hizo volver grupas al caballo. Como no estaba acostumbrado a subir ese camino tan empinado y pedregoso, el caballo tropezó y arrancó chispas a las piedras sueltas. Era agradable salir del cottage, al frío y la oscuridad. Dos niñas llorando, mirando al hombre que había sido su amigo; ojos aterrorizados y hostiles, mientras Charlie yacía sobre el piso. Cuando ya salía, oyó que se movían; apenas se cerrase la puerta bajarían la escalera, los ojos fijos en el padre. Lottie mojaría un trapo, tratando de reanimarlo, y finalmente lo conseguiría. Pero ¿qué futuro esperaba a ese hombre? ¿Cuál era su futuro?
Él la cumbre de la colina espoleó el caballo, y se alejó de Killewarren, y al menos por el momento se alejó de Bath y la fuga con Carolina, y su amor y su nueva vida. El hombro izquierdo le dolía mucho, aunque no tenía ningún hueso roto; la sangre de los arañazos del cuello estaba secándose en la pechera de la camisa.
Si hubiese tenido más tiempo habría podido regresar en busca de Jacka Hoblyn. En una situación urgente, Jacka podía reaccionar con bastante rapidez; quizá habrían echado un bote al agua, para prevenir a la goleta. Pero se les habría acabado el tiempo antes de hacer nada. Quizá ahora mismo ya era demasiado tarde.
En Grambler dos luces estaban encendidas, pero cabía la misma objeción: no había tiempo de enviar a nadie. Toda la responsabilidad recaía sobre sus propios hombros.
El oficial que había visto en Truro; los dos jinetes que se habían apartado en silencio de la huella, esa noche misma, para dar paso al propio Dwight y a Parthesia. No era una emboscada común y corriente; así lo había comprendido Dwight, cuando vio la expresión en los ojos de Charlie; era la más grave de las traiciones. Quizá Charlie había decidido que después de su matrimonio renunciaría a ese juego peligroso. Cárcel o deportación para una docena de hombres; y algo peor si oponían resistencia. La cárcel y la ruina para Ross.
La noche estaba muy oscura, de modo que moverse con excesiva prisa era peligroso. Cuando llegó a las ruinas de la Wheal Maiden, desmontó y ató el caballo al abrigo del muro. Después, comenzó a descender por el valle, tratando de equilibrar la rapidez y la cautela.
En todo el camino no había nadie. Algunas luces cerca de la mina. Bajo los pies, sentía el suelo seco y duro a causa de la helada; era imposible adivinar cuántos habían pasado por allí antes que él. Una luz en la ventana del salón de Nampara. Demelza seguramente ya sabía que Ross debía volver esa noche.
Mientras caminaba, había tratado de trazar un plan. La gente de la casa Nampara podía ayudarle. Ahora que cada segundo contaba…
Quizá el silencio del valle avivó su suspicacia, o tuvo el mismo efecto la luz tan visible a hora tan tardía. Se acercó a la puerta principal y alzó una mano para golpear, pero casi enseguida la bajó y rodeó la casa, y pasó al lado del cantero, en busca de la ventana iluminada. Las cortinas estaban corridas, pero había una rendija por la cual podía espiar. Acercó la cara. Sobre la mesa había un morrión gris.
Un cuadro inmóvil y extraño. Junto a la puerta, el soldado corpulento, con su chaqueta roja y los pantalones recamados de oro, impenetrable, mirando con ojos vidriosos; John y Jane Gimlett, cada uno en una silla, tensos e incómodos, y Demelza al lado del fuego. Esa noche, más que la belleza de su rostro podía verse la fuerte estructura ósea. Normalmente, uno no prestaba atención a esa característica. Era como si hubiera dejado de ser hombre o mujer, y se hubiera convertido en algo común a ambos. Tenía blancos los nudillos de las manos.
Dwight creyó oír un movimiento a la espalda, y se enderezó bruscamente; pero era sólo el rumor de la leve brisa.
De modo que lo que tenía que hacer, debía hacerlo solo. Rodeó la casa; en la ventana de la cocina ardía una luz. Atravesó el patio adoquinado, entre los cobertizos de piedra. Las cortinas de esa ventana no estaban corridas; la habitación estaba vacía. Probó el cerrojo, y la puerta se abrió. Calidez y olores de cocina. Un hierro colgado sobre la mesa, y un gato dormido sobre un canasto, frente al fuego moribundo. Un gatito, acostado casi en el borde de las cenizas, maulló y se estiró al ver a Dwight. La vela solitaria estaba próxima a agotarse.
Vio lo que buscaba tras la puerta, una linterna pequeña que se usaba en espacios abiertos. Cuando la bajó del clavo donde estaba colgado, Garrick comenzó a ladrar. De prisa, manipuló el cierre, que estaba atascado. No podía hacerlo afuera, porque en ese caso no lograría encenderla. Cuando encontró el seguro, le pareció que oía un movimiento en el salón. Se escondió prontamente tras la puerta, pero no oyó ruido de pasos. Garrick dejó de ladrar, y cuando se hizo el silencio movió el seguro y abrió la linterna. La acercó al cabo de vela, y encendió la mecha. Sobre el fuego, el agua de una marmita con papas se había secado. El gatito estaba acostado, cerca de la bota de Dwight, esperando que él acercase una mano amiga para morderla. Dwight cerró la linterna, y salió de la casa. El cerrojo de la puerta ocupó su lugar con un ruido metálico.
Ahora caminó con mayor prisa y atravesó el patio, mientras Garrick volvía a ladrar, y pasó el portillo que estaba al fondo. Con la capa cubrió la linterna, y echó a correr en dirección al Campo Largo. Ese campo ocupaba toda la tierra cultivable de la saliente que separaba playa Hendrawna de la caleta de Nampara. Llegaba hasta el sitio en que comenzaban los afloramientos de roca y los arbustos y matorrales silvestres.
Avanzó a tropezones sobre la superficie arada poco antes, y subió hasta que pudo ver el mar a ambos lados. Esa noche, sobre la playa rompía una débil marejada; el ruedo irregular de espuma se dibujaba sobre la arena. Desde allí alcanzaba a verse la entrada de Nampara, como un tajo en los arrecifes que subían en dirección a Sawle.
Había avanzado pocos metros más cuando vio a un hombre de pie, al lado de un peñasco, su silueta recortada contra el cielo de estrellas bajas. Dwight no había podido ocultar del todo su linterna, y lo salvó el hecho de que el hombre tenía los ojos fijos en el mar. Retrocedió lentamente, hasta que el peñasco quedó entre ambos. Otra vez estaba transpirando, a causa del esfuerzo o de la tensión, pero ahora era una sensación grata, porque le calentaba el cuerpo en medio del frío de la noche. Inclinado, esquivó al centinela, y rodeó el lado norte de Punta Damsel, hasta que estuvo cerca del borde del arrecife. Una vez allí, depositó la linterna detrás de un muro bajo de piedra y trató de penetrar la oscuridad, en dirección a la caleta.
Al principio, nada vio; y después, sin saber cómo, comprendió que el barco ya estaba allí. En el mar había algo que no era natural, como un objeto bajo y oscuro, distinto de una roca… en el supuesto de que allí pudiera haber una roca. Con un esfuerzo, incluso pudo distinguir el único mástil, y apenas durante un segundo el resplandor de una luz a bordo.
En la playa no había luces. La caleta, el centro de la caleta, donde la arena y el cascajo se unían con el agua, estaban vacíos. Quizá en los rincones más oscuros había hombres y bestias esperando; pero hasta donde podía verse nada alentaba ni se movía bajo el cielo frío.
Extrajo su reloj y lo acercó a los ojos, como un ciego, y después se arrodilló al lado de la linterna para ver. Doce y diez. El desembarco aún no se había iniciado.
Con desesperado apremio se volvió, mirando la tierra alrededor. Del otro lado del muro había un lugar tan apropiado como cualquiera.
Extrajo su cortaplumas, lo abrió, y retrocedió unos metros, en busca del matorral más próximo. Era una planta espinosa, pero quebradiza si se aplicaba la bota o se daba un tirón fuerte. En parte con el cortaplumas y en parte con las manos, arrancó un buen pedazo de la planta y la pasó sobre el muro. Lo mismo con la siguiente. No tenía tiempo para acumular cantidad suficiente. Tendría que alimentar el fuego mientras ardiese.
Así cortó una docena de arbustos, de tallos secos y muy inflamables. Bastaba para comenzar. Sin preocuparse de disimular sus movimientos, descubrió la linterna y trepó sobre el muro. Protegiendo cuidadosamente la llama para evitar que un golpe de aire la apagase, la sostuvo bajo la pila.
Durante unos instantes temió que la luz se apagase; y entonces, una llama se extendió repentinamente y se elevó en la pira, y un momento después el material ardía y chisporroteaba.