El señor Coke, representante de los Warleggan, compró las acciones a 22 libras diez chelines cada una.
Después de entregar a Pascoe 600 libras destinadas a Elizabeth, Ross conservó un saldo de 75 libras. Podía aplicarlas a la reducción de alguna de sus deudas, o guardarlas para afrontar pagos futuros de intereses. O comprar una carga de carbón que duraría un mes más, y continuar todo febrero trabajando la Wheal Grace.
Henshawe dijo:
—Creo que sería un error continuar más allá de la fecha fijada. Me siento tan decepcionado como usted, excepto que mi pérdida es de cien libras, y no de seiscientas. Pero cada mina tiene su propia suerte, buena o mala. Esta tuvo mal aspecto desde el comienzo. Nunca hubiera creído que el rendimiento sería tan escaso.
—La venta de la máquina nos dará muy poco. Preferiría desarmarla y conservarla un tiempo.
—No hemos visto el más mínimo indicio de la veta Trevorgie —dijo Henshawe, mirando el mapa con el ceño fruncido—. Creo que era un cuento de viejas desde el principio al final. Primero, la buscamos cavando desde la Leisure, y después desde la Grace. Si hubiera algo, habríamos visto por lo menos ciertos indicios.
—Y Mark Daniel —dijo Ross, caviloso—. Todos nuestros profetas se han equivocado.
—¿Cree que esa noche el hombre estaba en su sano juicio?
—Tal vez lo engañaron las mismas falsas promesas que elevaron nuestras esperanzas. Había un hermoso depósito en el extremo noreste del nivel de treinta brazas…
—La semana pasada el cobre se vendió a 103 libras la tonelada. —Henshawe se mordió la uña del meñique—. Cuando empezamos la Leisure, valía apenas 80 libras. Lástima que usted tuvo que vender sus acciones de la Leisure precisamente ahora. Creo que antes de terminar obtendremos una pequeña fortuna con esa mina… Si el mineral que hemos extraído de la Grace tuviese cierta calidad… —Retiró el dedo de la boca, y lo miró.
—¿Qué resultado arrojaron las muestras extraídas ayer del nivel de setenta brazas?
—Cobre, estaño, plomo y plata; un poco de cada cosa; no bastante de ninguna. Es como si las vetas se hubieran mezclado, casi diría contaminado. Hay menos cobre, tanto en calidad como en cantidad, que diez brazas más arriba.
Ross levantó un pedazo de mineral, lo volvió en su mano y lo examinó con cuidado.
—Creo que en esto sobre todo hay estaño.
—Las vetas de cobre a menudo se bifurcan de ese modo.
—¿Qué ocurre a más profundidad? Estoy seguro que a falla no desaparece. ¿Es posible que el cobre sea más abundante a mayor profundidad?
Henshawe meneó la cabeza.
—Nadie sabe cómo está hecha la tierra. Algunos dicen que el mar penetra en la costa y bajo la superficie, y forma los arroyos, impulsándolos hacia el curso superior, como la sangre de las venas de un hombre. Lo mismo puede decirse del cobre; se parece a un hueso o un tendón, y de pronto la veta se interrumpe, por razones que desconocemos… Todo esto ha sido una grave decepción, pero en su lugar yo no seguiría invirtiendo dinero.
Ross desvió los ojos hacia la ventana entrecerrada. La luz pálida y gris de enero caía sobre la cicatriz semioculta por la patilla. En su rostro se reflejaba hoy toda su antigua desazón. La antigua rebelión contra la presión de las cosas inanimadas, la cólera obstinada y secreta. Henshawe pensó que Ross jamás se tranquilizaría, que en su caso esa actitud era algo innato.
—Yo diría que este mes, que será el último —dijo Henshawe, tratando de evitar la mirada de su interlocutor— deberíamos profundizar más… no precisamente partiendo del nivel de ochenta brazas, sino siguiendo esos indicios tan malos como si fueran buenos y comprobando qué encontramos en diez brazas más. No tengo muchas esperanzas, pero quizá de ese modo usted pueda responder a sus propios interrogantes.
—Si no hay más capital, ¿hasta dónde podemos llegar?
—Si el próximo lote de mineral da lo mismo que el anterior, yo diría que tres semanas. Por supuesto, si clausuramos los niveles más profundos, tendremos dos o tres semanas más.
—Su dinero vale tanto como el mío. No puedo decidir por los dos.
—Señor, usted invirtió seis veces más que yo. Me atendré a lo que usted diga.
—Pero usted sabe más de minería.
—Todo esto poco tiene que ver con la minería. Se trata de instinto tanto como de cualquier otra cosa, y su instinto es tan bueno como el mío.
—Muy bien —dijo Ross después de un momento—. Seguiremos ahondando.
Después que Henshawe se marchó, Ross permaneció una hora o más en la antigua biblioteca, verificando los asientos del libro de costos. Después, como era día de pago, afuera se formó una fila de mineros y los hombres entraron uno por uno, escribieron sus marcas al lado de sus nombres, en el libro, y recibieron el dinero. Casi todos tenían su propia marca, pues eran pocos los que se satisfacían con la cruz convencional. Todos sabían que al cabo de pocas semanas entrarían allí por última vez. Ross tenía una palabra para cada uno, a menudo una broma o un comentario áspero. No eran sus mejores amigos, porque la mayoría de estos habían ido a trabajar la Wheal Leisure tan pronto se había inaugurado la mina; pero durante el último año estos hombres también se habían convertido en amigos.
Después que salió el último Ross permaneció un momento, a pesar de que eran las dos pasadas. Estuvo un rato sopesando las muestras de mineral, comparando lo que se había obtenido esa semana y la producción anterior. Varias veces tomó un martillo y dividió los pedazos de roca. En una ocasión, casi rompió la madera del piso. Felizmente, no estaba exactamente sobre el escondrijo, excavando al fondo de la habitación, bajo la última ventana. Después de armar la puerta trampa, se habían depositado dos grandes baúles de metal, que ocultaban las junturas de las tablas del piso.
Recordó entonces que debía ver al señor Trencrom, porque este no estaba jugando limpio. Se había preparado el depósito en la clara inteligencia de que se lo utilizaría sólo durante un lapso limitado, a lo sumo tres o cuatro días, hasta que fuera posible trasladar la mayor parte de las mercaderías. Aún guardaba, varias cosas, entre ellas una pieza de encaje y diez barriles de cinco galones de ron, que habían quedado allí más de tres semanas. Y eso no estaba bien.
En ese momento, Demelza lo llamó desde la puerta principal, y Ross asomó la cabeza y respondió. Como la casa tenía forma de L, Ross salió por la puerta del fondo, y se disponía a cruzar el jardín cuando vio a Will Nanfan que descendía por el valle.
Will era un viejo amigo. Por el momento estaba en situación bastante cómoda, con una pequeña parcela de terreno, cinco hijos crecidos, y una segunda esposa bastante bonita. Era un hombre corpulento y rubio de más de cincuenta años, todavía apuesto, y tocaba el violín.
—Buenos días, señor, me alegro de volver a verlo. Me pareció que era un momento oportuno para hacerle una visita.
—Entre, Will. ¿Me trae alguna noticia?
—Sí, pero si no le importa prefiero no entrar. Quería decirle solamente que encontramos a Mark Daniel.
Ross lo miró en los ojos.
—¿Lo encontraron? ¿En Cherburgo?
—No, señor, no fue en Cherburgo. Está en Irlanda.
Ross contempló la chimenea, sobre la colina. Estaba arrojando humo espeso y negro, lo cual significaba una combustión ineficiente. No habló.
—Por eso no podíamos encontrarlo. Sus conocidos nos decían que se había marchado, pero no sabían adonde. Hace nueve meses hubo muchos disturbios en Cherburgo. Todo ese asunto de la revolución. Quemaron varias casas, y qué sé yo cuantas cosas más. La gente empezó a desconfiar de Mark, porque era extranjero; de modo que consiguió pasar a Irlanda, y consiguió lugar en uno de los queches irlandeses que llevan mercaderías de tanto en tanto. Dicen que vive en Galway; o una localidad de nombre más o menos parecido.
—¿Cómo lo supieron?
—Conversamos con el patrón de uno de los queches. Según parece, es amigo de Mark. A veces hacemos negocios con los buques irlandeses. Navegan hasta las islas Scilly, lo mismo que nosotros; y tienen depósitos donde guardan mercaderías, lo mismo que nosotros. Como usted sabe, con embarcaciones más pequeñas, y a menudo vuelven cargadas hasta la cubierta.
Ross dijo:
—¿Cuándo volverá a ver a ese hombre?
—¿A O’Higgins? Creo que la semana próxima. El One and All no zarpará hasta fines de mes, pero si el tiempo ayuda tomaré la goleta que sale para las Scilly el lunes.
—¿Podré enviarle un mensaje?
—Ya le dije que avisara a Mark Daniel que usted desea verlo.
—Bien. Escribiré una nota para Mark. Alguien se la leerá… quizá el cura. Venga conmigo. —Ross abrió la puerta de la biblioteca y después de entrar se acercó al escritorio.
Demelza, que había estado alimentando a Jeremy, se puso de pie y caminó hacia la ventana apenas Nanfan salió de la biblioteca. Cuando Ross se acercó, parecía preocupado pero no desagradado. Durante un momento comieron en silencio, pues el único espíritu conversador era Jeremy, aunque sus expresiones eran inteligibles sólo para él mismo.
Ross explicó a Demelza el propósito de la visita de Will Nanfan. Demelza se limitó a contestar:
—Me alegro de que sepamos a qué atenernos.
—Sí. Temí que hubiese muerto. Ha transcurrido tanto tiempo.
—¿Le pedirás que venga?
—Le envié un mensaje pidiéndole se reúna conmigo en las Scilly. Allí es menos peligroso para él, y estoy seguro de que irá.
—Y tú, ¿cómo llegarás a las islas?
—Puedo pagar a un pesquero que me lleve desde Penzance. O puedo ir cuando Trencrom realice su próximo viaje.
—Pero de ese modo no tendrás resultados tan seguros. En cambio, si Mark baja a la mina… No dudo de que aceptará hacerlo.
—Lo haría. Pero lo único que necesito es media hora de conversación, con la ayuda de un plano de las galerías. De ese modo sabré a qué se refería, y dónde es probable que encuentre las Vetas.
Lottie Kempthorne estaba mucho mejor. Como decía Charlie:
—Se la ve bastante bien, y la viruela no se presentó muy grave.
—Dwight vigilaba atentamente a la segunda niña, pero aún no se manifestaba ningún signo. Tampoco había otros casos en la aldea. Parecía demasiado bueno para ser cierto. Una tarde llamó a la casa para organizar su visita de rutina, y no lo complació mucho ver allí a Rosina Hoblyn y su madre.
Charlie estaba muy animado, y después de unos instantes Dwight conoció la razón de su actitud. Después de obtener el irritado consentimiento de su padre, al fin Rosina había prometido casarse con Charlie. Al enterarse, Dwight miró un poco sorprendido a Rosina, y ella se sonrojó. Nunca había creído que ella estaba enamorada de su maduro galán, y tampoco ahora se sentía convencido. La muchacha estaba siguiendo la línea de menor resistencia, apremiada por los argumentos de Charlie, que la incitaba a tomar ese camino; y su padre parecía ablandado por lo que Charlie podía ofrecer a Rosina.
Quizá en definitiva fuese un matrimonio feliz. Ese cottage, con las mejoras que Charlie había introducido, era más luminoso y mucho más cómodo que el de la familia Hoblyn. Y parecía que ella ya no necesitaría consagrar todo el día a las labores de aguja. Incluso en su estado actual, con su bonito rostro y su andar armonioso, lo más probable era que si había otras ofertas de matrimonio procedían de toscos jóvenes que ganaban cinco o seis chelines semanales, y que como hogar a lo sumo le ofrecerían una choza ruinosa.
Aún así, pensó Dwight, era probable que entre dos jóvenes hubiese amor; y aunque el calor del sentimiento durase poco tiempo, no era cosa que pudiese sacrificarse a la ligera en un mundo tan sombrío. Bien lo sabía él.
—Pensamos —dijo Charlie— construir otro cuarto el año próximo, de modo que Lottie y May puedan dormir solas. Así, Rosina y yo, si la familia aumenta, tendremos todo bien ordenado.
Dwight paseó la vista por la habitación. No era hombre que prestase atención a las cosas de la vida cotidiana, y los cambios lentos que habían sobrevenido en el interior del cottage durante los últimos dieciocho meses de pronto se le revelaron como si hubieran sido fruto de las últimas semanas. Las cortinas nuevas, las tazas de buena calidad, la alfombra frente a la puerta, las velas en soportes apropiados, el vidrio en la ventana. Miró a Kempthorne, y Charlie que movido por el instinto había estado observándolo atentamente, se apresuró a bajar los ojos.
—Espero que sean muy felices —dijo Dwight.
—Y nosotros deseamos que venga a nuestra boda —se apresuró a replicar Charlie—. ¿Verdad, Rosina? Vaya, todo lo que tenemos se lo debemos al médico. Curó la pierna enferma de Rosina. Y mi consunción. Si no hubiera sido por eso, yo no podría hacer una vida decente y ganar dinero fabricando velas.
—Y ahora, Lottie está curándose —dijo la señora Hoblyn.
—¿Cuándo será la boda? —preguntó Dwight.
—El mes próximo, señor. Aún no se publicaron las amonestaciones, y necesitamos un poco de tiempo para preparar todo. Antes del día de la boda, Lottie estará bien.
—Oh, sí, estará curada y levantada.
Si ocurría el milagro, y nadie más se enfermaba. Charlie seguía mirándolo. Charlie era un misterio: un hombre de buen carácter, amistoso como un perro, siempre trabajando, siempre sonriente, y agradecido por lo que uno hacía. Cuando Dwight estaba cerca, no permitía que nadie olvidase que le debía la buena salud. Pero sobre todo durante los últimos meses Dwight no se sentía del todo cómodo en presencia de Charlie. Intuía que en una situación crítica más le valdría confiar en el sordo malhumor de Jacka Hoblyn que en la amable disposición y la sonrisa de dientes amarillos de Charlie Kempthorne.
Cuando llegó a su casa no vio a Bone; y el caballo de su visitante esperaba al costado de la vivienda, de modo que Dwight entró en el salón sin sospechar nada.
La joven estaba de pie frente a la ventana, alta y recta como una lanza, y se volvió inmediatamente y le dirigió una sonrisa.
—Carolina… ¿ocurre algo?
—Muchísimas cosas. ¡He descubierto tu vida secreta! De Rosina, con cariño. ¿Así te escriben tus pacientes?
Le mostró el pañuelo que Rosina le había regalado, al que estaba abrochada la nota con esas palabras. Dwight recibió la prenda, pero la dejó sobre el respaldo de una silla y tomó las manos de Carolina
—Querida, debiste enviar un mensaje. ¿Te permitieron salir sin tu fiel lacayo?
—No, me lo quité de encima. No debo permanecer aquí mucho tiempo.
—Me alegro mucho de verte. Déjame mirarte un poco. Siempre que estás lejos de mí…
—Surgen complicaciones y ahora vengo a explicártelas. El tío Ray adelantó en una semana su salida para Londres. Ahora propone abandonar Killewarren el tres de febrero.
Dwight la miró fijamente.
—En ese caso, podemos adelantar un par de días nuestra propia salida. Eso es todo. Habrá que modificar algunos detalles, pero podríamos partir el primero.
—¿Tuviste noticias de Paul Hardwicke?
—Sí. Cree que cuando el doctor Marquis se retire habrá una excelente oportunidad en la ciudad. Y según dice, mientras tanto no será difícil realizar tareas eventuales. Me aconseja no abrir consultorio.
—Por lo que veo, los médicos forman camarillas muy cerradas. Dwight, creo que convendría partir el día dos. Si oficialmente debo viajar a Londres en la mañana del tres, me será mucho más fácil empacar mis cosas. En lugar de escapar con un bultito por una ventana del primer piso, de acuerdo con el estilo aprobado, puedo ordenar que bajen mis baúles y los depositen en el carruaje.
—¿Siempre insistes tanto en viajar en… tu propio carruaje?
—Por supuesto. ¿Por qué te opones tanto? ¿Porque parece que yo te llevo en mi huida?
Dwight frunció el ceño, con una expresión de incomodidad.
—No es exactamente eso. Pero yo… bien, me gustaría ofrecerte los medios de viajar. No dudo de que en el futuro con frecuencia este asunto será tema de discusión; tendré que acostumbrarme a la idea de que mi esposa tiene voluntad y dinero propios…
—Especialmente voluntad.
—… pero para comenzar hubiera preferido organizar todo por mi cuenta y pagar el viaje. Reconozco que mi actitud no es lógica. —Sonrió—. Tienes el carruaje… ¿por qué no hemos de usarlo? Pero…
—En efecto, ¿por qué no? Tan pronto salgamos de Cornwall nadie sabrá que el carruaje no es tuyo. Por mi parte, puedes estar seguro de que no diré una palabra.
Ahora podían oír a Bone, que afuera rastrillaba la grava distribuida frente a la puerta principal. La entrevista no podía prolongarse mucho, y los dos jóvenes hablaban con voz premiosa. Ese encuentro quizá fuera el último antes de que volvieran a reunirse para celebrar el matrimonio; pero él no quiso besarla.
—Nada me importa de la viruela, boba o de la otra —dijo Carolina—. Pero estoy muy celosa de tu Rosina… Un hermoso pañuelo, aunque un tanto tosco para un caballero. Alcancé a verla la semana pasada, cuando estuve en Sawle. Te concedo que es bastante bonita. Querido, espero que no me seas infiel.
—Me temo que esas bromas me molestan un poco —dijo Dwight, al mismo tiempo que volvía a quitarle el pañuelo—, y por lo tanto confío en que no insistirás. Si hay infidelidad, será de tu parte, y bien lo sabes. No descansaré hasta que uses un anillo en el dedo; y yo debo ser quien lo ponga allí.
—Mientras no se trate de un anillo aplicado a mi nariz, puedes traerlo cuando lo desees.
Carolina comenzó a ponerse los guantes. Él se había acercado a una mesita, un tanto desconcertado por lo que ella había dicho, pese a que intentaba disimularlo. Carolina lo siguió con los ojos, que se mostraban un poco dubitativos bajo la expresión burlona.
—Dwight, ¿no lamentas lo que pensamos hacer?
Él se volvió inmediatamente.
—¡Por Dios, no! ¿Cómo podría lamentarlo?
—Desde que lo decidimos, varias veces vi que te sentías incómodo, que estabas inquieto… llámalo como quieras. —Carolina se echó hacia atrás los cabellos, para atarse el pañuelo—. ¿Sigues pensando en tus principios?
—No, y nunca pensé en ellos. Te ruego que me creas. —La miró, y esbozó una sonrisa—. Carolina, eres incorregible. Durante un instante creí que hablabas en serio. Sin duda, me desprecias porque tengo una mente tan literal.
—Creo —dijo Carolina sagazmente— que no habrías tomado en serio mis palabras si tu pensamiento no tomase en serio el asunto.
—Qué absurdo. Merecerías una azotaina. —La tomó de los hombros, pero se limitó a sostenerla firmemente—. Carolina, mírame. Te quiero. ¿Entiendes lo que eso significa? ¿Significa algo para ti?
—Oh, sí, relativamente, te lo aseguro.
—Eso ya implica cierto reconocimiento. Por lo tanto no deberías presionarme con esas extrañas dudas que sueles atribuirme. Es muy perverso de tu parte… y un tanto injusto. Estamos completamente de acuerdo acerca de nuestros propósitos… Por lo tanto, ¿cómo podría vacilar? Y con respecto al método, mis dudas las expresé hace mucho tiempo, y ahora ya están olvidadas.
Carolina apoyó los dedos enguantados sobre el hombro de Dwight, lo palmeó, y luego dejó que su mano descendiera afectuosamente por la línea de la mejilla del joven.
—Lamento irritarte tanto. Ocurre sólo que a veces me pregunto si una vez que nuestro propósito realizado se haya convertido en un lugar común, y yo esté sentada siempre frente a tu hogar, y comparta tu lecho, y nunca me ausente de tu mesa, me pregunto si cuando llegue ese momento no suspirarás por tus pacientes de Cornwall y tu integridad perdida.
—¿Acaso puedo hacer más que negarlo? ¿Y porqué tú serás la única que alimente dudas? ¿Qué me dices de ti misma, que renuncias a treinta o cuarenta mil libras esterlinas por un médico pobre? Cuando se haya disipado la primera excitación, y nada te parezca novedoso, y te veas obligada a vivir con una economía a la que nunca te acostumbraste… y no puedas alternar con la gente rica de Bath, y tengas que calcular tus gastos de acuerdo con medios muy limitados, y vestirte y recibir en el mismo nivel…
—En primer lugar, como sabes no estoy renunciando a treinta o cuarenta mil libras, por lo menos si disputo a distancia con mis tíos, y mantengo cierta posibilidad de reconciliación. En mis tíos el ladrido es peor que la mordida, y no tienen a quien dejar su dinero, excepto una turba de sobrinos y sobrinas que ya están en buena situación. Pero si en efecto mantienen las distancias y legan su dinero a la Sociedad Astronómica, ciertamente no me quejaré, y creeré que el arreglo me conviene. Me propongo vivir a mi propio modo, y no me dejaré sobornar ni permitiré que me dejen para vestir santos. Dwight, me hará bien… hacer lo que deseo, y quiero que me ayudes…
—Querida, te ayudaré —dijo Dwight—. Incluso creo que quizá tengamos que ayudarnos uno al otro.