Capítulo 10

Las costumbres de Ray Penvenen eran bastante formales, de modo que casi a cualquier hora del día o de la noche podían anticiparse sus movimientos; pero esa noche, la última que pensaba pasar en la casa, había retrasado perversamente el momento de acostarse. En él se habían acentuado las manías de solterón, y los últimos preparativos antes de la partida adoptaron la forma de innumerables notas garabateadas que dejaba a este criado o a aquel, para recordarles sus obligaciones. Carolina lo acompañó hasta las diez y media y finalmente dijo:

—Tío, esta noche te acostarás muy tarde. Tienes toda la mañana antes de que partamos, y sería una gran lástima si no tienes nada que hacer. ¿Piensas acostarte?

Ray miró primero el reloj, y luego a su sobrina, por encima de los lentes.

—Carolina, aún me restan algunas cosas. Una propiedad rural no es lo mismo que una casa en Londres; no puedes cerrarla y dejarla abandonada. Hay que continuar atendiéndola, porque de lo contrario se convierte en un caos.

—¿Acaso Garth y tus restantes servidores no son capaces de hacerlo? Así lo habría creído… de lo contrario, no los hubieras empleado.

—Oh, saben lo que deben hacer, dentro de sus limitaciones. Pero carecen de iniciativa, y como nos ausentaremos un mes, es necesario ofrecerles indicaciones. Por ejemplo…

—Siguió explicando alguna de las decisiones que era necesario adoptar. Puesto que ella había preguntado, Ray suponía que las respuestas le interesaban; pero una o dos veces vio que la joven se distraía, y que sus ojos buscaban la esfera del reloj.

—¿Por qué me lo preguntas? —concluyó con bastante brusquedad, interrumpiendo por la mitad una frase.

Carolina reaccionó prontamente.

—¿Por qué? ¿No debo interesarme? ¿Quizá es impropio de una dama? Además, me interesa tu salud. Me parece que últimamente no tienes buen aspecto, y sería una lástima que te agotes en el esfuerzo de prepararte para tomar unas vacaciones.

Él la miró con suspicacia, pero lo que sospechaba era la posibilidad de que Carolina estuviese dirigiéndole un sarcasmo. Cuando advirtió que en sus ojos no había indicios de burla, le palmeó la mano y dijo:

—Vamos, vamos, sólo me quedaré media hora más. Querida, vete a la cama si estás cansada. Te agradezco tanta solicitud.

Carolina volvió la cara para ocultar su frustración, y durante los diez minutos siguientes se paseó por la habitación, con diferentes pretextos. Pero su tío continuaba sentado, y aparentemente no pensaba retirarse aún. Finalmente, ella se acercó al escritorio y dijo:

—Bien, si no quieres acostarte no tengo más remedio que despedirme, porque estoy muerta de fatiga. ¿Subirás enseguida?

—Casi he terminado. Buenas noches, Carolina.

Le ofreció la frente para que su sobrina la besara, y ella la rozó con sus labios, olvidando en su ansiedad que era su despedida, por lo menos por muchos meses, y quizá definitivamente.

Cuando ya estaba subiendo la escalera Carolina recordó el hecho, pero ya era demasiado tarde. Su sombra la acompañó mientras avanzaba por el corredor en dirección al dormitorio, precediéndola como una posadera que le da la bienvenida. Una vez en el dormitorio, Carolina encendió una vela y examinó su capa, el sombrero, el pañuelo, los guantes… todas las prendas que la esperaban. Tenía las maletas abajo y en el carruaje, lo mismo que Horace. Tocó dos veces la campanilla, para indicar que reclamaba la presencia de su doncella Eleanor.

Cuando llegó la muchacha, Carolina dijo:

—Esta noche mi tío se acostará tarde. Tendremos que esperar un poco. Por favor, díselo a Baker… ¿Los criados ya se acostaron?

—Todos menos Thomas, señorita. Esperará que el amo se acueste, para apagar las luces y cerrar bien las puertas. Según dice Baker, está protestando porque lo obligan a quedarse levantado tan tarde.

Carolina se mordió el labio.

—Dile a Baker que no haga nada hasta que Thomas se haya acostado. Sería un desastre si viera que Baker prepara los caballos.

—Muy bien, señorita… ¿Eso es todo?

—No. Actúa como si pensaras acostarte. Si puedes, sal de la casa sin que te vean y siéntate en el carruaje. De lo contrario, Thomas puede preguntarse por qué vas de un lado para el otro. Además, temo que Horace se asuste en la oscuridad. Y cuando tiene miedo suele aullar. Quédate allí hasta que yo baje.

—Muy bien, señorita. Iré a buscar mi bonete y mi capa.

—¡Ten cuidado! Que nadie te vea.

Después que Eleanor se marchó, Carolina se paseó media docena de veces de un extremo al otro del dormitorio, mordiéndose el labio. De pronto, recogió bruscamente sus prendas, echó una ojeada alrededor para verificar que no olvidaba nada, dejó en un lugar destacado, sobre la mesa del tocador, la carta destinada a su tío, apagó la vela y salió de la habitación.

La sombra de la joven se dibujaba alargada en un rincón. Cuando Carolina comenzó a caminar por el corredor, la sombra pegó un brinco como para pisarle los talones. Aun había luz bajo la puerta del salón principal. Carolina vaciló, y después se introdujo en el armario de la doncella, del lado opuesto del descanso. Apenas tenía espacio, entre los cepillos y los plumeros, pero temía moverse, no fuese que hiciera caer algo.

Así permaneció diez minutos más, rígida y acalambrada, la puerta apenas entreabierta, de modo que podía ver el hilo de luz que provenía del salón. Seguramente ya eran casi las once.

El señor Penvenen salió. Traía una vela, y bajo el brazo un estuche de cuero. Ahora, la habitación que dejaba atrás estaba en sombras. Cerró la puerta y se acercó a la lámpara que ardía en el rincón y la apagó. Después, avanzó en línea recta hacia el armario donde se ocultaba Carolina.

Hipnotizada, como una niña sorprendida en una pesadilla, ella lo vio acercarse. De pronto, la puerta se le cerró en la cara, y la joven oyó el roce de las pantuflas que se alejaban.

En absoluta oscuridad emitió un lento suspiro, y comenzó a contar, decidida a no apresurarse. Cuando llegó a quinientos alzó el cerrojo y miró hacia afuera. El descanso estaba sumido en sombras.

Como aún podía tropezar con Thomas, que quizá todavía estaba haciendo su recorrida, se deslizó por el corredor en dirección a la escalera, y bajó con el mayor cuidado. Le pareció que la madera de los peldaños nunca había crujido tanto. Cuando llegó a la planta baja, se dirigió a las habitaciones de los criados, que estaban junto a los establos. Había luz en la cocina, y la puerta estaba entreabierta. Baker, el cochero de Carolina, estaba sentado frente a un fuego bajo, en mangas de camisa, los pies protegidos con medias de lana, recortando con su navaja un pedazo de madera. Parecía somnoliento, y deseoso de acostarse. Si estaba fingiendo esa actitud, lo hacía bien.

Se puso de pie bruscamente cuando ella entró. Carolina se llevó un dedo a los labios, sin aliento a pesar de sí misma. Esos últimos minutos eran un momento de tensión inesperada.

—¿Thomas?

—Ya subió, señorita, hace tres minutos. No creo que vuelva a bajar.

—Espere cinco minutos más, y ate los caballos.

—Sí, señorita.

—Iré directamente al carruaje. Eleanor ya está allí. Esperaremos que usted venga.

—Muy bien, señorita.

Cuando se volvía para salir de la cocina, Carolina miró el reloj. Eran las once y cinco. Dwight debía estar esperándola.

Lottie Kempthorne despertó apenas el aire frío de la noche le acarició el rostro. No se movió, pero vio que su padre estaba muy cerca, frente a la ventana, mirando hacia afuera.

Oyó su voz grave.

—Es un poco de fiebre, y pensé llamarlo, doctor, pero después decidí esperar hasta que amaneciera antes de molestarlo. Quizá mañana, si venía por estos lados…

—Una voz afuera dijo: —Lo veré esta noche.

—Creo que ya me pasó, y mañana…

—Abra la puerta. Quiero hablarle.

Cuando su padre cerró la ventana, y gruñendo por lo bajo comenzó a ponerse los pantalones, Lottie permaneció inmóvil. Había aprendido que no debía ocuparse de las idas y venidas de su padre; y si ahora preguntaba, lo más probable era que recibiese una respuesta áspera y una reprensión. De modo que permaneció en su duro lecho de todos modos bastante cómodo, escuchando la respiración serena de May, que dormía al lado.

Su padre descendió la escalera, llevando la vela, y ella oyó que abría la puerta. (La mayoría de los habitantes de Sawle nunca atrancaban sus puertas, pero Charlie era una excepción). Lo oyó hablar con el hombre que entró en la casa, y un momento después la niña se sentó en la cama, y comenzó a rascarse en la oscuridad. Hubiera deseado saber por qué el doctor Enys había llamado tan tarde, y por qué hablaba con voz tan extraña. El doctor Enys siempre había sido muy bueno con ella, y solía mostrarse muy amable. Quizá había ocurrido algo terrible.

Su curiosidad no le permitió continuar acostada, de modo que bajó de la cama y temblando se acercó a la puerta trampa que daba acceso a la puerta de la planta baja. La alzó unos pocos centímetros y espió.

El médico estaba examinando al padre de la niña; el paciente estaba sentado en una silla, rezongando y protestando mientras el doctor Enys, de pie, se inclinaba sobre él, con una expresión pálida y dura en el rostro. Las primeras palabras que la niña oyó fueron:

—Hombre, usted no tiene fiebre, y bien lo sabe. Tampoco la tuvo antes. ¿Por qué dijo eso a la gente?

—Doctor, quizá para usted no tengo fiebre, pero hace tres horas estaba mojado como un alga. Y como Lottie apenas sale de la viruela… ¡Vea esto! Tóqueme la mano. Está pegajosa… —Pero el rostro del doctor Enys, del amable doctor Enys, mantuvo la misma expresión dura.

—Es una excusa, ¿verdad, Kempthorne? Esta enfermedad fingida… lo que deseaba era no mezclarse con el desembarco que harán esta noche, ¿no es así? ¿Por qué no quiere tener nada que ver con eso?

El padre de Lottie, a quien la niña amaba, se lamió los labios y comenzó a abotonarse la camisa.

—Me sentí muy mal. Primero fue un sudor como agua fría, casi como hielo. Después…

—Durante dos años o más hubo aquí un delator, que informa por dinero. Usted lo sabe, ¿verdad, Charlie?

—Claro que lo sé. Todos lo saben. ¿Lo descubrió?

—Creo que sí.

Lottie movió los pies acalambrados, y levantó unos centímetros más la puerta trampa. Su padre se había puesto de pie.

—¿Quién, yo? Por Dios, doctor; qué idea se le metió en la cabeza. Y no muy agradable, se lo aseguro. De veras, es ofensivo. Y todo porque de pronto me atacó la fiebre. Caramba, un minuto antes de que usted llegase me chocaban los dientes…

—¿Dónde consiguió todo eso? —preguntó el doctor Enys, señalando irritado la habitación, y entonces Lottie temió que la viese—. ¿Cómo pagó todo eso? Cortinas, alfombras, tazas, vidrios en las ventanas… ¿todo con la venta de velas? ¿O vendiendo a sus amigos?

Su padre sonreía, pero Lottie, que lo conocía, sabía bien que no era una sonrisa amistosa.

—Fabricando velas, doctor. Es la pura verdad. Y nadie podrá demostrar lo contrario. Ahora puede irse, y dejarme en paz, y llevarse sus perversas sospechas. Viene aquí, en medio de la noche, a decir sus puercas mentiras.

—Charlie, usted tendrá que irse, y sin perder tiempo, si aprecia su vida. Usted delató esta noche a sus amigos, ¿verdad? ¿A qué hora será el desembarco? ¿Aún hay tiempo de prevenirlos?

—¿Y qué diré de usted, doctor? Que deseó a Rosina desde el día que le puso los ojos y las manos encima, ¿eh? Que sospecha de mí porque intenta impedir la boda, ¿no? Lo sé. Sé todo lo que le hizo, y cómo la manoseó… solos, cuando la madre no estaba presente. Rosina me lo dijo. Debía estar agradecido que alguien quiera casarse con ella…

El doctor Enys hizo un movimiento rápido, y Kempthorne reaccionando como si hubiese esperado un ataque; pero el médico se había vuelto hacia una mesita donde Lottie y May habían estado jugando esa noche. La niña trató de ver qué había en las manos del médico, y comprendió asombrada que era un libro de imágenes llamado La historia de la Primavera Carabonita.

—Charlie, ¿dónde consiguió esto?

—Lo compré.

—¿Dónde?

—En Redruth.

—Miente. Este libro perteneció antes a Hubert Vercoe, el hijo del aduanero. Lo vi antes en su casa. —El médico estaba pasando las páginas.

—Vamos, doctor, eso no es muy inteligente de su parte. No demuestra nada. En Redruth se venden muchos libros. Caramba…

—Lo dudo mucho. Pero aquí hay una identificación más segura… en la primera página. Hubert Vercoe coloreó de rojo las alas de este ángel. Él mismo me lo dijo, y yo lo vi en sus manos. —El doctor Enys cerró el libro y se lo metió en el bolsillo.

En el silencio que siguió Lottie pudo oír el movimiento de May, que se agitaba en la cama, y gemía como si hubiese advertido que había perdido a su hermana y el calor que ella le daba. Abajo, los dos hombres se miraban, Lottie pensó que como dos perros antes de la pelea, los pelos erizados y los músculos tensos.

—¿Qué piensa hacer?

—Lo sabrá cuando lo haga.

El médico recogió su látigo de montar y se volvió hacia la puerta, pero el padre de Lottie fue más veloz y se interpuso. Ni siquiera el doctor Enys podía creer ahora que su sonrisa era amistosa.

—Un momento, doctor. ¿Qué piensa hacer?

—¡Fuera de mi camino!

Ninguno de los dos se movió.

El doctor Enys dijo:

—¿A qué hora es el desembarco?

—A medianoche. Llega tarde doctor. Llega muy tarde. Vuelva a su casa y acuéstese. Es lo mejor para usted.

—¿Por qué lo hizo, Charlie? ¿Por qué traiciona a su propia gente?

—Nadie es mi propia gente, doctor. ¿Qué hicieron por mí? Mi primera esposa se ahogó ante los ojos de la gente. Ninguna de las mujeres hizo nada por salvarla. Ni una sola. Dejaron que se ahogase. ¿Y yo? ¿Quién me dio una mano cuando estaba mal? Nadie. Todos buscan su interés en esta vida.

—No hasta el extremo de traicionar. O de vender a otros hombres por dinero. Judas no era peor que usted.

Lottie vio que la mano de su padre se cerraba alrededor de la estaca de madera que solía usar para asegurar la puerta. Tenía la mano a la espalda, pero ella lo vio.

—Doctor, no me importa los nombres que usted me dé. Cuido mis intereses, lo mismo que usted. Y no le reconoceré nada más. Cuando yo y Rosina nos casemos, saldremos de aquí…

—Si lo hizo para tener a Rosina, es probable que la pierda precisamente por eso…

—Doctor, hice lo que hice. Usted me curó de la consunción, pero no se meterá en mi vida. Oh, no…

Lottie gritó cuando su padre saltó sobre el médico esgrimiendo la estaca de madera. El doctor Enys debió haber previsto el gesto, porque echó hacia atrás la cabeza y la estaca le golpeó el hombro. El dolor irradió por toda su cara, y Dwight cayó sobre la mesa que estaba detrás. Transfigurado, irreconocible, el padre de Lottie saltó sobre su adversario, enarbolando de nuevo la estaca; pero la caída salvó al médico. La mesa se partió, y el doctor Enys rodó hacia un rincón, y consiguió sentarse mientras Kempthorne se abría paso entre las patas de la mesa. El médico aferró un banco, lo alzó y la estaca chocó contra el obstáculo, y lastimó la mano del agresor, que casi soltó el arma. El médico consiguió incorporarse y aferró la estaca; los dos hombres forcejearon, y trastabillando chocaron con la pared.

Lottie levantó la puerta trampa, la dejó a un costado y bajó unos peldaños, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas marcadas de viruela. Llamó a los hombres pero ellos no la oyeron; esos dos hombres que para ella eran los más importantes de su vida, y que peleaban para matarse o herirse… se les veía en los ojos. La niña hubiera querido tener el valor de interponerse, de detenerlos, de retrotraer la vida a la situación en que estaba una hora antes. Una pesadilla terrible, peor que todas las que había sufrido durante sus accesos de fiebre, peor que el dolor personal.

Su padre había cerrado las manos sobre el cuello de su adversario, pero se hubiera dicho que carecía de la fuerza necesaria para hacer lo que deseaba. Lottie vio los ojos inyectados de sangre, y en ellos se manifestaba un impulso asesino, pero también un sentimiento de temor. Ahora habían caído otra vez al suelo, y Kempthorne estaba debajo.

En el trasfondo de su propio llanto, Lottie oyó un tenue eco. Sí, May había despertado. May solía llorar si despertaba de noche, y lloraba sin razón, sin que hubiera un motivo valedero. Lottie bajó otros dos peldaños, y casi tropezó con el borde deshilachado de su camisón, que antes había pertenecido a su madre.

Su padre había conseguido liberarse, y ahora se arrastraba hacia la estaca; pero el médico lo aferró del tobillo, y lo extendió sobre el piso. Kempthorne usó la pierna libre, golpeó con el pie el rostro del médico y alcanzó a cerrar la mano sobre la estaca. El doctor Enys lo soltó, se lanzó hacia delante, cayó sobre la espalda de su adversario, y ambos rodaron sobre el piso. Un sonido familiar, algo que Lottie había conocido toda su vida; la tos de su padre. Pareció que el sonido afectaba simultáneamente al médico. Aflojó las manos, se enderezó, y en el rostro tenía una expresión inquieta, algo que no se relacionaba con esa escena, si no con otras noches y otros días. Kempthorne estaba en el suelo, y permaneció así un momento, y luego se arrodilló lentamente, y otra vez quedó inmóvil. Durante unos segundos las dos niñas habían dejado de llorar, y el único sonido era la tos áspera y familiar. El doctor Enys se incorporó, vacilante. Tenía sangre en el rostro, y la camisa desgarrada.

Kempthorne miró alrededor. De pronto, se incorporó de un salto, y aferró un cuchillo depositado sobre un estante, bajo un cacharro. El doctor Enys advirtió el peligro, y se acercó con un movimiento rápido. El cuchillo se elevó en el aire, pero el médico descargó un golpe al mismo tiempo. El arma cayó al piso. Dwight Enys pareció medir la distancia y golpeó dos veces más. Kempthorne tosió otra vez; quizá no estaba herido, pero de pronto desfalleció, cayó de rodillas, rodó por el piso, y quedó completamente inmóvil.

Impotente, Lottie se tapó los oídos con las manos, como si las palabras y los sonidos fueran más dolorosos que las imágenes, y de sus ojos comenzaron a brotar otra vez las lágrimas. Curvó los labios, como para hablar, pero no pudo hacerlo. Permaneció inmóvil, sollozando amargamente, porque había perdido una ilusión. Se sentía profundamente desolada, olvidada como nadie había sido olvidado jamás.