Se entrevistaron en el cuarto que Ross ocupaba en el primer piso. Solamente en mitad de la habitación podían estar de pie y erguidos.
En el minúsculo hogar ardía un fuego, que se reflejaba en las paredes de piedra amarilla, e iluminaba un pedazo de lienzo viejo con las palabras «Dios salve a nuestra Reina» tejidas en lana roja. Las ásperas tablas del piso estaban cubiertas con una alfombra de confección casera, y las gruesas y deshilachadas cortinas que cubrían la puerta y la ventana atenuaban las corrientes de aire.
En Mark había sobrevenido un cambio desastroso. Antaño esos dos hombres, que tenían edad y contextura parecidas, se asemejaban superficialmente. No era el caso ahora. Mark tenía los cabellos blancos, y mostraba entradas en las sienes. Estaba más delgado, y sus manos y sus hombros ya no expresaban la enorme energía de antaño. No había podido convivir con sus recuerdos.
Se estrecharon las manos, tomaron asiento y desarrollaron la charla habitual de los amigos que no se ven desde hace mucho tiempo. Mark trabajaba para un astillero de Galway. Según explicó tenía pocos amigos, y no había vuelto a casarse.
—Siento que aún estoy casado —dijo—. Y nada cambiará eso. —Ross extrajo una botella de brandy, pero Mark no aceptó el licor—. Cuido mi lengua —dijo—. Noche y día. Noche y día.
Ross le comunicó lo que sabía de su familia y aceptó mensajes para todos. Aunque durante la hora siguiente podían decidirse muchas cosas, comprendió que no debía apresurar la conversación. Hablaron de Francia y de las razones que Mark había tenido para salir de allí, y de la crisis política. Mark estaba más interesado en Inglaterra y en los lugares que había abandonado. Toda la vida que ahora llevaba era como un sueño ingrato, algo de lo cual aún esperaba despertar. Ross comprendió que ese hombre vivía sólo para la posibilidad de retornar un día a su propio hogar. Pero no era una ambición que fuera posible alentar sinceramente. Demasiada gente recordaba, y recordaría durante veinte años más. Si Mark regresaba, los magistrados se verían obligados a actuar.
Finalmente, ambos callaron. Ross miró a su interlocutor, que estaba frotándose los nudillos huesudos, y frunciendo el ceño.
—¿Sabe por qué lo hice llamar?
—Sí. Lo dijo en su carta. Conseguí que me la leyeran. Y desde entonces estuve tratando de pensar.
—¿No recuerda?
—Oh, sé perfectamente lo que dije. Y sé lo que vi. Pero es difícil recordar exactamente dónde lo vi. Ese día estaba como loco. Caminé de un lado para el otro…
—¿Le serviría un plano de las galerías?
—Oh, sí. Seguramente me serviría.
Ross retiró el barco en miniatura de la mesa cubierta de felpa y desenrolló el plano que había traído. Era el que había dibujado poco antes de partir, y omitía cuidadosamente los trabajos realizados después de reabrir la mina. Es difícil trasladar al papel el plano de una mina, que esencialmente es una estructura tridimensional; pero Ross había tratado de facilitar la tarea usando tres colores de tinta para los tres niveles que los antiguos mineros habían trabajado.
Desplegó con cuidado el mapa y lo clavó a la mesa; después, como Mark estaba frotándose los ojos, con un gesto de impaciencia lo llevó a la mesa cerca de la ventana manchada de sal, y los dos hombres se inclinaron juntos sobre ella. Ahora. Ahora. Era el momento. La preparación y la espera… Pero Mark seguía vacilando, incapaz de situarse. Nunca había tenido una mente muy ágil, y los años de exilio lo habían disminuido todavía más. Se hubiera dicho que tenía más de sesenta años, y no poco más de treinta. Ahora, después de relacionar el plano con todos los hitos conocidos que estaban en la superficie, comenzó a recorrer de nuevo el camino que había seguido el martes 12 de agosto de 1789.
Era una tarea difícil, que afrontaba todos los obstáculos de una rememoración amarga, un episodio sobre el cual su mente había tratado de echar un velo durante cuatro años. Y mientras el hombre se esforzaba, Ross miraba, consciente de todo lo que eso significaba para sí mismo, para Demelza y Jeremy. Si hubiese sido un hombre religioso, ahora hubiera orado, a una deidad, a un santo patrono, pidiéndoles que lo que ese hombre le tenía que decir, las palabras mágicas que pronunciara, modificasen la situación, transformando el fracaso en éxito de modo que todos sus esfuerzos y trabajos se convirtiesen en un plan razonable que retribuyera adecuadamente la labor realizada, una perspectiva de dinero recuperado por el dinero gastado; no más la búsqueda insensata de un espejismo sin esperanza, no más tanteos y esfuerzos en la oscuridad.
—Bajé… hasta donde alcanzaba a ver había agua; después caminé, creo que estaba en el nivel de treinta brazas, y continué caminando, y me dije… Entonces me detuve y me senté. Pasaron horas. Pensé acabar con todo, arrojándome a un pozo… Y después continué caminando, siempre hacia el este, por lo que recuerdo. Aquí hay varios pozos profundos…
—Ross dijo:
—En efecto.
—Pasé del otro lado, sobre una tabla de madera, medio podrida… —Se interrumpió—. ¿Pusieron una lápida? ¿Había dinero suficiente para una lápida?
—Sí. Pusimos una lápida. Con las palabras que usted indicó. «Keren Daniel. Esposa de Mark Daniel. Veintidós años».
Se pasó la mano sobre la frente.
—Veintidós años, no tenía más. No debí hacerlo. No era más que una niña… Ese médico, Enys, ¿todavía está allí? A él debí matarlo.
—Trate de recordar, Mark, ¿qué hizo entonces?
Mark volvió hacia el mapa su mirada torturada.
—Bueno, justo encima de los pozos, hacia la derecha. Ahí encontré un viejo pico, y para no pensar comencé a usarlo, como si estuviese buscando una veta. Y poco después, mientras golpeaba la roca… me pareció un lugar que prometía.
—¿Dónde era? —dijo Ross, señalando—. ¿Aquí?
—Sí, creo que sí. De ahí para delante. Una veta muy inclinada.
—La descubrimos —dijo Ross—. Rindió bastante un tiempo, pero era una veta muy angosta. Tenía un pie de ancho donde usted la vio, pero tres brazas más abajo era delgada como el papel, y por supuesto arriba ya la habían aprovechado. Henshawe cree que era una derivación de la veta principal.
Ambos callaron. La madera crujía en el fuego, y Mark Daniel respiraba fatigosamente.
—Después, seguí caminando. Subiendo todo el tiempo… un viejo pozo de respiración…
—Aquí —dijo Ross, señalando.
—Estaba tapado. Creo que me encontraba apenas a quince brazas de la superficie. Desde aquí uno puede seguir uno de dos caminos. Yo doblé hacia el este.
—¿Por aquí?
—Creo que sí. A sesenta o setenta pasos uno tiene que agacharse, y después… Dos galerías se cruzan. Y alrededor, me pareció que era todo plata y plomo, y hierro.
Por la calle venía caminando un hombre que llevaba varios pescados relucientes al extremo de una vara. Parecían una fruta exótica que hubiera arrancado del lecho del mar. Los pasos resonaban con ecos musicales en la calle empedrada.
—Se necesitaba una vista muy aguda para observar eso —dijo Ross con expresión sombría.
—¿Por qué? —Mark frunció el ceño—. ¿Acaso…?
—Lo vimos veinte brazas más abajo. Trabajamos todo el sector. Ha sido nuestro mejor Hallazgo. Los viejos mineros no habían podido aprovecharlo, y nosotros volvimos a encontrar la veta de cobre unos quince metros al sur del cruce… De todos modos, ocurrió algo en la veta, porque la calidad es mediocre. Por lo menos, cuando hay que pagar los gastos de la máquina. Quizá en los viejos tiempos el rendimiento valía la pena…
Mark miró en dirección al mar. El queche que lo había traído ya había zarpado. Quizá transcurriera una semana antes del regreso.
Ross dijo:
—No tenemos prisa. Estamos varados aquí. Tómese su tiempo.
—No. Terminemos ahora. Me temo que no recuerdo mucho más. Me senté y dormité un rato, y cuando desperté me pareció que ya había oscurecido, de modo que me apresuré a regresar. Pero al volver, cuando encontré los pozos, me desvié hacia el este y no hacia el oeste. Apenas había caminado unos doscientos pasos cuando comprendí que me había equivocado. Pero regresé por un camino lateral. Vea, aquí está.
—Sí. Sí, ya veo.
—Aquí hay dos pozos, y entre ellos el mineral es bueno. Hay que bajar algunos escalones, donde ya trabajaron la veta. Pero sólo aprovecharon el fondo. Los costados están intactos. Creo que es buena piedra de cuarzo. Estaba a mucha altura, y yo no podía alcanzarla, pero yo diría que allí había mucho dinero.
Durante un minuto Ross no habló. Miró fijamente el mapa, y después se puso de pie, como si deseara estirar los músculos encogidos. Extrajo un pañuelo y se limpió la humedad de la palma de las manos.
—¿Y después usted volvió a la superficie?
—Esperé cerca del tubo principal, esperé que oscureciera del todo, y que apareciera la luz de Paul. Creí que el día no terminaba nunca…
—Sí —dijo Ross—. Estaba muy nervioso.
Mark lo miró y caminó por la habitación, inclinándose para evitar las vigas.
—El último lugar que le mencioné. ¿No es mejor? ¿Es inútil, igual que el resto?
—Vamos a caminar un poco, ¿quiere? La habitación está muy cerrada y no hay espacio para respirar ni enderezarse. El aire fresco nos hará bien.
Mark se enderezó, de mala gana, mientras Ross abría la puerta.
—Sí, lo que usted diga. Pero quisiera que me contestase…
—Mark, todo lo que usted me ha dicho merece una investigación. De eso estoy seguro. No dudo de que no vimos muchas cosas. Usted me ha dado varios indicios valiosos.
Continuaron conversando mientras bajaban la escalera y salían, hasta que Mark pareció más o menos satisfecho. Ignoraba cuánto dependía de sus respuestas, pero sabía todo lo que se jugaba en la explotación de una mina, y lo afligía la posibilidad de fallar a su amigo. De modo que la principal preocupación de Ross era ocultar sus propios sentimientos, y por el momento esa era una tarea muy difícil.
A decir verdad, no sentía que Mark le hubiese fallado, más bien, que él había fallado a quienes le habían dispensado su afecto y su confianza. Había confiado excesivamente en las observaciones casuales de un hombre enloquecido de cólera y dolor, y de ese modo él mismo se había metido en un aprieto. Ahora, mientras caminaba con Mark por la orilla del mar, y la fresca brisa le golpeaba la cara y helaba la transpiración que le había brotado en la cara durante la entrevista, ahora se le ocurría que hacía tiempo que sabía que su última apuesta debía fracasar. Había depositado muchas esperanzas en todo el asunto. Quizá su actitud se había justificado al comienzo; pero era inconcebible que mineros experimentados hubieran explorado durante meses interminables las viejas galerías sin encontrar jamás una veta productiva. En el fondo de su corazón había temido precisamente ese resultado; pero era la vieja historia del hombre que se ahoga y la brizna de paja.
El lugar descubierto en último término por Mark había sido el primero hallado por los hombres de Ross. Lo que Mark había visto era una de esas mezclas complejas que abundan en los suelos que contienen minerales; en el caso dado, cuarzo, con turmalina, óxido de hierro y óxido de estaño. Un buen minero naturalmente debía suponer que un suelo así encerraba una buena promesa.
Pero la mina apenas había retribuido los esfuerzos invertidos en su explotación.
Hacia el sábado, Dwight había renunciado a la esperanza de ver a Ross antes de partir. Demelza no había recibido ninguna noticia, y nadie parecía saber cuándo o dónde se haría el desembarco. Por supuesto así debía ser. E incluso el señor Trencrom dependía del viento y el tiempo.
Lo que Dwight no sabía era que el señor Trencrom tenía relaciones comerciales con el dueño de una propiedad situada sobre los ventosos médanos de arena de Gwithian. Farrell, el patrón del One and All, acercó su barco lo suficiente para ser visto antes de que cayese la noche. Después, se alejó de prisa, porque la Boca del Infierno no estaba lejos; y el hijo del granjero montó un excelente pony que le había regalado el señor Trencrom con ese fin, y cabalgó los veinticinco kilómetros que lo separaban de su benefactor.
De modo que en el temprano anochecer hubo un movimiento desacostumbrado en una serie de cottages y granjas del distrito, los discretos preparativos para una noche de trabajo fatigoso pero clandestino. Se vaciaron sacos y se ensillaron las mulas, se enrollaron cuerdas y se prepararon las linternas de vidrios ennegrecidos. Además, aquí y allá se prepararon pistolas o se retiró un mosquete de la pared.
Pero esos no fueron los únicos preparativos. En Santa Ana, alrededor de un cottage un tanto separado del resto, a cierta altura sobre la bahía, otros hombres se reunían en silencio; y adentro, en la sala de estar, los tres jefes adoptaban las disposiciones definitivas: el capitán McNeil, el aduanero Vercoe y su ayudante Bell. Vercoe era el principal jefe de la expedición, pero a causa de su rango McNeil era consultado en todas las decisiones importantes. También era el jefe del grupo principal de hombres, formado por siete dragones.
Vercoe dijo:
—Bien, señor, será mejor salir inmediatamente porque no conviene que vean nuestros movimientos cuando los contrabandistas se dirigen hacia la costa. Sé que tendremos que soportar muchas horas de frío, pero…
—Anoche ocurrió lo mismo —dijo McNeil—. Y sentimos el frío sobre todo porque no tuvimos éxito. ¿Supongo que su informante merece confianza?
—Sus datos se confirmaron muchas veces. Dijo que no tenía medios de saber si el desembarco sería anoche, esta noche o mañana.
—En vista de las últimas noticias del lunes, me parece imposible mantener aquí a mis hombres después del fin de semana… o incluso quedarme yo mismo. De modo que en realidad es la última oportunidad. Me molestaría que desembarcara en otro sitio, mientras vigilamos una caleta vacía.
Vercoe gruñó y se frotó la barba.
—A mí me molestaría todavía más. Durante más de treinta meses estuve esperando una oportunidad como esta. Si todo sale bien esta noche o mañana, es posible que liquidemos el contrabando por una generación entera. ¡Es mi mayor deseo!
McNeil miró con interés a su interlocutor, y se preguntó que compulsión interna lo llevaba a convertir su labor cotidiana en una cruzada. Después, se encogió de hombros y se puso de pie.
—Sea. Bell, ¿explicó a sus hombres que no deben moverse hasta que oigan el silbato del señor Vercoe? No queremos que la trampa se cierre antes de tiempo.
—Sí, señor.
—Por supuesto, yo respondo por mis propios hombres. Y les he dicho que no debe haber innecesario derramamiento de sangre. No olviden que estos contrabandistas son compatriotas, y muy pronto se derramará mucha sangre por otra causa. Por lo demás, ocuparemos los mismos lugares de anoche.
—Sí, señor.
—Muy bien. Será mejor que partamos.
A medida que se acercaba el momento de la partida, Dwight se sentía cada vez más inquieto. Por vigésima vez miró el reloj. Eran las nueve y media. Había convenido estar en Killewarren a las once. Aún faltaban noventa minutos. Era absurdo salir antes de que transcurriesen por lo menos otros cuarenta y cinco minutos.
Llamó a Bone, y cuando el joven llegó le formuló media docena de preguntas innecesarias y después lo despidió, sin saber cuántas veces ya había hecho lo mismo. Nervios. Los nervios que acompañan a una fuga. ¿Qué estaría haciendo Carolina? ¿Sufriría lo mismo que él? No los achaques de una conciencia que no había acabado de tranquilizarse durante cuatro años, sino quizá nervios de otra clase. La joven ejercía un firme control sobre sí misma, pero eso no engañaba a Dwight; sabía que los nervios de Carolina debían estar tensos como cuerdas de violín.
Todo el día Dwight se había sentido incapaz de borrar de su memoria el rostro de Keren Daniel. La entrevista con Demelza, y el hecho de saber que Ross debía encontrarse con Mark, habían evocado súbitamente el recuerdo de Keren. Y ahora comprendía que ese recuerdo, en el primer plano de su mente, sólo había cambiado de lugar; en realidad, nunca había abandonado su espíritu.
Diez menos dieciséis minutos. Por Carolina, él estaba dispuesto a renunciar a todo. El inconveniente consistía en que no renunciaba a nada material; en cambio, mejoraba su situación. Autoflagelación… Bien, hasta cierto punto eso era bueno, pero exagerar la cosa era neurótico. Dos horas más tarde estaría con ella en un carruaje. ¿Acaso alguno de sus amigos podía negarle el derecho a la felicidad? Suponía que no. Dos horas más tarde cerraría un capítulo de su vida anterior.
Bone había entrado de nuevo en la habitación. ¿Tal vez él había vuelto a llamarlo, sin advertirlo?
—Por favor, señor, en la puerta está Parthesia Hoblyn. Dice que su hermana no se siente bien. Pidió que fuera a verla, pero le dije que esta noche usted estaba ocupado.
Dwight miró el reloj. Lottie Kempthorne estaba muy mejorada. No había visto otros casos, lo cual era casi un milagro; incluso May había evitado la enfermedad. Pero Rosina. ¿Cuánto tiempo había transcurrido? ¿Era posible? Contó los días. Aún era posible. Atravesó el vestíbulo y encontró a la pequeña Parthesia hundida en un sillón, tratando de recuperar el aliento. Cinco kilómetros desde Sawle, y probablemente había corrido todo el camino, en la oscuridad.
—¿Qué ocurre con tu hermana?
Parthesia se puso de pie.
—Oh, señor, la rodilla. Hace una hora estaba caminando por la calle, y se le enfermó la pierna, como la tenía antes de que usted la curase y ella dice que ahora está peor. Mi padre la trajo a casa, y tenía la pierna tan mal que apenas pudimos ponerla en una silla. Entonces mamá dijo que viniese a buscarlo, a ver si usted podía curarla otra vez.
Faltaban cuatro o cinco minutos para las diez. Unos sesenta minutos para la cita. Sawle estaba en camino, aproximadamente a un kilómetro y medio, pero a caballo podía hacerlo en poco tiempo. Podía cumplir el último deber, si lo deseaba, y si lograba curar esa pierna. Habría preferido no ir. La última semana había realizado una serie de visitas de despedida, aunque nadie sabía que tenían ese carácter. Si respondía a este llamado…
¿Y si no respondía? ¿Tendría paz espiritual en su viaje a Bath? La rodilla había vuelto a salir de su lugar. Si la cura había sido temporaria significaba que… Pero tenía la valija preparada, estaba listo para viajar. No podía cabalgar con ella hasta Sawle.
—Espera aquí —dijo a Parthesia, que lo miraba y llamó aparte a Bone.
Bone conocía todos sus planes. Era hombre digno de confianza.
—Iré con la niña —dijo Dwight—. Pero no puedo llevar la valija, porque la gente hablará. Quiero que la lleves hasta la entrada de Killewarren, a las once. ¿Puedes hacerlo por mí?
—Sí, señor, me ocuparé de eso.
—Son varios kilómetros. Quizá puedas conseguir un caballo.
—Hatchard me prestará un pony, si digo que es para usted. Iré a buscarlo inmediatamente.
—Ten cuidado en Killewarren. No permitas que te vean antes de que yo llegue. Recuérdalo bien, Bone. Es muy importante.
Después que Bone se marchó, Dwight se puso la capa y el sombrero y paseó la vista por la habitación, como para fijarla en la memoria. Después, salió a reunirse con Parthesia. En otro sentido, no le desagradaba la necesidad de hacer esta visita. Le ayudaría a pasar la última hora. La espera había concluido.
Parthesia montó a caballo delante de Dwight. El peso agregado no molestaba al animal. Era una niña de cuerpo menudo y huesos pequeños. La noche era clara y fría, sin luna, y estaba tachonada de estrellas desdibujadas por las nubes altas y tenues. Dwight se preguntaba si Ross ya habría vuelto a su casa. Se preparaba el desembarco. Esa misma tarde, mientras realizaba sus visitas, había advertido uno o dos signos que, observados con ojos inocentes, nada significaba; pero para el ojo informado era el presagio de una operación que debía realizarse esa misma noche. Cerca de Sawle se cruzaron con dos hombres a caballo, que se apartaron de la huella para darles paso. Dwight les deseó buenas noches, pero ninguno de ellos replicó. Tenían los rostros ocultos tras espesas bufandas. El médico sintió que la niña que cabalgaba frente a él temblaba, como si temiese que los desconocidos fuesen asaltantes. Dwight se sintió un tanto desconcertado.
En el cottage de los Hoblyn, Jacka esperaba con el ceño fruncido y la expresión ansiosa. Rosina estaba sentada sobre el borde de la silla, el rostro muy pálido, pese a que según afirmó la pierna le dolía menos. En un relato entrecortado explicó que había dicho a su familia que no fuesen a buscarlo esa noche, que se había doblado la pierna en uno de los adoquines y de pronto se le había endurecido, que había pensado llamar a Charlie y que pronto recordó que Charlie estaba enfermo, que Parthesia había salido sin que ella lo supiera, que todo se debía a que le habían quitado las vendas, y que estaba segura de que por la mañana…
Dwight aplicó los dedos a la rodilla, buscando el desplazamiento que había descubierto antes e identificándolo otra vez; pero no sabía muy bien cómo lo había corregido en la ocasión anterior. Había presionado aquí y allá, experimentando; si hubiera podido repetir la maniobra en otros casos muy pronto la habría perfeccionado. Pero de eso hacía varios meses. Su éxito lo había sorprendido casi tanto como a todos los demás. Pidió a la niña que doblase la rodilla, pero ahora ella no podía hacerlo. La articulación o el cartílago estaban fuera de su lugar. Quizá necesitara fomentos y varios días de manipulación. Pero él se marchaba esa noche. Era la última oportunidad. Presionó fuertemente con los dedos, y sintió que ella se encogía.
—¿Dijiste que Charlie estaba enfermo? —preguntó, tratando de distraer la atención de la enferma—. ¿Qué le pasa?
—Ah, señor, usted ya sabe. Como usted le dijo que se quedase en cama, esta noche no ayudará a la gente del barco. Me lo dijo esta mañana.
De pronto, las manos de Dwight encontraron el lugar. Era como si un recuerdo hubiese ocupado su lugar en su mente, antes de que nada se ajustase en la rodilla. Confianza y satisfacción. Movió los dedos, y apretó. La niña lanzó un grito pero, como la vez anterior, más por la impresión que a causa del dolor. El desplazamiento se había corregido.
Dwight se apartó de la rodilla y se enderezó. —¿Tiene la venda?— preguntó a la señora Hoblyn.
—Sí, señor. —La mujer salió apresuradamente y pasó frente a Jacka que ahora estaba de pie en el umbral.
—Puedes ponerte de pie —dijo Dwight.
Rosina flexionó con cuidado la rodilla. Su rostro palidecía y enrojecía, y por un momento pareció que iría a llorar.
—¿Ahora estás bien, muchacha? —preguntó Jacka, aprensivo, desde el umbral.
Rosina se puso de pie.
—Oh, señor, se lo agradezco tanto. Temí que se hubiese enfermado para siempre. Yo… no sé qué decirle. Es como un milagro.
—Y una lección, también. Me confié demasiado —dijo Dwight—. Creo que tiene que usar siempre una venda. O por lo menos un año, hasta que todos los tendones se afirmen.
La señora Hoblyn volvió presurosa. Dwight vendó la rodilla, después de indicar a la señora Hoblyn que mirase bien. No convenía que volviese a ocurrir lo mismo. No podría viajar doscientos treinta kilómetros, ni siquiera por Rosina. El tiempo se le acababa. Sin duda ya eran las diez y media pasadas. Hora de irse. Podían viajar toda la noche si era necesario, o detenerse después de poner una buena distancia entre ellos y Killewarren. El doctor Dwight Enys y la señorita Carolina Penvenen, que viajaban como amigos.
Jacka había traído una botella de ron, y después de servir una copa insistía en que Dwight bebiese. Dwight no deseaba el licor, pero sabía que ese gesto expresaba la intensidad de la aprobación de Jacka, de modo que bebió unos sorbos mientras miraban a Rosina caminar cautelosa por la habitación. Dwight dedicó el último momento a explicar a la señora Hoblyn lo que debía hacer y lo que no debía hacer si volvía a ocurrir lo mismo. La señora Hoblyn no contribuía a mejorar las cosas repitiendo constantemente con los ojos brillantes la misma frase:
—¡Bien, señor, la obligaremos a sentarse y quedarse quieta hasta que usted venga!
A veces, una observación es como la picadura de un insecto, que al principio apenas se siente, pero incomoda cada vez más a medida que pasa el tiempo. En un primer momento, Dwight apenas había prestado atención al comentario de Rosina acerca de Charlie Kempthorne, y el éxito obtenido con su tratamiento de la rodilla había distraído por completo su atención. Ahora deseaba irse, y ya estaba en la puerta, perseguido por la gratitud de la familia, cuando el veneno comenzó a actuar.
Mientras Jacka salía con él de la casa, Dwight preguntó:
—¿Qué significa eso de que Charlie está enfermo? ¿Él mismo se lo dijo? ¿Afirmó que yo le ordené que no se levantara?
—Sí. Por lo menos, lo dijo cuando le pidieron que ayudase a desembarcar la mercadería.
—No comprendo. ¿Qué ocurrió?
Jacka lo miró.
—No era su turno. Charlie no tenía que ayudar a desembarcar las cosas. Como usted sabe, trabajan por turnos. Fue idea de Trencrom, dividir el riesgo y también la recompensa. Hay muchos que aceptan participar una vez cada dos meses, pero no una vez por mes. Pero ayer Joe Trelask se rompió la pierna en la mina. Se cayó por la escala, según me dijeron…
—Sí, ya lo sé. Continúe.
—Así que Charlie Kempthorne era el siguiente de la lista, y anoche le dijeron que se preparase, y entonces él contestó que no se sentía muy bien. Es la fiebre, dijo, y el médico le ordenó que no saliese, por sus pulmones. —El ceño fruncido de Jacka Hoblyn parecía penetrar la oscuridad—. ¿Quiere decir que nos engaño?
—Por lo menos, yo no le ordené nada.
—¡Caray, inmundo tramposo! ¿Por qué nos contó esa mentira? Me gustaría conocer sus razones…
—¿Cuándo será la boda?
—Dos semanas, a contar desde mañana.
—Sin duda fue por eso. Querrá evitar el riesgo, y también le preocupa su salud. Me parece una actitud natural.
Jacka emitió un gruñido, y se puso la uña del pulgar entre los dientes.
—No, doctor, no cualquiera hubiera hecho lo mismo. Apuesto a que usted no habría hecho eso; y yo tampoco. No tiene derecho a quedarse en su casa. Se lo diré a primera hora de la mañana.
—Déjelo así —recomendó Dwight con voz serena—. Como usted dice, no es cosa suya. Buenas noches, Jacka.
—Buenas noches, señor. Y gracias.
Dwight condujo su caballo pendiente arriba, y Jacka lo miró mientras se alejaba. El cottage de Charlie Kempthorne estaba en la cima de la colina, fuera de la vista de los Hoblyn. Dwight se detuvo frente al cottage, y miró por la ventana. Había luz en la habitación del primer piso. Once menos veinte. Podía llegar cómodamente en veinte minutos a Killewarren, si partía ahora mismo. Pero debía hacerlo sin demora. Carolina ya debía estar poniéndose la capa, quizá ahora estaba sentada en su dormitorio, esperando y preparada para apagar la vela y deslizarse por la escalera. Bone estaría a la entrada de la propiedad, con la valija.
Pero esa monstruosa sospecha que había crecido en su mente era algo que se imponía a sus obligaciones consigo mismo y con ella. Si no le había agradado la idea de viajar a Bath sin atender a Rosina, con su pierna enferma, mucho menos podía irse dejando sin resolver este problema. Cinco minutos no lo retrasarían. En cinco minutos podía asegurarse.