Capítulo 8

Tal vez media hora de conversación con Mark Daniel era todo lo que Ross necesitaba; pero la preparación del encuentro, y la reunión en una del grupo de islas azotadas por el viento, en mitad del invierno requería cierto margen que contemplara la posibilidad de retrasos de ambos. Ross calculaba que estaría fuera una semana.

Mark había enviado un mensaje en el cual decía que estaba dispuesto a acudir a la cita. Ross había sugerido el veintinueve de enero como fecha aproximada, porque Trencrom había dicho que el One and All saldría el veintiocho, de modo que podían desembarcarlo en Santa María al día siguiente, y recogerlo al regreso. Mark había aceptado la fecha del veintinueve, pero como su propio viaje en un queche irlandés dependía aún más del viento y el tiempo que el de Ross, era muy posible que llegara varios días antes o varios días después.

En vista de la novedad, Ross decidió arriesgar sus últimas 75 libras en la compra de carbón. Lo que antes hubiera sido un gesto inútil, ahora parecía un riesgo comercial razonable.

A medida que el mes llegaba a su fin la crisis política volvió a desplazar las inquietudes personales de los hombres. El prolongado proceso de Luís XVI había concluido en una sentencia de muerte. Aún existía la posibilidad de una conmutación de la pena, pero a decir verdad pocos creían en ello. Ahora era muy difícil que la Convención retrocediera. De la noche a la mañana sobrevinieron cambios en Inglaterra. Los activos clubes jacobinos cerraron silenciosamente sus puertas. Se suspendieron las discusiones que se habían desarrollado durante años en las tabernas y los cafés. Los hombres esperaban. Algunos regresaron a sus hogares y contemplaron los viejos trofeos de caza, y desempolvaron las reliquias de guerras anteriores.

El veinticuatro se supo que se había realizado la ejecución. La suerte estaba echada. En Inglaterra poca gente admiraba a Luís, si se exceptuaba el modo en que había muerto; y hacía apenas ciento cincuenta años que los ingleses habían decapitado a su propio rey; pero el sentimiento no deriva de la lógica. Los teatros cerraron sus puertas, y hubo manifestaciones frente al Palacio. El embajador francés recibió sus pasaportes. Ahora era apenas cuestión de tiempo.

En esa atmósfera Ross se despidió de Demelza el domingo veintisiete, y después de una serie de cómodas etapas llegó a Saint Ives, donde se habían realizado reparaciones en el One and All. La tripulación, formada principalmente por hombres de Santa Ana, había llegado a la costa individualmente y en parejas; y poco después de las seis de la mañana siguiente la goleta de setenta toneladas salió mar afuera aprovechando la marea. Una delgada capa de escarcha cubría los puentes, y no se fundió hasta que salió el sol. Ross, de pie a proa, contemplando las pequeñas olas que lamían los costados amarillos de la embarcación, pensó que el sol iluminaba directamente el lugar donde debía estar Nampara. Sentir bajo los pies la cubierta de un barco después de tanto tiempo era una sensación extraña y excitante.

Para Demelza, que se había levantado temprano y sabía que, si las cosas se desarrollaban de acuerdo con el plan, Ross debía estar en el mar antes del alba, ese día ventoso estaba cargado de aprensión y silencio. No alcanzaba a tranquilizarla el estudio del viejo y agrietado mapa, que mostraba a las islas Scilly fuera del alcance de los regicidas franceses. Mientras ejecutaba sus tareas diarias, se criticaba su propia tendencia a cavilar. No era una costumbre que estuviese en su carácter, por lo menos si se trataba de su propia seguridad; pero la vida en común con Ross había creado en ella esa inclinación. Tenía que combatirla, e incluso corregirla. Deseaba que él fuera un hombre menos propenso a enredarse en situaciones difíciles.

Decidida a adoptar una actitud práctica, tarareó y cantó toda la mañana, mientras trabajaba, y a la tarde, por primera vez en varios meses, se sentó frente a la espineta y ejecutó algunas melodías. Antaño había recibido lecciones de la señora Kemp, pero eso había sido en los días felices en que gozaban de moderada prosperidad, y Julia vivía. Deseaba hallar tiempo e interesarse en la medida suficiente para volver a la música. A veces, el mero hecho de pulsar una cuerda era un placer exquisito; no sólo oía el acorde, sino que en el fondo de su alma experimentaba un sentimiento distinto. Estaba en mitad de ese ejercicio cuando llegó Dwight Enys.

Cuando Demelza abrió la puerta, el joven médico dijo:

—¿Era usted quién tocaba? Lo siento, no deseaba molestarla. ¿Está Ross?

Dwight tenía la capa salpicada de granizo; Demelza no había advertido la descarga.

—No, Dwight. Estará ausente… un día o dos. ¿Quiere pasar?

Dwight se quitó la capa y el sombrero en el umbral y los sacudió. Sobre las colinas, la tormenta había conferido al cielo un color tan oscuro como el de una manta vieja.

—¿Vino a pie? —preguntó Demelza, mientras entraba en el salón seguida por Dwight.

—Sí. Vine alrededor de las cinco porque entiendo que a esta hora Ross suele estar de regreso. Debí hacer esta visita hace varios días, pero estuve postergándola.

—¿Una taza de té? Hace tanto frío. Ojalá nevara… entonces estaríamos más cómodos.

—¿Sabe cuándo volverá Ross?

—Creo que el sábado. ¿Es algo urgente?

—Oh… no, no es urgente. No lo que suele decirse urgente. —Vacilante, incómodo, Dwight se sentó sobre el borde de una silla—. ¿Jeremy está bien?

—Sí. ¿No lo oye? Está jugando con los dos hijos menores de Jinny Scoble, y ella los cuida. —Se volvió para mirar el hervidor, que hacía algunos ruidos intermitentes preliminares—. Iré a buscar la tetera, olvidé traerla.

Cuando Demelza retornó, Dwight estaba mirando por la ventana. Había anochecido bruscamente, como si los costados del valle se hubiesen cerrado, y la luz del fuego en el hogar parpadeaba y resplandecía iluminando la habitación. Demelza pensó: «Me gustaría saber si él está seguro; ¿cómo serán las islas Scilly?». Las imaginaba como una colección de arrecifes altos y desiertos. Dwight la ayudó a encender las velas.

Mientras la luz se reflejaba en su piel, Demelza dijo:

—Sé que Ross no tendría inconveniente en que usted lo supiera. Conoce casi todos nuestros secretos, de modo que uno más no cambiará la situación. Partió con el señor Trencrom, y desembarcará en las islas Scilly para encontrarse con Mark Daniel, a quien al fin han encontrado. El One and All recogerá de nuevo a Ross y lo traerá de vuelta el viernes o el sábado, cuando… anclen frente a nuestra caleta.

El viernes era el primero de febrero. Demasiado tarde para él.

—Espero que Daniel traiga noticias favorables —dijo Dwight.

La luz de la vela se había reducido a minúsculas perlas, que ahora comenzaban a fundir el cilindro de cera, y a arder en forma de romboides.

—Parece que hubiese pasado un siglo desde esa noche —dijo Dwight—. La vez que usted se interpuso, sin ayuda, cuando Mark quería matarme. Habría recibido con gusto la muerte, porque había traicionado todas las cosas que más apreciaba… y a la gente que confiaba en mí.

—Esa noche todos estábamos muy tensos. Me alegro de que no ocurriera nada peor.

En un lugar distante de la casa se oyó un golpe, y después de una pausa las risas de los niños. Demelza, que había esperado lágrimas y llanto, volvió a tranquilizarse.

Dwight dijo:

—No deseo recordar ese momento. Porque hoy vine a ver a Ross para decirle que me marcho muy pronto de la región…

Ella esperó que Dwight continuase.

—¿Tiene que ver con Carolina?

—Sí. Nos casaremos. Pero a causa de la oposición del tío, debemos hacerlo en secreto. De modo que nos iremos bien entrada la noche del sábado.

Continuó explicando por qué era imposible otra solución, la razón por la cual no podían vivir allí, y el motivo que lo inducía a mostrarse considerado con los deseos de Carolina, y a comenzar todo de nuevo en una ciudad donde nadie los conocía. Demelza escuchó en silencio, y para la aguda percepción de Dwight esa actitud era como una crítica.

Demelza dijo:

—Bien, me alegro por usted, Dwight; y lo siento por nosotros. Lo extrañaremos, y no sólo en Sawle y Grambler. Nos sentiremos… un poco perdidos. Y también Jeremy.

—Gracias…

Ahora parecía que el hervidor estaba próximo a estallar por la presión del vapor y el agua, y el fuego chisporroteaba su protesta. Demelza preparó té.

—He mantenido correspondencia con un medico que estudió conmigo en Londres. Está enfermo y necesita cambiar de aire, de modo que ha aceptado probar por un período de seis meses, y quizá quedarse definitivamente. Es mucho mejor que dejar completamente vacante mi puesto. Wright es un buen hombre, mayor que yo, pero con opiniones parecidas. Estoy seguro de que les caerá simpático.

—Sí.

—Por supuesto, sé que durante un tiempo no será lo mismo. Y el hecho de saberlo no implica vanidad. La conciencia de que así están las cosas hasta cierto punto me reconforta… y me apoya. Extrañaré a todos, y por supuesto principalmente a ustedes. —Desvió los ojos hacia la ventana, para ocultar sus sentimientos—. Quiero que le explique a Ross que sé muy bien cuánto le debo, cuánto debo a ambos, por la amistad que me dispensaron. Todo esto me ha dolido profundamente.

Después de unos momentos, Demelza le sirvió una taza de té.

—Dwight, casarse con la persona amada no es motivo de pesar. Lo que Ross o yo menos desearíamos, lo que cualquiera de sus amigos menos querría… Preocúpese de nuestra condición y nuestras dolencias todo lo que le plazca hasta el sábado. Pero después, debe olvidar todo eso y comenzar su nueva vida como si Sawle y Grambler nunca hubiesen existido. Con esa actitud no demostrará falta de sentimiento. Solamente buen sentido.

Después que Dwight se marchó, Demelza retiró el servicio de té. Era hora de acostar a Jeremy. La visita de Dwight la había llevado a sentirse más sola que nunca. Aunque pudiera parecer extraño, la conversación con Dwight había evitado alguna alusión al carácter de la futura esposa. Ross había previsto tiempo atrás que Carolina acabaría humillando a Dwight; pero quizá después había modificado su opinión. Demelza conocía la reputación de Bath. Que la ciudad acomodaría a Carolina era muy evidente. Pero quedaba por ver si Dwight podía adaptarse a las formas convencionales de la vida.

Mientras se paseaba por la costa de la pequeña y árida isla de Santa María, Ross esperaba impaciente algún signo de la llegada del queche irlandés que traía a Mark Daniel. Ya habían transcurrido dos días, y no tenía ninguna noticia. Soplaban vientos poco favorables, que vacilaban y derivaban entre el noroeste y el este. Para un hombre activo como Ross, que además había depositado tantas esperanzas en ese encuentro, el tiempo transcurría con insoportable lentitud. El martes, cuando el tiempo era bastante malo, tres pesqueros franceses entraron en la zona protegida, entre Santa María y Tresco, pero las tripulaciones no bajaron a tierra.

Hugh Town era poco más que una hilera de cottages de techo de paja y depósitos de pescado, levantados sobre la costa de la isla, donde esta se curvaba formando una bahía natural. Todas las noches el nuevo faro giratorio alimentado a petróleo instalado en la isla de Saint Agnes, y construido apenas tres años antes, enviaba su aviso a las embarcaciones desviadas de su ruta. Antes, la luz provenía de un fuego de madera de roble. Aunque estaba en el centro de la isla, y a unos veinticinco metros sobre el nivel del mar, a veces las aguas lo habían apagado. Ya hacía más de cien años que no se encomendaba a los habitantes de la localidad la atención del faro; se había adoptado esa decisión después de un naufragio, cuando el fuego se había encendido demasiado tarde para la nave que ya estaba sobre las rocas.

Vestido con ropas viejas, Ross continuaba llamando la atención en la isla, y en la minúscula posada donde se había alojado la conversación se interrumpía siempre que él entraba en el salón. El miércoles un bote de remos lo llevó a San Martín, y allí pasó un par de horas en la Torre del Faro, oteando el horizonte en busca de barcos. Desde ese punto de mira la multiplicidad de minúsculas islas semejaba una flota anclada.

El miércoles, el señor Ray Penvenen dijo a su sobrina que, en vista de la perspectiva de que estallase la guerra, le parecía mejor salir para Londres el viernes en lugar del domingo. Tenía ciertos intereses financieros, y prefería atender esos asuntos lo antes posible. Pero Carolina no aceptó de buen grado la novedad. Al parecer, no estaba preparada para viajar. Nada podía inducirla a partir antes del domingo por la mañana. Si él deseaba salir antes, que lo hiciera sin ella. Después de una discusión, en la cual la joven se mostró innecesariamente terca, Ray cedió. Carolina se había mostrado tan considerada con las opiniones de su tío en otros aspectos, que él sentía que debía complacerla en esto. De todos modos, Ray no las tenía todas consigo, y esa noche varias veces ella levantó los ojos mientras leía, y se encontró con la mirada de su tío.

El jueves, Dwight tenía que ir a Truro para retirar un dinero y conseguir cartas de crédito que utilizaría durante su viaje. Al salir del banco casi chocó con un soldado alto y rubio ataviado con el uniforme de los dragones escoceses. Figuras parecidas pronto se convertirían en cosas usuales tanto en la zona rural como en la ciudad; pero el gran bigote de ese hombre le pareció conocido. Entonces, Dwight recordó dónde lo había visto… saliendo del cottage de Vercoe, el aduanero de Santa Ana. Había sido casi doce meses antes, durante la primavera.

El jueves por la tarde un pequeño pesquero apareció en el estrecho Crow, y avanzó hacia las aguas más tranquilas del canal. Tenía jarcias a popa y a proa, pero llevaba desplegada una gran vela cuadrada en el palo principal. Aproximadamente media hora después un bote trajo a un hombre a tierra.