Capítulo 6

Verity, la hermana de Francis, había escrito invitando a Ross y a Demelza a pasar con ellos la Navidad; pero en vista de los problemas financieros que afrontaban, habían tenido que rehusar. Ese súbito respiro había cambiado la situación, y Ross convino en que debían ir en Nochebuena, a pasar la velada. Creía que no podía ausentarse de la mina por un período más prolongado. Verity, antes tan próxima a Francis, había sufrido mucho con su muerte; y como decía Demelza, ella y Ross debían acompañarla en su primera Navidad después del episodio. Elizabeth iría con Geoffrey Charles, de modo que toda la familia se reuniría, pero en una casa y una ciudad que no guardaban recuerdos.

En el último momento, para sorpresa de todos y alivio íntimo de Demelza, Elizabeth cambió de idea. Su madre había vuelto a enfermar, de modo que ella decidió pasar la Navidad en Cusgarne, su antiguo hogar en las afueras de Truro. Así lo explicó a Ross, cuando este realizó su visita semanal, cuatro días antes de Navidad.

Ross llegó a Trenwith más tarde que de costumbre, y encontró a Elizabeth comiendo sola en el salón de invierno. Se sentó a la mesa para conversar con ella, y advirtió qué escaso era el alimento, y rechazó la invitación a compartirlo. Ese cuarto, el más usado, era también el más sórdido. Esa noche, Elizabeth parecía cansada y enferma, y su perfil delicado había cobrado súbitamente un aire frágil. La tía Agatha no estaba mejor, y parecía probable que debiese guardar cama definitivamente. Lo cual significaba más trabajo para todos: llevarle las comidas, y atender los menesteres de un cuarto de enfermo. Tabb trabajaba dieciocho horas diarias en los campos, y la señora Tabb cuidaba a los pocos animales que habían conservado. Ross podía calcular todo lo que Elizabeth tenía que hacer.

Después, subió al primer piso, y atravesó los oscuros corredores en dirección al cuarto de la tía Agatha. A la luz de dos velas conversó con ella; la tía Agatha estaba sentada en el lecho, los ojillos vivos parpadeando a la luz de las velas, mientras lo acribillaba con preguntas cuyas respuestas no alcanzaba a oír, y se complacía en largas parrafadas reminiscentes acerca de un pasado muerto y enterrado para todos salvo para ella misma. Explicó a Ross que tenía noventa y siete años y estaba decidida a vivir hasta los cien. Al margen de que tuviese o no exactamente esa edad, Ross estaba seguro de que la anciana intentaría cumplir su propósito. Era muy posible que estuviese decayendo, como creía Elizabeth, pero aún tenía mucho que decaer.

Al fin llegó Navidad, y cayó en martes, un día muy ventoso y frío. Durante la noche había nevado un poco, pero el cielo se aclaró antes del amanecer. Un invierno terrible, durante el cual Pitt convocó a la milicia, y por todas partes se formaban asociaciones de labradores, caballeros y tenderos. Y ahora los franceses estaban en Amberes, y vigilaban a través del estuario del Scheldt, y sólo los contenía la garantía británica que respaldaba a los Países Bajos.

Ross, mientras participaba de la cena de Navidad con los Blamey, Andrew, el marido de Verity, que estaba con licencia, y los dos hijos del primer matrimonio, el alférez James, entusiasta y generoso, y Esther, tan reservada como abierto era su hermano, Ross contemplaba las aguas grisáceas de la bahía de Falmouth, y pensaba en las perspectivas de guerra, y en la posibilidad de ir a Francia y encontrar a Mark Daniel mientras aún había paz; y en la presunta identidad de su benefactor; y en el modo de pagar su deuda moral con Elizabeth y Geoffrey Charles.

A unos veinte kilómetros de distancia, su benefactora estaba tomando una comida aún menos ostentosa, formada por carne asada y budín de ciruelas, en compañía de su tío; y sus cabellos cobrizos estaban sujetos en un apretado rodete, más o menos como parecía haberse sujetado las últimas semanas. Después que ella hubo regresado de Truro, Ray Penvenen le informó de su entrevista con Dwight. Tío y sobrina habían disputado, como él había previsto que ocurriría; pero para sorpresa del tío, ella había capitulado súbitamente, y después sobrevino una reconciliación más o menos afectuosa. Ella no se había comprometido en términos definidos, él no esperaba nada semejante, pero el desenlace se había ajustado a los deseos de Ray. Durante algún tiempo él se mostró un tanto suspicaz ante su propia victoria, y aún vigilaba los movimientos de la joven, por intermedio de alguno de los criados; pero lentamente llegó a la conclusión de que había intervenido a tiempo. Se proponía ir a Londres a principios de febrero, y propuso a Carolina que lo acompañase. Ella no demostró un vivo entusiasmo ante la idea, pero por lo menos no formuló objeciones; y el señor Penvenen había decidido para sí que ella no volvería. En Londres tenía una hermana casada con un rico comerciante; el matrimonio tenía siete hijos. En nada lo perjudicaría agregar un octavo por un tiempo.

Y Dwight Enys cenó solo y más tarde que el resto, pues había salido y tratado de aprovechar lo mejor posible el tiempo mientras era día. Lottie Kempthorne, la hija mayor de Charlie, que tenía nueve años, había contraído la viruela y estaba muy enferma. Un signo ominoso. Excepto la elevada mortalidad de un brote de sarampión en junio, ese año no se habían observado epidemias graves. Un modo desagradable de iniciar el Año Nuevo, porque significaba que tendría que combatir una de las peores plagas. Mientras Dwight estaba en el cottage, vio que May, la hermana menor de Lottie, se entretenía con un libro de cuentos de nuevo tipo. Se llamaba La historia de Primavera Carabonita, y estaba impreso en papel de buena calidad, y encuadernado con tapas de carey. Mientras tomaba su cena, Dwight trató de recordar dónde había visto otro libro parecido; pero su mente pronto volvió a evocar el recuerdo de Carolina.

Entre los regalos que habían llegado hoy había uno de los Hoblyn: un pañuelo finamente tejido. Sobre un pedazo de papel pautado decía: De Rosina, con cariño. Se preguntó quién lo habría escrito, pues sabía que ninguna de ellas podía hacerlo. También habían llegado otros regalos en especie: huevos, un pedazo de jamón; dos hogazas de pan; un pastel; seis largas velas; una alfombra tejida, expresiones de gratitud de personas para las cuales cada regalo significaba un sacrificio real.

… Y Elizabeth. Después de todo, Elizabeth no pasó la Navidad en Cusgarne.

Y George se alegró mucho de ello.

Descubrió que su madre no estaba tan enferma como ella había creído, pero no por eso se sintió menos obligada a acompañarlos, tal como había planeado.

A mediodía llegó un mensaje de George Warleggan, que decía que acababa de enterarse que ella estaba allí, e invitaba a todos a Cardew, la nueva casa de campo de los Warleggan, donde se proponía recibir el fin de semana a unos pocos íntimos. La señora Chynoweth, poco dispuesta a salir, insistió ante Elizabeth para que aceptara, y con ese propósito le ofreció una entusiasta descripción de la magnificencia de Cardew. Elizabeth se sintió apremiada por su sentido del deber, y rechazó la invitación. A las dos el propio George vino a buscarla. De modo que, para sorpresa de la propia Elizabeth, ese día triste y ventoso, azotado a intervalos por ráfagas, se encontró compartiendo el carruaje de George, después de dejar a Geoffrey Charles a cargo de los abuelos.

Elizabeth comprobó que Cardew, cuya construcción se había iniciado apenas diez años antes por orden de Nicholas Warleggan, estaba a la altura de la fama que ya tenía: era una casa con un enorme pórtico jónico, salones lujosamente amueblados con grandes hogares y cielorrasos adornados con molduras, y treinta y cinco dormitorios, además de los cuartos destinados al personal, las salas de armas, los talleres, las antecocinas, los establos, los invernaderos y los jardines amurallados. Frente a la casa se había alisado el terreno para ofrecer una visión despejada de un lago artificial, con un parque ondulado que comenzaba en la orilla opuesta.

Comparada con esta residencia, Trenwith parecía un cottage rural, y Cusgarne más mezquina que nunca. Y después de Cusgarne resultaba tan cálida, tan bien protegida de las corrientes de aire. George experimentaba enorme placer en mostrar todo a Elizabeth, hecho que no pasó inadvertido a los restantes miembros del clan Warleggan. En la casa había un par de docenas de invitados, gente elegida cuidadosamente por el señor Nicholas Warleggan en vista del valor que les atribuía para él mismo en sus actividades comerciales o sociales; y lo habría complacido más que George no saliese en mitad del día para regresar con esta joven a la cual consagraba toda su atención.

Si «en eso» George hubiera podido obtener alguna ventaja, Nicholas habría opinado de distinto modo. Ya era tiempo de que George se casara; más aún, era el momento apropiado. El señor Warleggan había seleccionado a tres o cuatro jóvenes de poco menos de veinte años todas elegibles por una o más razones, pero sobre todo por su linaje o sus vínculos de sangre, puesto que George podía aportar el dinero, y Nicholas habría visto con buenos ojos que su hijo tomara alguna iniciativa en relación con alguna de ellas. Esa antigua inclinación sentimental hacia una viuda delicada y poco influyente constituía un error, sobre todo por tratarse de una mujer que, aunque sólo fuera a causa de su matrimonio, llevaba el nombre de Poldark.

De todos modos, incluso suponiendo que algo pudiera resultar de todo eso, y Nicholas, que conocía a Elizabeth, pensaba que las posibilidades eran remotas, y aún si uno disimulaba la decepción que debía suscitar una elección tan mediocre, Elizabeth, que tenía un solo hijo de su primer matrimonio, un niño de ocho años, probablemente no era fecunda; y Nicholas deseaba sobre todo poblar la casa con varios nietos robustos. A veces deseaba que en lugar de Francis hubiera sido Elizabeth la víctima del accidente en la mina.

El recuerdo de los Poldark lo indujo a desviar los ojos hacia su hermano Cary, que conversaba en un rincón con el más joven de los Boscoigne. Cary estaba convirtiéndose en una carga pesada para los miembros más respetables de la familia. Como estaba estrechamente relacionado con muchos aspectos de la estructura financiera de los Warleggan, no era posible dejarlo en un segundo plano, como se hacía con el abuelo Warleggan; y sin embargo, tanto por el modo de vestir como por los modales, rehusaba ponerse a la altura de Nicholas y George. Era imposible convencerlo de que usara peluca, o desechase su gorro, o mantuviese sus viejas chaquetas libres de polvo de rapé y manchas de tinta. Con su presencia rebajaba a toda la familia a su propio nivel. Estaba seguro de que para sus adentros Tony Boscoigne se reía de él, y quizá observaba sus peculiaridades para imitarlas después frente a sus amigos. Era inútil poseer una hermosa casa y desplegar todo el esplendor que el dinero puede comprar si uno tenía que soportar a tales parientes.

Y la influencia de Cary sobre George era siempre negativa. Ninguno de ellos comprendía como el propio Nicholas la tremenda importancia de la probidad personal y comercial. Si uno afirmaba un nombre y una reputación, dentro de los límites de las costumbres financieras corrientes, podía realizar prácticamente todo. El único interés de Cary era realizar sus objetivos, y que a los principios se los llevase el diablo.

Nicholas recordó una reciente reunión de la familia, el día que Harris Pascoe los había visitado en representación del joven Poldark, para rescatar el pagaré. En esa ocasión, los tres miembros de la familia habían estado en la casa, y Cary había irrumpido en la habitación con el rostro demudado, al extremo de que Nicholas creyó que estaba enfermo. Ahí mismo, mientras Harris Pascoe esperaba en un despacho contiguo, habían tenido una escena apasionada. Cary había proferido insultos y denuestos, y aunque se controlaba mejor George, en realidad había reaccionado más o menos del mismo modo. Se había requerido toda la influencia personal de Nicholas para calmar a Cary, para persuadir a ambos de que aquello no era más que un revés comercial normal, y de que debía tratárselo de ese modo. En efecto, no habían perdido dinero; lo habían ganado, porque el señor Pearce había cedido el documento con un descuento; y no concordaba con la dignidad de los Warleggan como hombres de negocios perder la calma porque no habían conseguido vengarse de un caballero rural empobrecido y sin importancia. Eran demasiado importantes para permitirse una actitud semejante. No les cuadraba.

Nicholas creía que había logrado convencer a George; pero con Cary uno nunca podía sentirse seguro. A veces, uno suponía que aceptaba un criterio, y de pronto hacía algo absolutamente heterodoxo, que demostraba que jamás había tenido la más mínima intención de consentir.

Durante la Navidad y aún después de Año Nuevo, Ross meditó el problema que lo inquietaba particularmente. Después, fue a ver a Harris Pascoe. Según explicó al banquero, ante todo deseaba vender las treinta acciones de la Wheal Leisure que aún estaban en su poder. Había obtenido seiscientas libras con el último lote, y esperaba que este le aportaría por lo menos la misma suma.

Pascoe emitió un gruñido y distribuyó arena sobre un documento.

—¿Presumo que es un paso necesario? Es lamentable que lo decida ahora. Casi seguramente vamos a la guerra. El juicio iniciado al Rey inflamará los ánimos de ambas partes. El precio del cobre se elevará constantemente.

—No estoy obligado a dar este paso… deseo darlo. Quizá usted pueda conseguir más de seiscientas libras por las acciones.

—Es un buen precio. ¿Piensa usar el dinero para continuar la explotación de la otra mina?

—No. Me be resignado al fracaso de la Wheal Grace. Quiero el dinero con un fin especial. Por el momento dejaré esa suma en sus manos. Puesto que usted consintió una vez representar a un cliente anónimo, mal podrá negarse a hacer otra vez lo mismo.

Pascoe miró a su delgado visitante, cuyo rostro a veces cobraba una expresión lobuna.

—No comprendo.

—La viuda de Francis y su familia padecen la más extrema pobreza. Ahora están peor que nosotros. Y ella no tiene un hombre que la ayude. Hace dos años Francis invirtió sus últimas seiscientas libras en la Wheal Grace. Me considero responsable del resultado. Deseo que Elizabeth Poldark recupere esas seiscientas libras.

—¿Y ella lo aceptará?

Ross meditó un momento.

—No. O mejor dicho, creo que no. Por eso necesito su ayuda. Una vez que haya vendido mis acciones en la Leisure, quiero que usted le ofrezca comprar su parte, o mejor dicho, la parte de su hijo en la Wheal Grace, en representación de un cliente anónimo. Es probable que acepte, y en ese caso transferiremos a su nombre el dinero.

Ross observó la cellisca que se fundía y formaba hilos de agua que descendían por las ventanas. El año viejo se mantenía hasta el fin fiel a su reputación.

Agregó:

—No es una idea original, pues la he tomado de su amigo, que la usó para beneficiarme.

El señor Pascoe sopló la arena y agitó el documento hacia delante y hacia atrás, para asegurarse de que la tinta se había secado.

—¿Quiere decir que ofrece seiscientas libras por la mitad de una mina que está al borde de la clausura?

—A decir verdad, aún no hemos cerrado. Siempre puede haber un milagro.

—¿Y cree que su prima política admitirá que un extraño sea tan absurdo que haga una oferta así?

—¿Yo podía creer que alguien fuese tan absurdo que aceptara la renovación de mi pagaré?

El señor Pascoe tosió.

—No…

Se hizo otro silencio. Pascoe dijo:

—Soy su banquero y su acreedor, y en ambas funciones debo tratar de disuadirlo de este gesto quijotesco. Francamente, lo desaconsejo. Usted no puede permitírselo. En efecto, no puede. Es el único dinero que usted tiene.

—No puedo permitirme ese gesto —dijo Ross—. Y tengo que mantener a mi propia esposa, y a mi hijo. Pero estoy aquí, y puedo cuidar de ellos. Francis no está. Si doy ese paso, podré ordenar mi vida con la conciencia más tranquila.

—¿No sería igualmente satisfactorio que usted traspasara la renta de las acciones de la Leisure… quiero decir temporalmente, hasta que mejore la situación de la señora Poldark? Uno nunca sabe como pueden variar las circunstancias. No significaría mucho para ella, no sería una suma muy grande, pero representaría un pago regular cada trimestre.

—No —dijo Ross—. No sería tan satisfactorio.

Harris Pascoe se acercó a un armario dispuesto al lado de la ventana, y extrajo un botellón y dos vasos.

—Supongo que no prestará oídos a los consejos que yo pueda ofrecerle.

Ross se frotó el mentón.

—Harris, siempre recibo de buen grado sus consejos. Lo mismo que su amistad, constituyen un valor real. Pero en estos asuntos, en los cuales participan los lazos de sangre, y a veces el afecto y la antipatía, tenemos que comportamos de acuerdo con las reacciones químicas de nuestro propio humor. Tal gesto nos satisface, y tal otro no. De modo que actuamos, y procedemos de modos que no parecen razonables a un espectador, por ejemplo usted mismo. Pero siempre es bueno tener a alguien que señala claramente el norte magnético. Eso es lo que usted hace. Y lo recordamos con gratitud, aunque a veces lo recordemos demasiado tarde.

Harris Pascoe golpeó la copa con la botella mientras servía el vino de Canarias.

—Por supuesto, Ross, haré todo lo que pueda para ayudarle. No puedo dejar de hacerlo, aunque pueda negarle mi aprobación. Su gesto es muy honroso. Abrigo la esperanza de que no llegue a lamentarlo.

«El Zorro y las Uvas» era una posta pequeña y bastante solitaria a mitad de camino entre Killewarren y Redruth. A esa hora, había allí dos personas que también bebían vino de Canarias y trazaban planes.

Quince minutos antes Carolina Penvenen y su lacayo habían llegado a caballo; y Carolina había dicho que deseaba un refresco y protección en vista del mal tiempo; el lacayo debía adelantarse para informar a los Teague que poco más tarde ella llegaría. El joven criado parecía sentirse incómodo, embarazado, y poco dispuesto a obedecer, con lo cual estaba traicionando las instrucciones secretas impartidas por su amo; de modo que Carolina le dijo impaciente que la esperase afuera. Se reuniría con él cuando hubiese calmado la sed.

En el saloncito oscuro de la posada, con sus cuadros enmarcados, sus helechos indios, sus vasijas de peltre, Carolina se quitó los guantes y permaneció de pie un momento, calentándose las manos al fuego, sin saber muy bien si las disposiciones adoptadas habían sido eficaces. No había visto ningún caballo afuera, pero hubiera sido una precaución elemental atarlo fuera de la vista. Cuando la esposa del posadero llegó con el vino Carolina tomó aliento para preguntar; y entonces vio dos copas sobre la bandeja, y a Dwight de pie en el umbral de la puerta.

Poco después se abrazaban. Un cínico habría observado el rápido progreso en la relación entre ambos después de la entrevista concertada por el señor Penvenen. Tal vez Carolina habría seguido de todos modos el mismo curso, pero si no hubiera existido oposición lo habría hecho con mayor lentitud. En cambio, en ese momento ella marchaba a la cabeza y Dwight la seguía, dispuesto y aquiescente por lo que hacía a la meta, pero dubitativo acerca del curso. Quizá parte del conflicto que lo inquietaba se reflejaba en su expresión, porque ella se apartó bruscamente y dijo:

—¿No sientes lo mismo que yo? Lamentaría apresurarme demasiado y llegar demasiado lejos.

—Nada de eso, querida, porque tal cosa sería imposible. Yo… sólo dudo acerca del método. Por mi propio carácter miro con desagrado el secreto, y sé que tú sientes lo mismo, si puede evitarse. Quisiera hablar ahora con tu tío y revelarle nuestros proyectos…

—No conoces al tío Ray. Tiene una veta de obstinación común a todos los Penvenen. Pero ¿quizá tu desagrado ante la idea de una fuga responde a una razón especial?

—¿Por qué me lo preguntas?

—Porque siento que hay algo en ese sentido.

Dwight, de pie tras la silla de Carolina, puso su mano sobre la frente de la joven.

—Es una razón tan endeble que me avergüenza. ¿Oíste hablar de Keren Daniel?

—La muchacha que…

—Sí, la muchacha de la cual me enamoré, a pesar de que era mi paciente… La misma que murió en manos de su marido, Mark Daniel, cuando él descubrió su infidelidad… Y la mató, aunque a mí debió matarme.

—Mira, oí una versión distinta… que ella prácticamente se arrojó en tus brazos, etc. Dwight, de una cosa jamás me cabe la menor duda, y es de tu compasión, que abarca tanto, nunca se aplica a ti mismo.

—Sea cual fuere la versión que prefieras, ahí están los hechos. Un hombre de mi profesión que procede como yo lo hice sin duda cae muy bajo. —Dwight quiso apartarse, pero ella aferró la mano que reposaba sobre su hombro—. La gente fue buena… caritativa, como tú dices. La versión que tú oíste ha sido la aceptada. A veces, yo también la acepto. Pero aún hay un estigma. Por eso mi conducta futura es muy importante…

—Si desposarme…

—Desposarte a la luz del día confirmará mi felicidad, sí, y también mi responsabilidad. Algo que no merezco, pero que aceptaré de buena gana. Desposarte en secreto, huir contigo en la noche, pese a que también eso lo acepto de buena gana, recuerda un poco al cazador de fortunas, a la persona moralmente equívoca; precisamente la imagen que se desprende de mi asunto con Keren. Además, abandonar a todos mis amigos y pacientes sin decirles una palabra es como desertar… una deserción muy distinta de la que revela el asunto de Keren, pero de efectos no del todo diferentes.

Dwight se apartó un momento, pero luego volvió a tomar la mano de Carolina. Ella no opuso resistencia, pero no por eso Dwight creyó que el gesto implicaba aquiescencia de Carolina. Él había dicho más de lo que se proponía expresar.

Carolina dijo con voz serena:

—¿Me comparas con Keren?

—Por Dios, no. Eres tan distinta…

—Dwight, ¿en realidad no es algo que está en ti mismo? ¿No es algo que tú debes resolver por ti mismo? Jamás oí a nadie una palabra de censura por tu participación en la muerte de Keren. Ella se ofrecía a todos los hombres. ¿Por qué nadie debe juzgar mal tu casamiento conmigo?

—No mi casamiento contigo, no…

—O que huyas conmigo. —Carolina retiró la mano, pero lo hizo sin enojo—. Dwight, tal vez creas irrazonable que no haga lo que deseas, pero mi instinto me dice claramente que debemos seguir otro camino. Si revelamos nuestros planes antes de irnos… ahora que falta un mes entero, habrá toda clase de complicaciones y tendremos que afrontar muchas dificultades. Me veré obligada a abandonar la casa de mi tío, y a enfrentarme directamente con él; y aunque sé que puedo hacerlo, no lo deseo. No lo deseo en absoluto, si puedo evitarlo. Finjo que nada me importa su opinión, pero los vínculos que nos unen en verdad son muy fuertes. Le debo cosas que no consideraría deudas si él fuera mi padre… si nos vamos en secreto, si huimos, se enojará mucho. Nos criticará con el lenguaje más vigoroso que puede imaginarse. Pero lo hará sólo para sí mismo, porque no tendrá a quien decírselo. No podrá formular comentarios que luego, movido por el orgullo, no pueda retirar. Y tampoco yo diré nada definitivo, lacerante, como sería el caso si tuviese que ventilar la situación cara a cara. De este modo si tenemos suerte, nada impedirá una reconciliación de aquí a seis o doce meses. Aceptará lo que no puede cambiar. Pero de otro modo habrá una escena del tipo «si abandonas esta casa la abandonas para siempre» y su orgullo le impedirá retractarse.

Dwight guardó silencio, porque no tenía argumentos que oponer a todo eso. Lo que Carolina decía era cierto; su propia renuencia era un obstáculo que él debía salvar con su propio esfuerzo. En todo caso, sin duda era injusto descargar sobre las espaldas de la joven las consecuencias de un antiguo enredo amoroso… porque no era nada más que eso. Dwight la apreciaba más y no menos por su lealtad al anciano, un sentimiento que ella no había expresado hasta que había llegado el momento de desafiarlo. Era algo que Carolina mantenía bien disimulado, como hacía con la mayoría de sus sentimientos.

A veces, Dwight despertaba con un sentimiento de incredulidad ante el hecho de que esta joven brillante y vital le hubiese aceptado en matrimonio. Ella renunciaba a muchas cosas cuando daba ese paso. Que él cuestionase su modo de hacerlo, era una medida de su propia pequeñez y su ingratitud.

Una semana después Elizabeth envió un mensaje en el cual decía que deseaba ver a Ross. Este cabalgó hasta Trenwith atravesando el campo barrido por un fuerte viento del noroeste. Cuando llegó a la casa, pensó que nunca la había visto tan vacía. El viento descendía aullando por la gran chimenea abierta y llegaba al vestíbulo, los paneles flojos de la amplia ventana repiqueteaban sin cesar, y un gastado felpudo junto a la puerta se alzaba y caía, movido por la corriente de aire. La casa parecía desprovista de vida y calor humanos.

Elizabeth estaba arriba, y él la vio descender por la ancha escalera con el paso rápido y leve que era su característica. Llevaba puesta una pequeña chaqueta blanca de corte masculino sobre el vestido gris de apretada cintura. Vio que los ojos de Ross se iluminaban al contemplarla.

—Ross. —Le ofreció la mano—. Por favor, entra. Lamento haberte apartado de tu trabajo. Pero ayer el señor Harris Pascoe me envió una carta muy extraña, y deseo saber cuál es la actitud que más me conviene.

Ross la siguió al jardín de invierno, y ella recogió dos cartas depositadas al lado de la rueca de hilar. Le entregó la primera. Aunque Ross sabía muy bien cuál era el contenido, leyó con atención el texto, interesado en ver cómo explicaba Pascoe el asunto. Cuando terminó, miró a Elizabeth.

—Vaya, ¿no es sorprendente? —dijo ella—. ¿Qué en este momento alguien ofrezca por mi participación en la Wheal Grace lo mismo que Francis invirtió? ¿Quizá se ha descubierto una veta nueva?

—No. Ojalá así fuera. Convengo en que es extraño. Más aún, es difícil entenderlo. Todos saben que muy pronto nos veremos obligados a suspender los trabajos. Y Pascoe dice que no puede revelar la identidad del comprador. ¿La recibiste ayer?

—Sí. —Vaciló, y sus pestañas formaban una mancha oscura sobre las mejillas—. Al principio creí que era George Warleggan. Como sabes, ha intentado ayudarme. Se diría que trata de aliviar mi situación con la misma persistencia con que intenta dificultar la tuya. Y pensé que con la compra de estas acciones quizá procuraba satisfacer al mismo tiempo los dos propósitos… De modo que escribí al señor Pascoe, y ayer envié la carta con Tabb. Tabb esperó la respuesta.

Elizabeth entregó la segunda carta. «Estimada señora», leyó Ross, «le agradezco la comunicación que me envió hoy. Puedo asegurarle que si usted y el capitán Poldark deciden vender la participación de su hijo en la Wheal Grace, esos valores no pasarán a ningún miembro de la familia Warleggan, ni a nadie que los represente. El posible comprador es un caballero independiente que se interesa por su bienestar y el de su hijo. No se intentará interferir en el control actual de la mina. Tengo el honor, señora, de ser su obediente servidor. Harris Pascoe».

Ross le devolvió la carta. Ella lo observaba atentamente, y Ross tuvo que decir algo.

—Es extraordinario.

—¿Y qué me aconsejas? No sé si debemos considerar el asunto.

—¿Considerarlo? Debemos aceptar la oferta.

—Eso también me sorprende. Pensé que temerías la interferencia de un extraño.

—Sí, pero en otras circunstancias. En cambio, aquí está la carta de Pascoe. Además, debo informarte de un golpe de buena suerte que me ha beneficiado hace poco. —Explicó el asunto del préstamo anónimo que se le había hecho—. En todo caso, cabe suponer que la misma persona está tratando de ayudarte. Quizá un excéntrico, que se interesa por el bienestar de los Poldark… No podría haber llegado en un momento más oportuno.

—¿Tienes alguna idea acerca de su identidad?

—Ninguna. Pero confío en Pascoe. Sé que no nos traicionaría ni nos pondría en una situación falsa.

Cuando Elizabeth se volvió, la apretada cintura del vestido pareció destacar la forma de sus pequeños pechos.

—Yo… bien, ese dinero representaría una gran ayuda para mí.

—Sería absurdo no aceptarlo… para bien de Geoffrey Charles. A menos que este benefactor invierta capital, la mina tiene pocas perspectivas. Quizá a él mismo ya se le ocurrió la idea. Si de eso se trata, todo esto me beneficiará. Ojalá pueda llegar a conocerlo.

—Ross reflexionó que estaba dando un sesgo demasiado imaginativo a la entrevista. Pero al mismo tiempo tenía la extraña sensación de que estaba engañando a Elizabeth, y no ayudándola con elevado costo para él mismo. No había informado a Demelza de su iniciativa, y confiaba en que pasaría mucho tiempo antes de que ella se enterase.

Elizabeth dijo:

—¿Estás seguro de que debo hacerlo, Ross… quiero decir, por lo que pueda afectarte? Quizá tratas de convencerme porque piensas que es lo mejor para nosotros. Me desagradaría pensar que estoy traicionando tu amistad.

—Elizabeth, no estás traicionando nada. Pienso lo que digo. Debes vender. Facilitará enormemente tu situación. Te agradezco profundamente estas vacilaciones, y tus sentimientos de lealtad y el interés que demuestras en mi persona.

Ella le dirigió una sonrisa más animosa.

—Ross, no soy la única que ha demostrado lealtad. Gracias por haber venido esta mañana.

Ross cabalgó de regreso a su casa, sintiéndose bien recompensado por su sacrificio, pero padeciendo al mismo tiempo una dolorosa renovación de sus viejos afectos.