Lobb, distribuidor del Mercurio de Sherborne, había pasado la noche en la localidad, de modo que Ross recibió la carta cuando salió de la casa para dirigirse a la mina. Rompió el sello y leyó las líneas escritas por Harris Pascoe, aún inseguro de que la luz oblicua del sol de diciembre no estuviera deformando lo que leía. Después de haber leído dos veces la carta, y de llegar en ambos casos a la misma conclusión, se acercó con paso rápido a los establos y comenzó a ensillar a Morena. Gimlett lo oyó e interrumpió su trabajo y se acercó al establo.
—¿Puedo ayudarle, señor?
—No… no es necesario. Ah, Gimlett, ¿dónde está su ama?
—Salió a buscar a Garrick, que escapó persiguiendo un gato.
—Dígale que tuve que ir a Truro por un asunto, ¿quiere? Espero volver a la hora del té.
—Sí, señor.
Antes de las once Ross estaba desmontando frente al banco de los señores Pascoe, Tresize, Annery, y Spry. Ató las riendas al poste, alzó el cerrojo de la puerta del banco y entró con paso firme. Harris Pascoe no estaba ocupado, y tampoco lo sorprendió ver a su visitante, pese a que la rápida respuesta lo traía varias horas antes de lo que él había esperado. Contempló con aire reflexivo la expresión de Ross mientras lo invitaba a pasar.
Ross se sentó y cruzó sus largas piernas, y se pasó un dedo sobre el labio superior.
—Buenos días, Harris.
—Buenos días. Hoy ha venido temprano.
—No tanto como hubiese deseado. Esta carta… —Ross la extrajo del bolsillo.
—Oh, sí. Veo que la recibió. Imagino que el contenido lo habrá sorprendido.
—Sorprendido es la palabra exacta.
El banquero sonrió y miró sus libros.
—Por supuesto, me alegró comunicarle la noticia.
—No más que de lo que yo me alegré al recibirla. ¿De qué se trata?
—Ya se lo he explicado en la carta.
—Pero su explicación no me satisface. Después de buscar desesperadamente una solución durante seis semanas, me siento un poco escéptico cuando se me presenta sola. ¿Quién es esa persona que de pronto aparece, como usted dice, y me ofrece el dinero?
—No estoy autorizado a revelarle su nombre.
—¿Es usted?
Pascoe levantó los ojos y miró los ojos grises e inquietos.
—No.
—¿Un amigo? ¿Un conocido?
—No puedo decírselo.
—Si no sé más, ¿cómo puedo aceptarlo? ¿En qué condiciones me ofrece el préstamo?
—Todo eso está en la carta. Un nuevo pagaré, con las mismas condiciones del anterior, pero con menos interés.
—¿Y a quién prometo pagar?
—Esa parte quedará en blanco. El pagaré no saldrá de mis manos, a menos que usted se niegue a pagar.
Ross se puso de pie, y apoyó las puntas de los dedos sobre el enorme escritorio.
—Harris, es monstruoso. De veras lo es. ¿Ha conseguido engañar a un pobre tonto, de modo que crea que la operación le conviene?
—No.
—Entonces, se trata de un amigo. Maldición, aún sospecho de usted. No puedo creer… —Se interrumpió, y se pasó una mano por los cabellos.
—Me alegraría tener el mérito de la iniciativa. Pero dada mi condición de banquero no podía prestarle la suma necesaria… Si hubiese estado a mi alcance, se lo habría adelantado hace varias semanas, y le habría ahorrado el mal momento.
—Bien, a decir verdad, no puedo aceptar a ciegas ese dinero. Es pedir demasiado.
—¿De quién? —preguntó cortésmente Pascoe.
Ross se hundió en la silla. Era la misma silla que Carolina había ocupado cinco días antes. Recogió su látigo de montar y lo hizo girar entre los dedos huesudos. Durante esos últimos años sus finanzas le recordaban a menudo la situación de un hombre privado de aire, que se ahoga, pero consigue volver a respirar un momento antes de morir. Pero nunca como durante ese mes de diciembre había estado tan cerca de la catástrofe. Incluso ahora el alivio que experimentaba era muy escaso. En verdad, no podía creerlo. Alzó los ojos de gruesos párpados y miró a su interlocutor. Pascoe se disponía a estornudar, pero el gesto súbito de Ross lo interrumpió, y tuvo que contentarse con un resoplido.
—¿Nada tiene que ver con los Warleggan? ¿No es cambiar de caballos para quedar igual, o aceptar un favor de George a costa de Cary?
—Nada tiene que ver con ellos.
—¿Y no pueden hacer nada para impedir esto? Quiero decir, ¿no pueden negarse a entregar el pagaré?
—No, si seguimos ese camino. Con su permiso, mañana rescataré el documento. Apenas usted firme el nuevo pagaré, dispondremos del dinero.
Ross miró la hoja de papel, como si de ese modo hubiera podido revelar el secreto cuya clave se le rehusaba.
—¿Se trata del señor Trencrom?
—Nada más puedo decirle.
—¿Ni siquiera puede darme una pista?
—Me temo que no.
—Pero, conociendo a la persona, ¿usted me aconseja aceptar el ofrecimiento?
—Conociendo a la persona, le aconsejo aceptar. Sería una tontería criminal no hacerlo.
Fue suficiente. Ross hundió la pluma en el tintero y firmó lentamente.
—¿Usted mantiene cierta comunicación con este esquivo caballero?
—Es posible que lo haga de tanto en tanto.
—Bien, transmítale mis saludos y dígale que no descansaré hasta conocer su nombre. Soy su deudor, literal y figuradamente, en una medida mayor que lo que he sido deudor de nadie en toda mi vida. Con respecto a la suma adelantada, me sentiré tan obligado a pagarla como si fuese una deuda de honor; y con respecto a la obligación personal, quizá llegue la ocasión en que también pueda pagarla.
—Se lo diré al caballero —contestó Pascoe, mientras se aseguraba los lentes sobre la nariz—. Estoy seguro de que su aceptación lo agradará mucho. Es evidente que se preocupa mucho por su bienestar.
—Y yo también por el suyo —dijo Ross.
Garrick, persiguió al gato que se trepó a un árbol, de modo que Demelza ató al perro a cierta distancia, y después trató de convencer al gato de que bajase. No tuvo éxito, de modo que ella se levantó la falda y también trepó al árbol. Cuando ya había llegado a las ramas más altas, y se balanceaba peligrosamente, vio a Ross que atravesaba el valle. Gritó para atraer su atención, pero él no la oyó, y Demelza recogió al gato y bajó, dominada por un sentimiento de aprensión. Los súbitos cambios de plan de Ross siempre auguraban malas noticias.
El gesto de Gimlett acerca de la carta confirmó las sospechas de Demelza; y pasó el día agobiada por los presentimientos, y tratando de distraer el temor en una sucesión de tareas. Por la tarde, con Jeremy que le tironeaba de la falda y se metía en toda clase de dificultades, Demelza hizo manteca; depositó la crema en la vasija de piedra y comenzó a batirla regularmente con la mano. Pero sus esfuerzos no producían mayores resultados, y Demelza comenzó a temer que la vaca estuviese enferma o que eso fuera una suerte de presagio. La semana anterior había venido sir Hugh Bodrugan, y la había presionado para que viese a una de sus vacas, que no se preñaba; pese a todos los argumentos en contrario, estaba convencido de que ella era capaz de practicar la magia blanca. Demelza había rehusado. Dos coincidencias afortunadas le habían conferido cierto prestigio, y el único modo de conservarlo era no seguir tentando a la suerte.
Cuando servía en la casa, Prudie Paynter entonaba una copla que según decía aseguraba el éxito de la operación; y Demelza ensayó ahora el mismo truco. Pero quizá el escepticismo de Ross se le había contagiado, porque no ocurrió nada. Era una tarde muy fría, tenía las manos también muy frías, y Demelza comprobó que era difícil realizar siquiera fuese un movimiento regular y pausado.
Había sido un día sereno; salvo el rugido de la marea, todo estaba silencioso y tranquilo. El mar era a menudo un ruido permanente al que no se prestaba atención, pero en días como este sobrepasaba las defensas de la mente y la vida se acompasaba con su latido. Era como si un gran ejército de vehículos pesados estuviera moviéndose cerca de la casa; y de tanto en tanto el aire vibraba en los oídos. Una suave bruma derivaba tierra adentro desde la playa, cubriendo de gris los bordes de los arrecifes y las dunas de arena. En el jardín, los pájaros picoteaban el suelo endurecido, y las gaviotas marinas describían círculos a gran altura.
La sociedad de cazadores de Carnbarrow debía reunirse en casa Werry la semana siguiente, y sir Hugh había invitado a Demelza. Ella se preguntaba si había hecho bien en rehusar. Conocía las opiniones de Ross, pero aún pensaba que podría convencer a sir Hugh de que los ayudase… por un bajo precio. Ya una vez le había arrancado una concesión y no por ella se había perjudicado. Seguramente podría volver a hacerlo.
Al fin la crema comenzó a convertirse en manteca, y pocos minutos después Demelza salió y trajo una jarra de agua fría de la bomba, para eliminar el suero. Ya había vertido el agua y estaba dando forma a la manteca cuando entró Ross.
Demelza no se molestó en llevar la batea a la antecocina, y en cambio atravesó la casa, y casi derribó a Jeremy, que se le cruzó súbitamente en el camino.
Contrariando lo que era su costumbre, Ross ya había entrado; había dejado la yegua frente a la puerta. Era difícil interpretar la expresión de su rostro; casi siempre ella sabía a qué atenerse, pero esta vez su gesto no concordaba con ninguna de las expresiones que Demelza conocía.
—Estoy seguro de que helará —dijo Ross—. Algunos de los estanques menos profundos ya están congelándose.
—Sí, pensé lo mismo —dijo Demelza—. Desde la mañana hace cada vez más frío. El cielo… Jeremy, querido, ¡dónde encontraste la jalea!
El niño se había acercado, sobre sus piernas vacilantes, sosteniendo un gran pote por cuyo borde ya comenzaba a escapar un oscuro hilo carmesí. Cuando estaba por caérsele, consiguió presentarlo a su padre, antes de que se le deslizara de las manos. Después cayó sentado en el piso y exclamó:
—¡Ja!
—Gracias —dijo Ross—, es un gesto muy amistoso… —Depositó el pote sobre la mesa—. Es más movedizo que Julia, ¿verdad? No recuerdo si a esta edad…
—Ella era más gruesa, y aceptaba quedarse en un lugar. Tendremos que mirarle las piernas… Ross, ¿por qué te fuiste a Truro?
—Algunos trámites con Pascoe. Un asunto de poca importancia.
El resplandor en los ojos de Ross indicó a Demelza que las noticias no eran malas.
—¿Qué pasa? ¿Qué ocurrió? Dime si hay buenas noticias. Estuve pensando todo el día…
Ross se sentó y se calentó las manos al fuego. Gimlett había salido y pasó con Morena frente a la ventana.
—Pascoe estuvo de acuerdo en que probablemente tendríamos una buena helada.
—No, Ross. —Se acercó a él—. ¡No juegues conmigo! Esto es muy importante. Por favor, dime qué ocurrió.
Él levantó los ojos hacia el rostro de expresión ansiosa.
—Alguien… una persona anónima… ha adoptado la absurda decisión de hacerse cargo de mi deuda, del pagaré que tienen los Warleggan. Lo cual significa que, por lo menos momentáneamente, no es tan urgente hallar el dinero. Por supuesto, más tarde habrá que pagar. Pero no será esta Navidad.
Demelza lo miró.
—¿Quieres decir… que no tendrás que pagar dentro de pocos días… que aún es posible…?
—Aún tenemos una posibilidad. Eso, y nada más.
—Oh, querido. —Demelza se sentó bruscamente en una silla. Un momento después Jeremy gateó hacia su madre, y esta lo alzó y lo cubrió con besos de alivio—. Oh, Ross, casi no puedo creerlo. Después de tanta preocupación es inconcebible…
—Exactamente. Parece imposible creerlo. En el camino de regreso a casa me he dicho y repetido que las cosas están tan mal como antes, que aún estamos sumidos en la pobreza, casi al extremo de la privación; que dentro de un mes o cosa así habrá que clausurar la mina; que no tenemos prácticamente de qué vivir. Pero por el momento todo eso nada significa.
—¡Y es verdad! ¡Es verdad! Oh, gracias a Dios. —Súbitamente, depositó a Jeremy sobre el piso, y se acercó a Ross y lo besó en la mejilla—. ¡Cuánto me alegro por ti, Ross! ¡Pero decir que me alegro no es todo! Debe haber una palabra mejor para expresar lo que siento. ¡Ojalá conociese una palabra más apropiada! ¿Qué significa anónimo?
Él la obligó a sentarse sobre sus rodillas.
—Sin nombre. No conocemos la identidad de nuestro benefactor.
—¿Un amigo?
—Un amigo. A quien debo mil cuatrocientas libras. Además, se reduce a la mitad de interés, de modo que después de este año le pagaré solamente doscientas ochenta libras cada Navidad.
—¡Dios lo bendiga, quienquiera sea!
—A lo cual digo: Amén.
—¿No tienes idea de quién pueda ser?
—Mientras volvía intenté adivinar. Y cada hipótesis parece más improbable que la anterior.
Durante unos minutos guardaron silencio. Ross dijo:
—¿Dónde estabas cuando salí?
—Tratando de salvar a un gato vagabundo al que Garrick perseguía. No era justo, porque la criatura tenía una pata lastimada, y muchas veces le dije a Garrick que no atacara a los gatos. Todo esto ¿no significa que ahora quizá la mina pueda continuar trabajando un tiempo más?
—¿Dónde está el gato?
—En la cocina, acostado en un canasto.
—Ya me parecía. —Ross extendió la mano hacia un bolso que había depositado en el piso. Demelza, un tanto desacostumbrada ahora a conversar sentada en las rodillas de su marido, hizo un movimiento para ponerse de pie, pero él no se lo permitió—. Te compré una libra de té de Soachong. Es mejor que el producto que nos vende Trencrom. Pensé que te gustaría probarlo.
—Gracias. Ross. Eres muy amable… Ahora, quizá dentro de poco no necesitemos continuar el trato con el señor Trencrom. ¿No te parece posible? Si así fuera, nos veríamos realmente libres, y podríamos volver a respirar.
—También te compré un cepillo y un peine nuevos. Me pareció que sería una buena idea tener uno reservado, antes de que rompas el que usas ahora.
Demelza recibió los artículos que se le ofrecían, y los examinó con cuidado. El peine tenía un mango retorcido, como un mechón de cabellos.
—Muy… extravagante —dijo en voz baja.
—En efecto. También compré dos pares de medias de lana para cada uno de los Gimlett. No costaron mucho: dos chelines el par. En los últimos tiempos han recibido muy poco. Y aquí tengo un gorro para Jeremy, y un par de guantes de lana. Pensé que podía sentirse celoso si no le traía algo. No estoy muy seguro del número. Sospecho que le quedarán grandes.
Demelza se puso de pie. La luz comenzaba a disiparse, y sobre la colina el día invernal parecía infinitamente remoto. Todo estaba en silencio; sólo se oía el rugido sordo detrás de la casa, y ahora parecía menos intenso porque la marea estaba retirándose. La magia secreta de la helada ya estaba posándose sobre el valle.
—Creo que le irán bien. Adivinaste lo que era necesario, y tú, ¿qué te compraste?
Ross dijo:
—Estuve dudando entre una capa de seda y una espada tachonada de joyas, de modo que lo dejé para la próxima vez. Y esta fue la última compra.
También él se puso de pie y entregó a Demelza un par de ligas de mujer. Eran muy elegantes.
—¿Para mí? —dijo Demelza.
—Observo que este invierno a menudo no usas medias, y la única explicación que encuentro al hecho es que te ves en dificultades para evitar que se te bajen.
Demelza se echó a llorar.
—Oh, vamos, vamos, no quise ofenderte. Fue nada más que una idea. Si no las quieres…,
—No es eso —dijo Demelza—. Sabes muy bien que no es eso. —Se llevó las manos a la cara—. Es el alivio… y luego, que hayas comprado todas estas cosas…
—No gasté demasiado. —Le rodeó los hombros con el brazo, pero el llanto de Demelza se vio contenido por un súbito alarido de Jeremy que, poco acostumbrado a ver a su madre con el rostro bañado de lágrimas, se sintió impulsado a copiarla. Demelza se arrodilló junto al niño y trató de confortarlo, y le limpió los ojos al mismo tiempo que enjugaba sus propias lágrimas. Después de unos instantes, elevó los ojos hacia Ross.
—Lo siento. Fue el alivio. Ya lo ves, te quiero tanto…
Ross miró a su esposa y su hijo, también él conmovido y feliz. La luz que venía de la ventana resplandecía sobre los cabellos de Demelza, la curva de su espalda, los puñitos apretados de Jeremy.
—Te ayudaré a ponerlos —dijo.
Demelza alzó los ojos.
—¿Te refieres al gorro y los guantes de Jeremy?
—¿Y a qué, si no? —replicó Ross, con una sonrisa atrevida.
Venciendo las dificultades de costumbre, se obligó a Jeremy a usar los objetos recién comprados. Las medidas eran las apropiadas; no era de extrañar, ya que el tendero había probado los guantes y el gorro en su propio hijo. Poco después, el niño se alejó con su paso vacilante, el gorro formando un extraño ángulo, y un guante no bien atado.
Ella sabía que Ross no se había referido a eso. Tenía las ligas en la mano, y él se las quitó, de modo que Demelza volvió a sentarse, insegura. Esa noche tenía puesto un par de medias viejas, pero eran negras y su propia piel encima de las medias resplandecía como marfil. Ross le puso las ligas, y lo hizo con especial cuidado. Hacía meses, casi años desde la última vez que entre ellos habían practicado esa clase de juego, esa extraña fusión del deseo y el afecto para el cual no hay sustituto. En la oscuridad cada vez más densa los ojos de Demelza resplandecieron, fijos en Ross. Así permanecieron un momento, casi sin moverse, él arrodillado y ella recostada en el respaldo de la silla. Sus manos frías estaban apoyadas sobre los muslos de Demelza. «Recuerda esto, pensó ella. Cuando te acometan los celos y te sientas olvidada, recuerda esto».
—De modo que no te librarás de mí, amor mío —dijo Ross.
—No me libraré de ti, amor mío.
En el rincón, cerca de la puerta, Jeremy cayó sentado y comenzó a quitarse metódicamente los guantes.