Carolina y su tío nunca se habían llevado muy bien desde la ruptura de la joven con Unwin Trevaunance, y su regreso a Killewarren y su actitud ulterior habían contribuido poco a mejorar las relaciones. La joven cabalgaba siempre que hacía buen tiempo, a menudo acompañada por un lacayo, pero a veces sola, y durante las comidas se mantenía callada o se mostraba irritable si se la interrogaba. Hacía pocas visitas sociales en el vecindario, y si alguien llamaba rara vez aceptaba recibirlo. Los rumores no habían tardado en llegar a oídos del dueño de casa, pero el anciano conocía bastante bien a su sobrina, y sabía que debía actuar con prudencia si deseaba resolver el problema.
Cierta noche, durante la cena, Carolina provocó una discusión cuando preguntó:
—Dime, tío, ¿qué sabes de Ross Poldark?
Parpadeando, prudente, observándola como si sospechara que la pregunta tenía un significado más profundo que el aparente, le explicó lo que sabía. El padre de Ross, el libertino más conocido de seis parroquias; los servicios prestados por Ross en ultramar, durante la guerra en América; su regreso después de la muerte del padre y su amarga decepción, según decía la gente, a causa del casamiento de Francis con la joven Chynoweth, su absurdo matrimonio, más o menos un año después, con una muchacha a la que había tomado del cottage de un minero de Illuggan; sus trabajos en la Wheal Leisure, y después su plan de iniciar la fundición de cobre en Cornwall; el fracaso del proyecto; la muerte de su hija; los naufragios y los disturbios en la playa; el proceso y la absolución…
—Sí, tío, gracias, eso ya lo sé. —Carolina bebió un sorbo de vino y el reflejo del vidrio pareció ensombrecer sus ojos—. Dices que su padre se comportaba mal con las mujeres del vecindario. Imagino que el hijo también hizo lo suyo. O parece que lo hubiera hecho. Pero no mencionaste eso.
Penvenen miró con poca cordialidad a la joven.
—No intentaba defender su reputación… o proteger tu delicadeza. No sé que se diga nada desagradable de él en ese aspecto… aunque se ha hablado mucho en relación con otros asuntos. Por supuesto, que se haya llevado a su casa a una niña que era una mendiga medio muerta de hambre, o algo parecido… En esa época yo estaba en Londres, pero creo que el asunto le trajo dificultades con los mineros y con el padre.
—Pero se casó con ella —dijo Carolina.
—Sí, se casó con ella.
Carolina esperó mientras retiraban su plato. Al lado de la joven, en un canasto depositado sobre otra silla, estaba Horace, y ella lo alzó y lo depositó sobre su regazo.
—¿Perdiste mucho cuando te asociaste con Ross Poldark en la compañía fundidora?
—Bastante. Todos perdieron. Lo mejor que puede decirse de eso es que fue una iniciativa mal concebida.
—Entiendo que te retiraste un poco antes y en mejores condiciones que los demás.
Había un candelabro entre ambos, pero ella vio que su tío alzaba bruscamente los ojos.
—¿Quién te dijo eso?
Carolina se echó a reír.
—Unwin. Y esa vez dijo que tú y sir John hicieron un trato con los Warleggan y dejaron que el barco se hundiese. Esa fue su frase.
—El barco, como tú lo llamas, ya estaba varado cuando concertamos un acuerdo con los Warleggan. Lo hicimos con el único fin de defender las inversiones que habíamos realizado. El en sus hornos, y yo en las máquinas laminadoras. Nadie perdió un penique más por lo que hicimos. Unwin no sabía de qué estaba hablando.
Carolina sostuvo un pedazo de carne bajo el hocico del perro, pero él se limitó a olfatearla y a apartarse.
—Querido, ¿esta horrible carne no te gusta? Muy bien, no te obligaré. Thomas, tráigame los bizcochos dulces… ya sabe, los que le gustan tanto a Horace.
—Sí, señora.
—Pero si quieres bizcochos, tendrás que volver a tu canasto, porque de lo contrario me llenarás de migas el vestido. Mira, ¿te gustan? Oí decir que ahora Ross Poldark está al borde de la bancarrota.
—En efecto. —Ray Penvenen no había recibido con agrado los comentarios de la joven, y su réplica fue breve y seca.
—Después del fracaso de la compañía fundidora dejó pendientes algunas deudas, y los Warleggan compraron los pagarés, y le están apremiando.
—Estás bien informada.
Thomas regresó con los bizcochos, y Carolina le agradeció con una sonrisa. Durante un minuto o dos la joven dedicó toda su atención a Horace.
—Tío, no estoy tan bien informada, porque no puedo preguntarle directamente, y no conozco tanto a los Warleggan que pueda abordarlos. Pero me parece una lástima que un hombre así se vea en aprietos por una suma tan pequeña, ¿no lo crees? Si cae, debería hacerlo en gran estilo… de acuerdo con su apariencia y su carácter.
El señor Penvenen dijo:
—Imagino que el doctor Enys puede aclararte todos los detalles que desees conocer.
En el súbito silencio que siguió, Horace olfateó su bizcocho. Carolina dijo:
—Creo que iré a Truro mañana por la mañana. Es mal lugar para comprar, pero necesito encargar zapatos. En Oxford los zapatos de hebilla están pasados de moda, y yo misma prefiero los cordones. Como sabrás, se han puesto de moda las plumas en el sombrero. Personalmente no me agrada, porque me hacen sentir un pavo real.
—Creo —dijo Ray Penvenen—, que si bien ya eres mayor de edad, no debes permitir que el placer natural que sientes en tu libertad te lleve a olvidar las normas de la buena sociedad, en la cual tu tío William y yo hemos tenido el privilegio de educarte desde que tus padres murieron. Aunque puede parecer que vivimos en una región primitiva y aislada del país, sería un error creer que aquí no se respetan las convenciones. Por ejemplo, realizar largas cabalgatas con la única compañía de un joven casadero es provocar comentarios desagradables, y para el caso tanto da que estés en Cornwall o en Oxfordshire. No dudo de que tus intenciones son inocentes, pero esa práctica puede tener consecuencias graves, y además me perjudica, porque algunos creerán que yo la tolero; y perjudica al joven, que puede sentirse alentado y alimentar ambiciones que no corresponden a su jerarquía social.
El criado se retiró en silencio y cerró la puerta. Un segundo después, una corriente de aire casi imperceptible llegó a las velas y las llamas temblaron como el follaje reflejado en un estanque de aguas quietas.
Carolina dijo:
—Siempre pensé, siempre he creído que la verdadera calidad y el rango social consisten en comportarse de acuerdo con las luces que cada uno tiene, sin prestar atención a la trama de convenciones artificiales que tanto preocupan a las personas que pretenden calidad pero que no la tienen.
—Eso es verdad hasta cierto punto. Pero una persona de calidad sólo actúa de ese modo si su conducta sólo a ella la afecta. Cuando afecta a otras personas, ya no goza de la misma libertad.
—Era lo que me proponía decirte. En todo esto, además de mí misma sólo pueden verse afectadas dos personas: es decir, tú y el doctor Enys. Te preocupa la posibilidad de que crean que apruebas mi conducta. ¿No es así? Bien, si tanto peso sobre tu conciencia, ¿no sería más aconsejable que saliera de esta casa y viviese en otro lugar?
—Posiblemente —concordó con voz serena el anciano—, si no fuera por el afecto que nos tenemos.
Carolina frunció el ceño un momento, irritada y molesta. Después disimuló sus sentimientos volviéndose hacia Horace.
—¿Otro bizcocho, querido? El tío Ray está contrariado conmigo. Me temo que dentro de poco nos diremos cosas impropias. Y posiblemente haya una escena. Y expresaremos opiniones que después nos pesarán. Es lamentable, ¿no te parece? ¿No crees que deberíamos cambiar de tema?
Horace emitió un sonido sordo y gutural, y consiguió lamerlos dedos de su ama y su propio hocico al mismo tiempo. Ray miró perplejo a su bonita sobrina, en parte desarmado pero de ningún modo menos suspicaz. Entre ambos había un vínculo sincero, y él a menudo se decía que la trataba con excesiva blandura. Pero no sabía cómo continuar el ataque sin provocar la escena que ella preveía. No pensaba que lo que había dicho la indujera a suspender las cabalgatas matutinas, pero sabía que si ahora insistía bien podía inducirla a cumplir su amenaza… lo cual sería una fuente de pesar y molestias para ambos.
Además, ese resultado sería del todo contraproducente, porque la apartaría por completo de la influencia de su tío. Pensó que quizá estaba borrando el problema desde un ángulo equivocado y a través de una persona que no era la más apropiada.
La comida concluyó en paz. Después, Ray pasó a su estudio, llamó a su criado y decidió que averiguase qué disposiciones había adoptado la señorita Carolina para ir a Truro por la mañana. El hombre volvió para informar que la joven había ordenado que su carruaje estuviese dispuesto a las nueve y media. El señor Penvenen mordisqueó un momento el extremo de su pluma, y después escribió una breve nota.
Estimado doctor Enys:
Si dispone de tiempo, le agradeceré que venga a verme mañana por la mañana, entre las diez y media y las once. Ya ha transcurrido cierto tiempo desde la última vez que usted nos hizo una visita médica de rutina.
Sinceramente suyo.
R. R. E. Penvenen
Aproximadamente a las once menos cinco Dwight enfiló su caballo hacia la entrada de Killewarren, expectante ante la perspectiva de volver a ver a Carolina sin necesidad de hacer arreglos especiales. Pero cuando entró en la casa Carolina no estaba, y un criado silencioso lo llevó al primer piso y lo introdujo en el salón grande y desordenado, con sus cabezas de ciervo y los cuadros que reproducían escenas de caza; el mismo lugar donde se había reunido por primera vez con Ray Penvenen.
También ahora el señor Penvenen lo esperaba, o más bien estaba de pie, de espalda al joven, contemplando el día gris. Como de costumbre, su chaqueta era demasiado grande para su cuerpo, y sobre las manos enlazadas tras la espalda eran visibles las verrugas. Después de una pausa estudiada, se volvió.
—Ah, doctor Enys, ¿recibió mi carta?
—Sí —dijo Dwight, que ahora comprendía y se censuraba por no haberlo sabido antes—. Confío en que no lo habré tenido esperando.
—Disponemos de bastante tiempo. Mi sobrina está en Truro, y pensé que esta sería una oportunidad apropiada para conversar ciertos asuntos con usted.
—¿Asuntos médicos?
—No. Debo disculparme si mi nota suscitó en usted esa impresión.
—Bien, sí, en efecto así fue.
Ray Penvenen recogió los lentes que estaban sobre el escritorio, pero no se los puso. Tenía bajos los ojos sin pestañas.
—Tal vez desee sentarse.
—No, gracias.
Muy cerca de allí, Horace emitía una monótona sucesión de bostezos.
—Supongo que tiene cierta idea del motivo que me indujo a llamarlo.
—Señor Penvenen, no creo que me corresponda formular suposiciones.
—Doctor Enys, hubiera deseado que mostrase la misma delicadeza en todas sus actitudes.
—Lamentaría que a usted le pareciese que no ha sido ese el caso.
—Sí… bien, sí… Creo que usted ha incurrido en falta, si bien me alegraría mucho saber que lo hizo sin intención, y sin advertir cabalmente las consecuencias de su actitud. Por supuesto, me refiero a su amistad cada vez más estrecha con mi sobrina.
—¿En qué puede considerarse que mis actitudes en ese sentido fueran ofensivas?
Penvenen dirigió una mirada severa al joven.
—Vamos, doctor Enys. Usted no puede desconocer así las costumbres de la sociedad. Durante más de un mes, y quizá durante un período aún más prolongado, usted estuvo dispensando atenciones a mi sobrina. Debía saber que su primera obligación era hablar conmigo y solicitar mi permiso. Si no lo hizo, fue porque sospechaba que no se lo otorgaría. ¿No es así?
Dwight se mordió el labio, irritado consigo mismo y con su interlocutor.
—Todo lo que usted dice es cierto.
—Ah… En ese caso, ¿qué explicación puede ofrecer?
—Ninguna. Excepto que mi conducta nunca fue tan intencionada como usted supone. Los sentimientos nacen y se consolidan sin que uno los busque ni los aliente. No puede afirmarse que haya dejado de decirme… Pero es cierto que ahora aliento tales sentimientos por su sobrina; no intentaré negarlo.
—¿No ha pensado en que los inoportunos encuentros de Carolina con usted perjudican su reputación?
—No, no lo he pensado. Y no creo que…
—Doctor Enys, no es necesario que disputemos. —Penvenen entrelazó las manos tras la espalda y sonrió—. Carolina es una joven voluntariosa, una persona de veras encantadora, pero díscola como un potrillo que no ha sido domado. Jamás se la disciplinó en la medida suficiente… hubiera sido una tarea ingrata, pero quizá mi hermano y yo somos responsables de no haberlo intentado. Procuramos complacerla todo lo posible. Es usual que ella conciba simpatías y antipatías violentas hacia determinadas personas… y a menudo cambie de actitud con idéntica rapidez. Tal vez sea lo que ocurra con usted; mas aún, es probable. Pero aún así me opondría a estos encuentros casi secretos. Y si se trata de un vínculo serio, tratándose de un joven de su posición… Al margen de las consideraciones de dinero y linaje…
—No creo que el linaje tenga nada que ver con ello.
—Pero yo sí lo creo, mi estimado señor. Hubo un Penvenen entre los hombres del príncipe Ruperto, en Marston Moor. Y hace noventa años que vivimos en esta región…
—Un Enys armó y tripuló un barco para luchar contra la Armada. Hace noventa años uno de mis antepasados fue Gran Sheriff de Cornwall.
El señor Penvenen se aclaró la garganta. Su medida amabilidad no fue defensa suficiente ante esta réplica.
—¿Y por lo que hace al dinero?
—Reconozco el obstáculo.
—Doctor Enys, mi sobrina es una heredera. Heredará mi fortuna y la de mi hermano, de modo que lo menos que puede decirse es que será rica. Es una persona demasiado importante para enredarse con un médico rural que no tiene un penique. Me alegro de que así lo entienda.
Hasta ese momento Dwight había dominado su temperamento vivo, pero todo lo que el señor Penvenen decía contribuía a irritarlo. El hecho de que el tío de Carolina usara argumentos que el propio Dwight había usado contra sí mismo venía a agravar el insulto.
—En definitiva, ¿no es Carolina quién debe decidir su propia vida?
Ray Penvenen alzó una de sus manos y aferró la solapa de terciopelo de su chaqueta.
—En eso se equivoca. Carolina debe casarse con nuestro consentimiento, porque de lo contrario no heredará un centavo.
—También eso debe decidirlo Carolina.
—¿Y qué cree que decidirá cuando yo le explique las alternativas? Se la ha criado en el lujo. No se la ha privado de nada de lo que podía contribuir a su comodidad. ¿Piensa que sacrificará todo eso por lo que usted puede ofrecerle? ¿Tiene motivos para presumirlo?
Dwight desvió la mirada irritada. El escritorio estaba abierto, y sobre él había un fajo de papeles. A cierta altura, colgaba de la pared una pequeña acuarela que representaba a una niña pelirroja.
—Por supuesto —dijo Penvenen—, tal vez usted cree que mi sobrina tiene una importante fortuna privada. Permítame…
—No sé ni me importa a cuánto asciende su fortuna.
—Muy meritorio de su parte. Pero muy poco práctico. Carolina tiene una fortuna personal de unas seis mil libras. Doctor Enys, eso es todo lo que usted podrá obtener si la desposa.
Dwight dijo:
—Señor Penvenen, hasta ahora he soportado sus comentarios con la mayor educación posible. Debía adoptar esa actitud frente a usted, porque es el tío y el tutor de Carolina. Pero lo que un hombre puede soportar tiene límites. Dios sabe que nunca le di motivos para que me creyese un cazador de fortunas, y hubiera pensado que por lo que me conoce debía inclinarse a formar una opinión menos ofensiva. Si usted supone que puede enamorarse de su sobrina solamente un hombre interesado en su dinero, subestima muchísimo su encanto y la insulta tanto como me insulta…
—Bien, no es necesario…
—Hoy, cuando vine aquí, este asunto del dinero de Carolina me inquietaba tanto como al que más. Durante meses enfrenté un problema insoluble, pero al menos hoy usted me ha ofrecido una leve esperanza de resolver la cuestión.
Cuanto más palidecía el rostro del señor Penvenen, más se le enrojecían los bordes de los ojos.
—Doctor Enys, va demasiado lejos. Sin duda usted comprende que esto significa el fin de nuestra relación profesional.
—Usted me muestra una solución —dijo Dwight, mientras se paseaba por la habitación—, pues me dice que la fortuna de Carolina no es tan considerable como yo creía. Es importante, lo reconozco, pero no constituye un obstáculo insuperable. Un médico sin dinero podría casarse con esa fortuna sin que ella lo eclipsara. Con una fortuna así sería posible que una esposa solventase sus propios gastos, pero no dominase del todo los cordones de la bolsa. ¡Le agradezco mucho, señor, lo que acaba de decirme!
—¡Doctor Enys, no tengo nada más que decirle!
—Y yo, señor, tengo que decirle lo siguiente, y con todo respeto. Hace un momento me preguntó si creía que Carolina renunciaría a todo lo que usted podía ofrecerle por lo poco que yo podía darle. Ese es el eje de la cuestión, ¿verdad? ¡Pues bien, debemos permitir que ella lo decida!
—Doctor Enys, veo que me he equivocado gravemente al juzgar su carácter. Lamento mucho haberlo invitado la primera vez.
—Durante los últimos meses, muchas veces lamenté profundamente haber venido. Pero por lo menos ahora nos entendemos.
—Nos entendemos —dijo Ray Penvenen, mientras Dwight salía.
Harris Pascoe no estaba atareado cuando le anunciaron la visita de la señorita Penvenen; pero parecía absorto en cierta tarea, que era su pasatiempo favorito de manipular cifras. No era un hombre de pasiones intensas, y ciertas cosas, por ejemplo los saldos del debe y el haber, le ofrecían los perfiles blancos y fríos del placer estético. Cuando Carolina entró, Pascoe cerró de mala gana el último libro y se puso de pie.
—Señorita Penvenen. No he tenido el placer de conocerla. Por supuesto, conozco a su padre.
—Mi tío. Sí, he venido a verlo precisamente porque él me habló de usted. Aunque él no está al tanto de mi visita…
Harris Pascoe se acarició la mejilla con la parte blanda de la pluma. Aunque extraía de la matemática sus mejores placeres, no era insensible a otra clase de goces, y en efecto no podía negar que valía la pena contemplar a esa joven.
—¿En qué puedo servirla?
Carolina se quitó los largos guantes verdes, y los depositó sobre su regazo.
—Señor Pascoe, mi visita tiene un propósito un tanto peculiar; por lo menos, es lo que usted pensará, y no lo censuraré si formula esa opinión. Deseo saber si puede ayudarme a resolver la situación de un amigo que está en dificultades. Sin duda, le parece un tanto misterioso, ¿verdad? Y quizá no del todo respetable. ¿Me permite explicarlo?
En los ojos de la joven había un matiz de malicia, de modo que Harris Pascoe adoptó su expresión más imperturbable.
—Se lo ruego.
—Señor Pascoe, tengo dinero y deseo realizar una inversión. Entiendo que el capitán Poldark ha firmado un pagaré que muy pronto se vencerá. ¿Empleo los términos profesionales adecuados? He oído decir que el actual poseedor del documento no está dispuesto a renovarlo. Me agradaría comprar ese pagaré. ¿Puede encargarse de realizar la operación por mí?
El banquero acercó su cajita de rapé, la abrió, y permaneció un momento con el índice y el pulgar apoyados sobre el objeto. Después, sin usarlo, cerró la cajita.
—Señorita Penvenen, ¿usted busca una inversión?
Carolina asintió con vivacidad.
—Por lo que oigo decir, es una buena inversión. El interés es muy alto. Por supuesto, si usted prefiere denominar de otro modo la transacción, no discutiré.
—Perdóneme, pero ¿usted controla su propio dinero?
—Desde que cumplí veintiún años.
—¿Qué dice su tío? Pero… usted acaba de informarme que no está al tanto de esta visita. ¿Y el capitán Poldark?
Carolina sonrió.
—¿Cree que él me permitiría interferir en sus asuntos?
—No… —Pascoe se puso de pie, y se limpió un poco de polvo de rapé que manchaba su chaleco—. Señorita Penvenen, usted me pone en una situación un tanto difícil. El capitán Poldark es mi cliente, y también es un amigo personal. No acostumbro comentar los asuntos de un cliente con un tercero; pero no le ocultaré lo que, según creo, usted ya sabe bien… que la renovación del pagaré es cosa de la mayor importancia para él. Por otra parte… también su tío es un cliente apreciado, y no cumpliría mi obligación hacia él si permitiese que usted realizara esta operación temeraria, aún en el supuesto de que fuera posible, sin advertirle que difícilmente podría concebirse una inversión más riesgosa. Más aún, no creo que pueda hacer lo que usted propone sin consultar primero a su tío.
Carolina bajó los ojos y estiró levemente los dedos de sus guantes.
—Señor Pascoe, soy una persona independiente. Si usted consulta a mi tío, estará revelando a un tercero lo que es una conversación privada. Pensé que usted jamás haría eso. Y si rehúsa realizar por mí esta inversión, tendré que acudir a otros.
Harris Pascoe percibió que no podía jugar con su visitante.
—¿Sabe bien que no es un riesgo razonable?
—Sé que la mayoría de la gente no lo creerá un riesgo razonable. Pero todos tenemos nuestras opiniones.
Pascoe se acercó a la ventana y miró hacia la calle. Distraídamente tomó nota del elegante carruaje privado que esperaba fuera. El hombre vestido de librea verde en el pescante, los pequeños vagabundos que miraban asombrados, y los transeúntes que se habían detenido para mirar. Si la joven tenía mucho dinero, ¿por qué debía tratar de disuadirla? Ya las cosas eran bastante difíciles…
—Señorita Penvenen, su propuesta tropezará con ciertas dificultades, y no todas tienen que ver conmigo. Por una parte, no creo que el actual poseedor del documento quiera venderlo.
—¿Por qué no? Desea su dinero, ¿verdad?
—No se trata sólo de dinero.
—Oh, sí, los Warleggan, por supuesto; oí decir algo de ellos. Pero ¿no hay modo de evitar esa dificultad?
—No, si ofrecemos comprar el pagaré. Creo que lo menos que harían sería reclamar una ganancia excesiva que colocaría toda la operación fuera de su alcance.
—Señor Pascoe, usted no sabe cuál es mi alcance.
—Quizá no. Pero por lo menos permítame aconsejarle el modo más económico de realizar la operación.
—Volvió a la mesa y se sentó, recogió la pluma con gesto un tanto irritado, y escribió algunas cifras.
—Si está decidida a seguir adelante, lo mejor es sin duda prestar personalmente al capitán Poldark las mil cuatrocientas libras, de modo que él rescate el documento; y pedirle que él firme otro documento por esa suma.
Por primera vez Carolina pareció un tanto confundida.
—Me temo que eso es imposible. Es lo que todavía no le he dicho. El capitán Poldark de ningún modo debe saber quién facilitó el dinero.
Pascoe la miró con expresión severa.
—Comprendo, pero me temo que es inevitable. No creo que haya otro modo de resolver el asunto. A mi juicio, usted no tiene la más, escúcheme bien, la más mínima posibilidad de convencer al señor Cary Warleggan de que se separe del pagaré… a ningún precio. No dudo de que usted ha leído El Mercader de Venecia.
Los dos callaron un momento. Carolina dijo:
—No creo que el capitán Poldark esté dispuesto a aceptar mi dinero.
—Hum… no, es posible. Usted es su amiga, ¿verdad? Pero es mujer. Comprendo su punto de vista.
Carolina se puso de pie. Era tan alta como el banquero, y su delgadez hacía que pareciese aún más alta. Plegó con cuidado los guantes, sin mirar a su interlocutor. Pero en la forma del rostro femenino había algo que permitió a Pascoe sospechar cuál era la expresión de sus ojos.
—Bien, gracias por haberme recibido. Tendré que buscar otra forma de resolver esto. ¿Puedo esperar que no hablara a nadie de mi visita?
—No hablaré a nadie. Pero no se apresure demasiado. Creo que puedo ofrecerle una sugerencia que ayudará a resolver esta dificultad.
—¿Sí?
—Por favor, tome asiento. Déme un momento para pensarlo mejor.
Carolina volvió a ocupar el asiento. Fijó los ojos de largas pestañas, en el señor Pascoe, que había comenzado a abrir su caja de rapé. Esperó paciente, que él formulara su sugerencia.